Jornada "Fernando Yávar" sobre Corte IDH

29 de noviembre de 2008

El amigo Fernando Yávar me invitó a participar de una jornada de análisis de fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) con estudiantes de la materia Derecho Procesal Penal I que él imparte en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil (UCSG) el día martes 25 de los corrientes, en el aula Jey Jey Olmedo. La jornada involucró el análisis de cinco sentencias de la Corte IDH en contra del Estado ecuatoriano que las expusieron los estudiantes de la cátedra de Fernando (quien, dicho sea al pasar, además de excelente persona, es excelente académico y profesional): así, el caso Tibi lo analizó Juan Pablo Cucalón; el caso Suárez Rosero, Kléver Sigüencia; el caso Acosta Calderón, Patricio Huayamabe; el caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez, Gianella Gallegos; el caso Albán Cornejo, Denisse Maldonado. Todos, y no exagero un ápice, lo hicieron bien, muy bien.

Cuando yo estudié en la UCSG casi nunca escuché una mención del derecho internacional, y menos que menos, del sistema interamericano de protección de los derechos humanos: cuando los profesores se referían a la Convención Americana sobre Derechos Humanos usualmente equivocaban el nombre (“Convención Interamericana”, decían los pobres), se confundían con jarta fe y alegría entre Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Corte IDH e ignoraban de manera penosa la jurisprudencia de la Corte IDH, de suma importancia para comprender la interacción entre derecho internacional y derecho interno y para enriquecer la interpretación de las normas jurídicas internas, más todavía con una constitución como la del ’98, ya ni se diga la actual. Mucho puede decirse también de la educación formalista que padecíamos (entiendo que, en buena medida, se padece todavía) quienes estudiábamos derecho porque cada profesor usualmente iniciaba la primera clase explicándonos los límites de su materia, marcando los mojones (hay un albur aquí, eh) del compartimiento-estanco a partir del cual nos describiría con mayor pena que gloria y escasa gracia su materia, una postura que ignora la interrelación de las normas jurídicas entre sí y, más todavía, la interdisciplinariedad del derecho con lo económico, lo social, lo cultural… Esta realidad académica yo no conozco mejores palabras para describirla que con las palabras del rosarino Alberto Olmedo, ese grande (que yo lo prefiero por lejos, que al Olmedo Jey Jey): “es que éramos tan pobres”. No dudo que en términos académicos lo sigamos siendo, pero ojalá que cada vez lo seamos menos gracias a personas como Fernando Yávar, que introducen estos y otros temas en su cátedra.

Participé en esta jornada en conjunto con mi socio en el Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador, Pablito Cevallos, quien la sacó del estadio con una exposición sobre las consecuencias de la sentencia del Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador: las reformas en materia de la autoridad que conoce de la garantía de hábeas corpus, que la Corte IDH determinó que era contrario a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) que la conozca el alcalde y que debería conocerla una autoridad judicial (la Asamblea Nacional Constituyente se hizo cargo de este reclamo desde el derecho internacional), las reformas a la administración de los bienes que incauta el CONSEP cuyos gastos de administración ya no corren a cargo del procesado que fue absuelto de los cargos que se le imputaron (el Estado reformó reglamentos del CONSEP en este sentido), las reformas a la eliminación de los antecedentes penales, para que el Estado lo realice por cuenta propia y no someta a engorrosos trámites (work in progress).

