Publicado
en diario Expreso el 25 de marzo de 2022.
Vicente de Valverde fue
un fraile dominico que participó en la conquista española del Perú comandada
por el Adelantado Francisco Pizarro. En 1532, Valverde fue quien le dio una
biblia al inca Atahualpa, que el indígena arrojó lejos de sí (después de lo
cual, Valverde lo calificó de ‘perro’).
También él lo bautizó, él firmó su sentencia de muerte y él celebró la misa por
el eterno descanso de su alma cristiana. Tras la muerte de Atahualpa, la
conquista era cuestión de tiempo.
Por los éxitos de la
conquista, Valverde llegó a ser en 1537 el primer Obispo de Cusco (cuando ése
era el único obispado en Sudamérica entera) y fue un gran consejero del ahora Marqués
Francisco Pizarro, un hombre ennoblecido por su ambición y pariente lejano de Valverde.
Pizarro, siendo el Gobernador del Perú, murió en un episodio de venganza
protagonizado por otros españoles (es fama que le atravesaron una espada en la
garganta), el 26 de junio de 1541, en Lima.
Enterado del asesinato
de Pizarro, Vicente de Valverde temió por su vida. Huyó, entonces, para
salvarla pero en su huida iba a perderla. Le ocurrió como en aquel cuento persa
en que la Muerte hace una advertencia a un individuo y él decide huir lejos,
únicamente para encontrarse con la Muerte en el lugar al que él huyó (en el
cuento persa, ese lugar es la ciudad de Isfahán). Para el Obispo Valverde, su
Isfahán fue la isla Puná. Allí él encontró la muerte, pero no a manos de los
españoles vengativos de los que estaba huyendo, sino de los indígenas que allí
habitaban y que aún lo recordaban.
Porque antes de la
captura y muerte de Atahualpa y aún antes de penetrar al continente por Tumbes,
el Adelantado Francisco Pizarro y su hueste, incluido el fraile dominico Vicente
de Valverde, permanecieron unos meses en la isla Puná, a la espera de unos
refuerzos que vendrían desde Panamá para acometer la conquista en el
continente. Fueron a la isla Puná por invitación de su cacique, pero estos
invitados europeos no tardaron en comportarse como la rudimentaria gente de
conquista que era, por lo que no tardaron en producirse desconfianzas y rumores
que lo llevaron a Pizarro a apresar a los jefes punáes y a entregarlos a sus
enemigos de Tumbes, que los decapitaron.
Los isleños, entonces,
se sublevaron. Se enfrentaron a los españoles y aunque eran mucho más
numerosos, perdieron. Los españoles, como lo destacó William Prescott en su Historia de la conquista del Perú,
tuvieron a su favor ‘armas y disciplina’.
Eran buenos y curtidos soldados, llenos de ambición, luchando contra tribus de
infieles que no conocían a Cristo. Así lo aseguraba en su prédica el fraile
Valverde, un entusiasta del sometimiento de los no cristianos.
En ocasiones, los
pueblos no olvidan. Diez años después de la derrota de los sublevados de Puná, en
plena huida de la muerte segura a manos de los españoles vengativos, el fraile Vicente
de Valverde regresó a la isla. Iba de paso, pues su idea era aprovisionarse y
seguir su camino. La idea de los punáes fue una muy distinta. Es fama que lo
detuvieron mientras oficiaba una misa y que tuvo una muerte atroz: lo
desollaron en tiritas y se lo comieron.
En Puná encontró la
muerte el primer Obispo sudamericano, como festín de los isleños.