El interés de las
autoridades políticas (nacionales y locales) por el pasado indígena de Guayaquil
se reduce casi de manera exclusiva a su uso como recurso para la oratoria
pomposa. Por esta razón, lo que se
conoce de los pueblos aborígenes que poblaron los territorios en los que se
asentó la ciudad de Santiago (durante sus varios traslados por la cuenca del
Guayas) ha tenido más de invención fabulosa que de rigor histórico.
Tres son los pueblos
aborígenes que tuvieron parte en la fundación de Guayaquil: los huancavilcas, los
chonos y los punáes. Para el guayaquileño
en general, sin embargo, esta participación resulta desconocida o, peor aún, infantilizada
por fábulas como la de ‘Guayas y Quil’ (a la que el municipio hoy le construye
un nuevo monumento) (1). Ello, a pesar de existir
evidencia sobre esta participación en crónicas y documentos del período de
conquista, así como en modernos estudios históricos sobre la fundación de la
ciudad. De hecho, en la evidencia del
período de conquista se demuestra que los huancavilcas eran “indios de paz” (así
fueron descritos por el capitán Diego de Urbina, uno de los primeros alcaldes
de la ciudad, en su carta al Rey de España fechada en mayo de 1543) mientras
que los chonos eran considerados belicosos y guerreros. Pero para la fábula oficial y útil a la retórica
política, los huancavilcas son el pueblo aguerrido y los chonos, un pueblo
olvidado.
Los modernos estudios
históricos sobre la fundación de Guayaquil han permitido aclarar la confusión
sobre su “proceso fundacional” empezado en 1534 y culminado en 1547, el año de
su asentamiento definitivo. Es
importante que estos estudios se reconozcan y valoren, pues es el rigor
histórico el que debe prevalecer por sobre las fábulas convenientes a los
políticos, por mucho que a éstos les pese. A partir de esta idea, el presente artículo busca
satisfacer dos propósitos: el primero, destacar la curiosa paradoja de que a
pesar del desconocimiento generalizado de su pasado indígena, haya sido un
nombre indígena el que terminó por identificar a la ciudad; el segundo,
resaltar la obra de Miguel Aspiazu Carbo (1905-1991) cuyo libro Las fundaciones de Guayaquil, publicado
en 1955, fue el punto de partida para pensar la fundación de Guayaquil con
seriedad documental. Los trabajos
posteriores de Dora León Borja de Szászdi y Adam Szászdi y de Julio Estrada
Ycaza completaron y profundizaron el camino que Aspiazu señaló.
Para los propósitos de
este artículo es necesario comprender cómo construyó Miguel Aspiazu Carbo su
argumentación. En el prólogo escrito para
el ‘Acta de Fundación de la Ciudad de
Santiago de Guayaquil (Santiago de la Provincia de Quito) 15 de agosto de 1534’,
publicada en los Cuadernos de Historia y
Arqueología de la Casa de la Cultura en julio de 1970, este autor explicó
de una manera sucinta las razones por las que él entendió que existía identidad
entre la ciudad de Santiago de Quito fundada en 1534 y la ciudad de Santiago de
Guayaquil que en 1547 se asentó de manera definitiva en el Cerrito Verde (hoy
Cerro Santa Ana).
En resumen, el
razonamiento de Aspiazu se originó en documentos que constan en el tomo I del
Libro Primero de Cabildos (conocido como “Libro Verde”) que publicó el Archivo
Municipal de la ciudad capital con ocasión de los cuatrocientos años de su
fundación. Aspiazu hizo una atenta lectura
del acta de fundación de la ciudad de Santiago de Quito (hecha por el capitán Diego
de Almagro el 15 de agosto de 1534 en Cicalpa, cerca de la actual Riobamba) así
como de la provisión de Francisco Pizarro del 22 de enero de 1535 en la que esta
autoridad confirmó los cargos de aquellos a los que Almagro había designado
como alcaldes y regidores tanto de la ciudad de Santiago de Quito como de la villa
de San Francisco de Quito (fundada el 28 de agosto de 1534 por el mismo
Almagro, en el mismo asiento de la ciudad de Santiago). De esta lectura, Aspiazu concluyó que “no por
haberse fundado el Cabildo de la villa de San Francisco de Quito había dejado
de existir el de la ciudad de Santiago de Quito”, pues es obvio que si esto
fuera así, no tendría sentido el que Pizarro confirmase alcaldes y regidores
para ambos lugares, la ciudad de Santiago de Quito y la villa de San Francisco
de Quito. En ambos casos, el término “Quito”
se refiere a la región, no a la ciudad que hoy es la capital del Ecuador.