A mí, me cupo, en cambio bailar con la más fea y a manera de cierre: con una exposición sobre el procedimiento ante el sistema interamericano de protección de los derechos humanos (Comisión IDH y Corte IDH). Lo quería explicar a partir del Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez, que me lo conozco muy bien, pero esa exposición del procedimiento ya la había realizado Gianella Gallegos con particular solvencia, antes que yo y no quería llover sobre mojado. Le entramos de todas maneras y empecé por loar el trabajo de Fernando en contribuir con este tipo de jornadas a la formación académica, que ojalá se multipliquen y ya hay unas ideas por allí que vienen bien, y continué con una charla sobre el procedimiento interamericano que no prescindió de la anécdotas de trabajo ni de los incentivos para los estudiantes (recordarles que cualquiera puede presentar casos en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos y que Pablo y yo habíamos empezado como estudiantes a trabajar en los primeros casos, entre ellos, Chaparro y Lapo), de las limitaciones del derechos internacional (el que la carencia de un poder de policía haga que la ejecución de las sentencias en contra del Estado dependan de la buena voluntad de éste o de la “movilización de la vergüenza” que realicemos órganos internacionales y sociedad civil), de las críticas al Estado (en particular a la Procuraduría General del Estado, que se encarga del litigio de los casos de derechos humanos, lo que hace mal y con un espíritu contractualista sumamente berreta), de las expectativas sobre el Estado (a raíz de que la ejecución de las sentencias en contra del mismo la hace a partir de setiembre el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos), de la importancia de las sentencias de la Corte IDH para interpretar el derecho interno, etc. Mi participación fluyó tranquila y risueña y fue un placer desarrollarla. Un breve diálogo, al final, sobre fetichismo legal (a partir de una pregunta de Luis Sánchez, un habitué de este espacio virtual y siempre con buenas ideas y muy, muy bienvenido) y sobre el poder simbólico y fáctico que ejerce el derecho sobre la realidad; comentarios interesantes y oportunos. Cerramos al borde de las 21h00, casi tres horas después de empezados, una jornada que ojalá se repita y que para decirlo con el dicho popular, si así llueve, que no escampe.













P.S.- Pablito, moi, Fernando. Como puede apreciarse, F. es un grande.

Say no more

27 de noviembre de 2008

Declaro que comparto una máxima de Norberto Bobbio que consta en El Futuro de la Democracia: “Nada es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia”. Declaro asimismo que favorezco en esta bitácora el debate más robusto, público e inclusivo de argumentos… cuya condición previa para que suceda es que los participantes en el mismo defiendan, claro está, argumentos.

Digo lo antecedente, porque ayer rechacé el comentario de un anónimo. Su comentario era tributario de una boyante dosis de cretinismo: consistía en comparar a Stalin con Correa y derivar de esta comparación una incoherencia de mi parte (a la que, por cierto, ya me referí en otros comentarios). Esta bitácora admite expresiones ofensivas e hirientes, pero siempre que el emisor de esas expresiones las argumente.

Hasta este rechazo de ayer, publiqué toda opinión que se emitió en esta bitácora. Sin embargo, porque no defienden argumentos para el debate robusto, público e inclusivo que esta bitácora propone, la estupidez, la vulgaridad y la aleve actitud de quienes se pretenden inquisidores (en todos los casos) al amparo de su anonimato (¿es que es tan difícil decir lo mismo con la decencia de decir esta boca es mía? No insistiré sobre el estatus de anónimo, sobre el cual ya opiné en otro post) no tendrán cabida en esta bitácora. La world wide web es ancha y es de cualquiera, así que si tanto entusiasmo se tiene para emitir opiniones en términos estúpidos, vulgares o aleves, puede todo aquel que lo desee abrir su propia bitácora para hacerlo.

Resumiendo, lo parafraseo a Charly: nunca faltan algunos que sobran. Y para quienes sobran, los advierto de un lema del propio García: Say no more. Al menos en esta bitácora.

Fundación Malecón 2000 discrimina

26 de noviembre de 2008

Cuando me lo comentaron, casi juzgué inverosímil este hecho (sino fuera por la prevención que formuló Einstein de que sólo existen dos cosas infinitas en el mundo: el infinito y la estupidez humana). Pero después de leer el documento que le concede verosimilitud, constaté cuanta razón lleva Einstein. Júzguenlo ustedes cuando lo lean. Aquí mis observaciones:

