En rigor, los hechos
derivados del cambio de la administración en Quito sucedido el 10 de agosto de
1809 fueron mucho más una guerra civil en una Audiencia española de América que
una lucha por la independencia de España en el seno de dicha Audiencia.
De hecho, esto último sí
que nunca lo fue: los hechos del 10 de agosto no buscaron independizar a la
provincia de Quito del Reino de España (si algo, los hacedores del 10 de agosto
quisieron que Quito sea el suelo donde no resuenen “más que los tiernos y
sagrados nombres de Dios, el rey y la patria”, siendo el rey, “su señor natural
don Fernando VII” –eran sus fans)
ni se hicieron tampoco por la Audiencia de Quito como tal. El 10 de agosto se
hizo para que se reconozca la autoridad de una de las provincias constitutivas
de la Audiencia de Quito, la provincia de Quito propiamente dicha, por sobre
las provincias vecinas de Popayán, Guayaquil y Cuenca, que también formaban parte
de esta Audiencia.
Y en el reconocimiento de
su autoridad les fue como la verga.
De ahí que haya sido una
guerra civil.
Desde 1812 hasta 1822,
Quito es española casi sin vacilación. Luciano Andrade Marín, bibliotecario de
la Biblioteca Municipal de Quito, describió este período en el que los quiteños,
tras sus esfuerzos del 10 de agosto clausurados con la Batalla de Ibarra
de 1 de diciembre de 1812, “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más
riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino
esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”*. Lapidario, el Luciano.
La batalla en las faldas
del volcán Pichincha del 24 de mayo de 1822 es la entrada de las tropas
libertadoras (de Colombia y del Perú, representadas en la firma del Acta de la
Batalla del Pichincha por un neogranadino, el coronel Antonio Morales y
Galavís, y por un altoperuano, Andrés de Santa Cruz y Calahumana,
respectivamente) a la ciudad de Quito, ciudad considerada un bastión realista. Es
una liberación de Quito sin muchos quiteños en ella y ninguno en un puesto de
mando relevante. Es decir, a Quito la
dieron liberando.
Y no fue este 24 de mayo para
independizar a Quito tampoco: fue para anexionarlo a la que resultó una efímera
República de Colombia. La Audiencia de Quito siempre tuvo un lugar reservado (aunque
secundario y periférico) en el diseño institucional de la familia bolivariana,
desde la aprobación de la Constitución de Cúcuta de 1821 (a la que, por cierto,
no asistió ningún representante quiteño). El día después de la Batalla del
Pichincha, el 25 de mayo, cuando se arrió la bandera española en Quito, la
bandera que la reemplazó fue un tricolor colombiano.
El sueño bolivariano se
hizo añicos finalmente en 1830, año en cuyo diciembre Bolívar se petateó en las cercanías de la caribeña
Santa Marta, en cuyas playas jugarían años después Vives con el Pibe. Ese año 1830
el militar venezolano Juan José Flores autorizó, como Jefe del Distrito del Sur,
el desmembramiento de esa porción de Colombia para crear un nuevo Estado
independiente llamado “Estado del Ecuador en la República de Colombia”, el que
todavía (de manera nominal) declaraba su pertenencia a la república colombiana
aunque tenía un pleno auto-gobierno (era una nación tímida, este naciente
Ecuador, casi diríase acomplejada por
su pobreza y atraso). Recién en 1835, tras la segunda Convención Constitucional
celebrada en Ambato, los ecuatorianos pasamos a ser una “República del Ecuador”,
a secas. En esta movida de secesión de Colombia, el antiguo territorio de la
Audiencia de Quito perdió sus dominios al norte del Río Carchi, tras la derrota
en la Guerra contra Colombia de 1832 y la firma del Tratado de Pasto. Un inicio
de país muy como la guaisa.
Este Estado del Ecuador
que fundó el militar venezolano Flores en 1830 se compuso de las mismas tres
provincias (Quito, Guayaquil y Cuenca) que se enfrentaron en la guerra civil de
1809. Pero en este nuevo contexto histórico, la provincia de Quito ya no buscó
imponerse, ni tomar la batuta del nuevo orden administrativo. No tenía las
fuerzas para ello.
