Pero la ley aprobada es, sin duda, mucho peor. Su redacción es confusa e imprecisa: no define qué es “información protegida”, el eje mismo de su propósito; tampoco limita la responsabilidad de las personas que participan en los hechos; peor aún, no se contenta con sancionar “los pinchazos a las comunicaciones telefónicas” pues también se aplica a “otros sistemas o formas de comunicación”; de manera inaudita y casi diríase cómica, permite la publicación de la información cuando exista “orden judicial de las partes” (¡?). En una ley penal, todas esas imprecisiones de redacción son inexcusables: contrarían los elementales principios de la certeza de la ley y de la lógica. Sus consecuencias serían el otorgamiento a los jueces de una discrecionalidad que, quién lo duda, será útil a oscuros intereses políticos.
Por su parte, la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódicos (AEDEP) se opone a esta amenaza a sus derechos constitucionales: en un reciente comunicado de prensa, enfatizó con razón que la ley de marras viola los artículos 23 num. 9 y 10 y 81 de la Constitución y recordó también que la Ley de Transparencia y Acceso a la Información, orgánica y especial, “norma el libre acceso a la información en manos del sector público y consagra los únicos casos de excepción a tal derecho constitucional”. A buen entendedor, pocas palabras.
La ley aprobada, sin embargo, no se limita solo a esas claras violaciones de la legislación nacional; desconoce también, con olímpico desdén, las obligaciones internacionales del Estado ecuatoriano en materia de libertad de expresión. En breve, la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión que adoptó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos expresa sin equívoco que “las leyes de privacidad no deben inhibir ni restringir la investigación y difusión de información de interés público. La protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público. Además, en estos casos, debe probarse que en la difusión de las noticias el comunicador tuvo intención de infligir daño o pleno conocimiento de que se estaba difundiendo noticias falsas o se condujo con manifiesta negligencia en la búsqueda de la verdad o falsedad de las mismas”. Este criterio tiene sustento en vasta jurisprudencia de la propia Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (véanse, por ejemplo, los casos Herrera Ulloa c. Costa Rica y Ricardo Canese c. Paraguay). Solo resta, entonces, que el Presidente vete totalmente esta ley. Porque en definitiva la libertad de expresión, como acuñó George Orwell, “si significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.