1) La denegación de la autorización es absurda. La funcionaria B. de Valero niega la solicitud de la comunidad GLBTT de realizar una I Exposición y Concurso de Pintura de la Comunidad GLBTT en las instalaciones del Malecón Simón Bolívar porque la Fundación Malecón 2000 ha recibido 61 denuncias de padres y madres de familia (hay que reconocerle a la funcionaria que es una abanderada del lenguaje de género) “de que miembros de su comunidad han sido sorprendidos in-fraganti practicando sexo oral en los baños públicos del Malecón”. La funcionaria nunca se toma la molestia de explicar, suponiendo que las denuncias existan y sean ciertas, cómo esas denuncias que se refieren a la práctica de actos sexuales se relacionan con la solicitud de la comunidad GLBTT a realizar una exposición y concurso de pintura. En realidad, la funcionaria no podría explicarlo porque no existe relación alguna: se trata de una torpe y vulgar excusa, la atroz cara visible de sus prejuicios, y en la medida en lo que lo firma como Asesora Legal, de los prejuicios de la institución (Fundación Malecón 2000) a la que ella representa. (De hecho, si asumimos con coherencia la excusa de B. de Valero, la existencia de actos inmorales en los baños públicos del malecón que realicen parejas heterosexuales –que seguro los hay, no me dirán ahora que sólo las parejas gay se aplican petes- impediría la realización de toda actividad cultural que organicen los heterosexuales: al carajo, entonces, con el FAAL, el show de títeres y, en definitiva, toda actividad cultural en general. Esta consecuencia revela el tamaño del absurdo de la torpe y vulgar excusa de B. de Valero).

2) La comunicación es cínica. Sólo así puede entenderse que afirme que respeta el “derecho a la no discriminación” y el derecho a tener una “preferencia sexual” (en realidad, “orientación”) para, acto seguido, negar la solicitud sobre una base absurda y discriminatoria. Si B. de Valero se tomara en serio los derechos que afirma respetar, la solicitud se admitiría sin problema alguno.

Este documento revela el tamaño de los prejuicios de la persona que lo suscribe y de la entidad a la que representa. Muy mal, la asesora legal B. de Valero, muy mal, Fundación Malecón 2000.
P.S.- Para ampliar la carta y juzgarla, hacer click en ella.

Edwards es cool, man

25 de noviembre de 2008

Le debemos el Curro y yo el enorme detalle de haberlo conocido a Jorge Edwards a la amistad que tenemos con Pedro Vargas, Director de Relaciones Internacionales de la ESPOL. Pedro era lector de mis columnas en El Universo a partir de las cuales se convenció (en razón de mi insistencia en citarlo, en particular como ariete para criticar la criminalización de la protesta social lo que a Pedro le puso en evidencia la solvencia del pensamiento de RG) de invitarlo a Roberto Gargarella como orador para el 49avo aniversario de la ESPOL. En aquel entonces, compartimos con RG un almuerzo en restorán italiano regado de tintos de igual procedencia; una charla sobre el derecho a la protesta en horas de la tarde (todo un momento, todo un detalle para quien esto escribe) y una caminata por Las Peñas con visitas a casas aliadas en la noche.













Este año era el 50avo aniversario de la ESPOL y, doy fe, Pedro Vargas buscó a un invitado a la altura del acontecimiento. Lo encontró en Jorge Edwards, escritor, periodista y diplomático, junta de García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, ganador del premio Cervantes en 1999 (el mismo premio que obtuvo Borges en 1979 –compartido con Gerardo Diego- y Bioy Casares en 1990) entre otros atributos que jalonan una vida mucho interesante. Cuando el Curro y yo, pelín tarde, arribamos al lugar de reunión Jorge Edwards era la viva imagen de un apacible veterano en posesión de una copa de vino blanco. Compartimos la mesa y el vino (ídem) y conversamos distendidos, sin la presión de ser cholulos y con el respeto que se le tiene a quien merece escuchárselo con atención porque cada palabra puede constituir razón de regalo y solaz. Se habló de política, de Chile, de mis admirados Santiago Arcos y Francisco Bilbao, del posible triunfo de Obama, porque estas copas se consumieron el 28 de octubre y Obama era entonces una duda (todavía es cienes de dudas pero por otras razones) y Edwards venía de Chicago (adonde volvería después de unos días en este trópico y en Galápagos) donde ofrecía entonces unas lecturas sobre el boom; contó un proyecto de escribir un libro similar al que escribió su compatriota José Donoso (Historia personal del boom, un libro que se deja leer muy bien y que, ando yo en mala racha, tampoco encuentro en mi biblioteca, ummmm) y contó varias anécdotas, como aquella de que fue el único latinoamericano en Princeton que escuchó el discurso de Fidel Castro en abril de 1959 o la de aquella comida con Neruda e Ilya Ehrenburg, en la que Ehrenburg refirió que publicado que fue uno de sus libros el mundillo literario ruso lo llamaba al teléfono de casa para felicitarlo; corrió el rumor que Stalin leía el libro que publicó y el teléfono dejó de sonar. De repente, una llamada: Ilya, le gritó su mujer trémulo y sincero temor en la voz, toma el teléfono, es Stalin. Ehrenburg contestó y Stalin felicitó al camarada. El teléfono de la casa de Ehrenburg volvió a sonar con todas las felicitaciones del mundillo literario ruso. Esta anécdota, apostilló Edwards, ilustra la naturaleza del totalitarismo.