El nombre y el diseño
institucional del naciente país así lo demostraron: Quito resignó la primacía
de su nombre y “Ecuador” fue un nombre escogido por otros para no ponerle Quito
a un Estado con una identidad común débil (tanto en aquel entonces, como ahora).
Los tres Departamentos de Quito, Guayaquil y Cuenca que decidieron unirse y
confederarse para formar este nuevo Estado tuvieron desde su fundación, en 1830,
cada una de estas entidades (primero como Departamentos, después como provincias)
la misma cantidad de representantes en el foro político en común (Congreso
Nacional) sin relación con el número de habitantes de cada territorio. Esta
anomalía de diseño que tanto perjudicó a la provincia de Quito se mantuvo hasta
la Constitución de 1861, en tiempos de la primera presidencia del guayaquileño
Gabriel García Moreno. Caso raro, los primeros años del Ecuador no fueron
impulsados por su capital administrativa, muy débil para otra cosa que dejarse
hacer**.
En lo que va a esta
historia, este rol pasivo que tuvo Quito en la lucha por la independencia del
dominio de un reino europeo era indigno para la capital de un nuevo país
americano, así que nuestros historiadores, muy patriotas ellos, le han
inventado un rol mucho más digno romantizando
el 10 de agosto de 1809, diciendo que su devoción por el rey Fernando VII era
una “máscara”. Es decir que estos “patriotas” de Quito buscaron la
independencia, pero lo hicieron de una forma taimada. Así, a lo que ya en los hechos resulta muy indigno de
heroísmo, estos historiadores le han añadido una dosis tremenda de hipocresía. Sin
duda, es una revuelta aserranada.
Y es que eso es lo que fue
el 10 de agosto de 1809: la revuelta de una provincia serrana que era parte del
territorio de la Audiencia de Quito (la provincia de “Quito”, propiamente
dicha) para persuadir a sus provincias vecinas de todos los puntos cardinales a
someterse a un nuevo orden administrativo dentro de la Monarquía Española con
Quito en la cúspide de este nuevo diseño… y el miserable y rotundo fracaso que
Quito cosechó cuando trató de convencer a estas provincias vecinas con
semejante propuesta, mismo que se lo ha disfrazado de heroísmo por
historiadores que tuvieron que inventar
una nación, aunque sea asentados en mitos y fábulas, en mentiras piadosas.
Así, a día de hoy, como
fecha nacional, el 10 de agosto de 1809 es la celebración por el país del
fracaso de la lucha política de una de nuestras provincias constitutivas (Quito),
que fue aplastada de manera rotunda y sin contemplaciones por las otras dos
provincias constitutivas de nuestro territorio (Guayaquil y Cuenca).
Cada 10 de agosto es, en
resumidas cuentas, la recordación de un fracaso y la celebración de una
mentira.
*
Andrade Marín, Luciano, ‘El Ilustre
Ayuntamiento quiteño de 1820 y la gloriosa revolución de Guayaquil’, en:
Muñoz de Leoro, Mercedes (comp.), ‘Memorias
históricas de la biblioteca municipal González Suárez’, Editorial
Abya-Yala, Quito, 2003, p. 75.
**
Una evidencia de la preeminencia de Guayaquil en los primeros años de la
República es el número de Presidentes de origen guayaquileño en este período de
representación paritaria en el Congreso Nacional (1830-1861), que “era una
clara ventaja para Guayaquil y el Austro, menos poblados que Quito” (Ayala
Mora, Enrique, ‘Evolución constitucional
del Ecuador’, p. 28). El número de Presidentes constitucionales originarios
de Guayaquil fue de cinco (Vicente Rocafuerte, Vicente Ramón Roca, Diego Noboa,
Francisco Robles, Gabriel García Moreno) y, además, se debe sumar a José María Urbina,
que aunque nacido en Píllaro, hizo toda su vida política en Guayaquil, ciudad donde
murió. En ese mismo período, hubo un único Presidente nacido en Quito, Manuel
de Ascázubi, en un gobierno encargado que cumplió un rol de transición entre
dos Presidentes guayaquileños (Roca y Noboa), que es el mismo rol que está desempeñando
el inepto de Moreno por estos días.