A partir de esta idea,
Aspiazu intuyó que el Santiago de Guayaquil que creció en la ribera del Guayas
era la continuación del Santiago de Quito que se fundó en las montañas serranas. Para confirmar esta intuición, Aspiazu
necesitaba, primero, la evidencia de la facultad para trasladar la ciudad de un
sitio a otro y, segundo, la evidencia del uso de Santiago de Quito para
identificar a la ciudad que se ubicó en la ribera del Guayas. Aspiazu consiguió lo primero en el libro Cedulario del Perú publicado por el
historiador peruano Raúl Porras Barrenechea en 1944, “en cuya página 163 del
primer tomo consta la Cédula Real hecha en Toledo el 4 de mayo de 1534, por la
que, a solicitud de Pizarro, expresamente se lo autoriza para que cada y cuando le pareciera que un pueblo
fundado o que fundare se deba mudar de sitio lo pudiese mudar al sitio que le
pareciese, con su nombre” (el libro se lo envió el propio Porras desde el
Perú).
Lo segundo, Aspiazu lo consiguió
en el documento 451 de la colección Harkness (una colección de documentos relativos
a la conquista del Perú que el millonario y filántropo estadounidense Edward
Stephen Harkness donó a la Librería del Congreso de su país) en el que se
publicó la copia de una provisión del Rey de España fechada en septiembre de
1540, en la que constaba el nombre de Santiago de Quito para identificar a la
ciudad asentada en la ribera del Guayas. El original reposaba en los archivos del
Cabildo de la ciudad (años después perdidos por los incendios) y hasta allá
viajó el escribano Sebastián Sánchez de Merlo para hacer la copia fiel de la
provisión y asentó claramente en ella la fecha (29 de setiembre de 1541) y el
lugar donde la realizó: la ciudad de Santiago de Quito, pues “era la ciudad de
Santiago en la provincia de Quito, no en la de Chile o de Cuba o de Guatemala o
de Compostela”, como bien precisa Aspiazu.
Es así que la ciudad que fue
fundada con el nombre de Santiago en la provincia de Quito tuvo diversos
nombres en sus primeros años, según el sitio de su asiento. Aspiazu recordó los nombres de Santiago en
Estero de Dimas, Santiago del río de Amay, Santiago de la Culata, hasta llegar a
Santiago de Guayaquil. Este autor
atribuye el desuso del nombre Santiago a una razón práctica e imprevisible al
momento de su fundación en 1534: “seguramente para evitar confusiones al haber
surgido ya, más al sur del Pacífico, Santiago de Chile”. Al día de hoy y desde hace siglos, nadie en
Guayaquil se refiere a sí mismo como “santiaguino”, como sí lo hacen quienes
habitan Santiago de Chile o de Cuba o del Estero.
Así, es obra del azar y curiosa paradoja el que una
ciudad con tan escasa memoria de su pasado indígena haya perdido su nombre hispánico
y haya terminado por ser conocida universalmente por un nombre indígena: el
nombre de aquel que era cacique de estos territorios (Guayaquile) antes de que
lleguen los españoles a ocuparlos por la fuerza. Y es de justicia rendirle homenaje a Miguel
Aspiazu Carbo, quien en una ciudad devota a las fábulas para explicarse su
origen, se dedicó a obtener con esfuerzo, ingenio y rigor una explicación histórica
razonable para dilucidar aquello que durante siglos se desconoció: la fundación
de Santiago, la ciudad que se asentó en los territorios del cacique chono
Guayaquile, de quien finalmente tomó su nombre.
(1) Sobre este monumento "a una fábula, con una ejecución tardía y pobre", v. El monumento a Guayas y Quil, Xavier Flores Aguirre, 11 de diciembre de 2015.