Al día siguiente almorzamos juntos Pedro Vargas, Edwards, el Curro y yo; le extendimos una invitación al amigo Rafael el Gordo Balda para que nos acompañe y al efecto el Gordo tenía que apersonarse un poco en plan cholulo, hacerse el simpático (cosa ésta que al Gordo Balda le fluye natural porque es un gordo bueno, alegre y divertido, gordito simpaticón, como dice Juan y Juan en esa célebre canción) e instalarse para compartir la mesa, el pan y el vino, lo que hizo tal cual. Abundamos en temas políticos, se habló un poco de literatura (me autografió una versión que él estimó “considerablemente vieja” de Persona non grata, que fue un regalo del viejo del Curro), de historia de Chile, de la historia entre pirata y momia de la familia Edwards, de gastronomía chilena y ecuatoriana. Todo en plan distendido, cool, sin ninguna pose de parte del único de nosotros que acaso hubiera podido exhibirla en razón de su literaria y andariega vida.

El fin de semana (a su vuelta de Galápagos) era momento propicio para juntarse con Edwards a comer unos mariscos (que lo tenían fascinado, vale decirlo). Pero ese día era primero de noviembre, el cumple de J.C. y me había comprometido al festivo auspicio de celebrar su cumple en mi depa de playa. No hubo ocasión ya de verlo a la vuelta. Habrá, eso sí, ocasión de recordarlo en razón de su inteligente y variada conversación y de su apacible y cool actitud, como una persona entrañable además de cómo ese enorme escritor que es (sobre su literatura, a la mejor le entramos en otro post)

Ce n'est pas un fumeur de pipe

24 de noviembre de 2008


¡Re-para-ciones! ¡Re-para-ciones!

22 de noviembre de 2008

Mi pana Carlitos Ave Zambrano, funcionario eterno y pilar fundamental de la Defensoría do Populo sección Guayitas el Mapa, me extendió una cordial invitación para participar con el tema de Reparaciones en un foro de análisis sobre el delito de tortura, invitación que acepté complacido. En mi intervención me interesó destacar el tema de las reparaciones desde el estudio de un caso concreto, referido al delito de torturas y que involucra al Estado ecuatoriano, en su no inusual trance malevo: el caso del francés Daniel David Tibi vs. Ecuador que sentenció el 7 de setiembre de 2004 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) quien, entre otras atrocidades, determinó que “durante su detención en marzo y abril de 1996 en la Penitenciaría del Litoral, el señor Daniel Tibi fue objeto de actos de violencia física y amenazado, por parte de los guardias de la cárcel, con el fin de obtener su autoinculpación; por ejemplo, le infligieron golpes de puño en el cuerpo y en el rostro; le quemaron las piernas con cigarrillos. Posteriormente se repitieron los golpes y las quemaduras. Además, resultó con varias costillas fracturadas, le fueron quebrados los dientes y le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. En otra ocasión lo golpearon con un objeto contundente y sumergieron su cabeza en un tanque de agua. El señor Tibi recibió al menos siete ‘sesiones’ de este tipo”, las que le produjeron como consecuencia “pérdida de la capacidad auditiva de un oído, problemas de visión en el ojo izquierdo, fractura del tabique nasal, lesión en el pómulo izquierdo, cicatrices de quemaduras en el cuerpo, costillas rotas, dientes rotos y deteriorados, problemas sanguíneos, hernias discales e inguinales, remoción de maxilar, contrajo o se agravó la hepatitis C, y cáncer, llamado linfoma digestivo” (Hechos probados, párrafos 90.50 y 90.52).

Antes de entrar a analizar la parte dispositiva de esta sentencia me preocupé de introducir al auditorio, de manera breve e insuficiente, en el tema de reparaciones: dicha en corto, tal brevedad e insuficiencia se resumió en que la parte dispositiva de una sentencia de la Corte IDH obliga al Estado al que se declara responsable de los hechos a cumplir con una serie de reparaciones en beneficio de las víctimas, obligación ésta de la que el Estado no puede excusarse de ninguna manera (and I mean, de ninguna fuckin’ manera). Adicioné que el cumplimiento de estas obligaciones, en razón de que las cortes internacionales carecen de poder de policía, el Estado suele hacerlo porque lo entiende un compromiso internacional que debe honrar o (muy común en el caso latinoamericano) porque la presión internacional (la “mobilization of shame”) lo conmina a ello. Enfaticé también que el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos (que lo componen dos órganos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte IDH), en particular, en razón de la producción jurisprudencial de la Corte IDH, ha desarrollado una vasta e interesante experiencia en materia de reparaciones y que este hecho se debía a la vasta y brutal experiencia en materia de violaciones a los derechos humanos (este subcontinente, Latinoamérica, por poner un caso, le regaló a los idiomas extranjeros la ignominia de la palabra “desaparecidos”) y que, hoy en día, vía contraria a lo que solemos hacer los latinoamericanos (pensar la realidad en clave europea –¿o no es un síntoma de aquello el que el debate sobre la Pachamama o el Sumak kawsay se haya casi reducido a una amalgama de atávicos prejuicios? –mucho se puede decir a este respecto) la Corte Europea de Derechos Humanos piense sus sentencias de reparaciones con referencias a la jurisprudencia de su par americana (espoleados, los europeos, porque bajo la jurisdicción europea hoy se encuentran países que no comparten las “tradiciones constitucionales comunes” de los países de Europa Occidental: bajo esa jurisdicción están Rusia, Turquía o Kazajistán, que no se privan de darle a sus ciudadanos caña con saña asaz brutal).

Hecha que fue esta breve intro, le entré al análisis de la parte dispositiva de la sentencia del Caso Tibi. Destaqué que en esa sentencia se obligó al Estado ecuatoriano a identificar, juzgar y sancionar a todos los autores de las violaciones a los derechos humanos que se declararon en este caso (punto dispositivo 10), a publicar en el Registro Oficial y en un diario de amplia circulación en Francia (donde Tibi vivía para ese entonces) partes de la sentencia (p. d. 11), a hacer pública una declaración formal en que reconozca su responsabilidad internacional por estos hechos (p. d. 12), a establecer un programa de formación y capacitación para el personal judicial, del ministerio público, policial y penitenciario, sobre los principios y normas de los derechos humanos en el tratamiento de reclusos, que cuente con recursos suficientes y en el que participe la sociedad civil (p. d. 13), a pagarle a Daniel Tibi 148.715,00 euros por concepto de indemnización de daño material (p. d. 14), a pagarle a Daniel Tibi y sus familiares 207.123,00 euros por concepto de daño inmaterial (p. d. 15), a pagarle a Daniel Tibi 37.282,00 euros por concepto de costas y gastos de los procesos interno e internacional (p. d. 16), a que las obligaciones pecuniarias se cancelen en euros (p. d. 17), a que esos pagos no se afecten, reduzcan o condicionen por motivos fiscales actuales o futuros (p. d. 18), a que estas reparaciones se cumplan en el período de un año (p. d. 19) y que se sujetan a supervisión por parte de la Corte IDH (p. d. 20). Le recordé al auditorio que esas obligaciones corresponden a lo que la Corte IDH denomina restitutio in íntegrum (restitución integral) que comprende una serie de medidas (muchas de ellas, mencionadas en Tibi vs. Ecuador) que intentan reparar el daño cometido y evitar el daño futuro (esto es, funcionar como “garantía de no repetición”), a saber, indemnizaciones, medidas de derecho interno (reformas legales, implementación de políticas públicas), persecución penal a los responsables de los hechos, disculpas públicas, reparaciones simbólicas, etc.

Dicho toda esta teoría antecedente, entré a la parte sabrosa de mi intervención: a contrastar esta teoría que expone la Corte IDH con la realidad del cumplimiento de las sentencias en el plano local. En particular, el Estado ecuatoriano suele cumplir con las obligaciones pecuniarias (porque de difícil justificación es su incumplimiento: o pagas o no pagas) y las obligaciones de ejecución simple en la que el Estado no suele sufrir mayor desgaste (publicaciones y disculpas, por ejemplo). En aquellas obligaciones, en cambio, en las que el Estado tiene que ejecutar políticas continuadas o que implican un cambio sustancial del statu quo el Estado nos prueba la vergüenza institucional que suele ser: me refiero, en este punto y en el caso concreto de Tibi (aunque ejemplos análogos en otros casos en que se responsabilizó a Ecuador de violaciones a los derechos humanos, sobran) a las investigaciones para identificar, juzgar y sancionar a los autores de las violaciones a los derechos humanos (p. d. 10) y a la implementación de políticas públicas que constituyan una garantía de no repetición de estos atroces hechos (p. d. 13): el Estado amaga (torpemente, pero pretende amagar) y nunca cumple.

Se pueden buscar varias explicaciones para este notorio déficit; yo encuentro que la principal razón era que el diseño institucional era inadecuado. Me explico: en los procesos internacionales litiga en (vale decirlo, muy penosa) representación del Estado la Procuraduría General del Estado, y quien antes tenía la obligación de cumplir las sentencias que esta Procuraduría General perdía era… la propia Procuraduría. Con lo cual, no solo que el Estado le aseguraba a su contraparte en el proceso un litigio mediocre (los funcionarios de la PGE son bien simples de argumentos –la generosidad de estos términos que utilizo me conmueve) y partícipe de una no escasa y muy reprochable cuota de desidia y mala leche, sino que le aseguraba también a las víctimas que el cumplimiento de las reparaciones a las que el Estado se obliga por la sentencia de la Corte IDH sería tortuoso e irresponsable. Este diseño institucional se modificó con un Decreto Ejecutivo de setiembre de este año que instituyó al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos como entidad a cargo de la ejecución de las sentencias que emitan órganos internacionales, entre ellos, la Corte IDH. Los funcionarios de este Ministerio provienen de organismos de derechos humanos; son personas comprometidas y conocedoras de esta materia. Lo dije en el foro por experiencia propia (porque me encuentro en fase de ejecución de un caso que sentenció la Corte IDH, el Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador): sentarse a conversar con funcionarios del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos es muy diferente a conversar con funcionarios de Procuraduría: en principio, las ideas no son torpes ni tampoco se tiene la mala leche de entorpecer un proceso; más todavía, se siente que uno conversa un mismo idioma y que se quiere conducir el proceso de reparaciones a un mismo propósito: la reparación integral de las víctimas.

Concluí con estas ideas mi intervención, la que quiso describir (de manera breve e insuficiente, insisto) la naturaleza de las obligaciones en materia de reparaciones y valorar también el cumplimiento de las mismas en el derecho interno, con énfasis en las que fueron sus deficiencias de antaño (a cargo de Procuraduría) que esperemos que se conviertan en las mejoras de hogaño (a cargo del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos). No menos puede esperarse de un Estado que ha sabido anteponer a la justicia sus puercas razones (esas razones de Estado que, Sabina dixit, nos han fastidiado, y más todavía en el caso local, chingado, tetraculiado) que ahora sea ésta, la justicia, la que (con sobra de merecimientos) prevalezca.

P.S.- La última compañera de Tibi, Frederique, declaró ante la Corte IDH que sentía “temor de que el señor Daniel Tibi se autoinfiera heridas. Se ha enterado de que padece de cáncer de estómago y lo ve desesperanzado”. Su temor no fue de recibo y la desesperanza terminó por cobrar su víctima: Daniel Tibi se suicidó. Nunca, nunca habrá palabras suficientes para despreciar a quienes le hicieron tanto daño.

Quiero suponer que fue Río...

20 de noviembre de 2008

Ayer Gabriela Calderón publicó en diario El Universo “Acato pero no obedezco”, columna que escribió en Río de Janeiro. Yo quiero suponer que la muy fascinante ciudad de Río de Janeiro no le concedió a la Calderón el tiempo necesario para escribir una columna que valga la pena. Río es así: yo sé en carne propia cuán difícil resulta escribir una columna porque estuve en Río en octubre del año pasado y el envío de una columna fue un acto acrobático, que sólo porque las pasiones agudizan el ingenio (Séneca dixit), alcanzó a concretarse con Bijari. Sé también, dicho sea de paso, lo que es una favela porque estuve allí: después de un concierto de la enorme María Creuza en el bar Garota do Ipanema (sito en Ipanema, calle Vinicius de Moraes al 49 –todo un lujo para el alma) nos fuimos, en compañía de un pana brazuca a tomarnos unas birras, entrada la madrugada, en una cantina de la favela Rozinha. Aquella fue toda una experiencia, que constituye una de las formas vivenciales del realismo mágico.

Dicho lo antecedente, veamos. El artículo de Gabriela me hace mucho ruido porque su crítica de la situación de anomia social en las favelas brasileñas (lo que en el campo del derecho se llama “zona gris”) es descriptivamente correcta; el remedio que sugiere, sin embargo, es partícipe del absurdo. Suponer que el solo hecho de que el Estado intervenga mediante impuestos y permisos es razón suficiente para que se “acate pero no se obedezca” constituye un reduccionismo económico muy ingenuo. La economía, dijo Fernand Braudel, influencia a la política, la cultura y la sociedad; es cierta también, acotó Braudel, la influencia en sentido viceversa. Y en este caso, es precisamente lo viceversa lo que de veras importa, y lo que brilla por su ausencia. Ya ruido no me causa, pero sí mucha gracia, el que Gabriela cite a Suecia como modelo de sociedad que brinda seguridad a sus ciudadanos porque Suecia se encuentra en las antípodas del ideario liberal que suele defender en sus columnas. Yo nunca he visitado la patria de Ingmar Bergman (lo más cerca que he estado de allí fue liarme con la hija de un embajador acreditado en Suecia: sucedió en México, en tiempos de la Eurocopa 2004) pero una cuatacha, Cecilia Sandoval, que vivió allí y que escribió una indignada carta al diario El Comercio en razón de un artículo de ese señor con nombre de cantante berreta, Montaner, nos lo cuenta en detalle: “Este señor no sabe que en Suecia el sueldo básico mínimo de cualquier asalariado es 20 dólares la hora, y eso no es lo importante: toda la educación es subvencionada por el Estado: desde la guardería hasta la universidad, son gratuitas. Reciben colación y almuerzo en sus centros escolares hasta los 18 años. Todos los niños y jóvenes reciben subsidio del Estado para gastos personales hasta los 18 años. El servicio médico de toda la población corre por cuenta del Estado: operaciones, tratamientos, terapias, partos, cesáreas, enfermedades terminales, prótesis, lo que sea. Las madres se quedan un año con sus hijos recién nacidos, recibiendo paga completa. Las personas desempleadas reciben un subsidio temporal mientras consiguen trabajo. Todo está incluido dentro de los altísimos impuestos que los suecos pagan al Estado, el cual redistribuye esta riqueza y la revierte a su pueblo en salud, educación y una vida digna para todos. En Suecia inclusive se paga un impuesto a la riqueza”, y sigue, pero dejémoslo ahí. Dicho lo cual, es chistoso que en el párrafo que cierra su columna Gabriela refiera que la principal función del Estado debería ser la “protección de la vida y la propiedad de los ciudadanos”. ¿Y entonces, Suecia? Ummmm.

Quiero suponer que fue Río…

Matrimonio en campo abierto

19 de noviembre de 2008

Una idea común de la grey católica, evangélica y de otro personal de similar ralea es, dicho sea con palabras del cabecilla de la misma y de otras tantas ideas retrógradas, monseñor Arregui, que los homosexuales pueden llamar a su unión “de cualquier forma, menos matrimonio”. Esta idea suele hallar amparo en la idea tradicional que se tiene y se divulga sobre la institución matrimonial. Esta idea no solo que constituye, en esencia y de manera evidente, la falacia de apelación a la tradición (argumentum ad antiquitatem) sino que, para mayor inri, se erige sobre premisas falsas: el matrimonio no fue siempre, ni mucho menos, aquella sacra y ritual institución en los términos ramplones en que suele ensalzarlo esta grey.

De la larga y compleja historia de esta institución (en esencia) mercantil que llamamos matrimonio tenemos la erudita narración de Stephanie Coontz en Marriage, a history. From obedience to intimacy or how love conquered marriage (el libro se puede, o se podía conseguir, en Mr Books y en Librimundi, traducido al español). El libro resulta interesante, en particular, como herramienta útil para desasnar a tanto papanatas que pretende fundamentar una discriminación actual en una historia que no conoce, y su amplia generosidad en detalles, matices y enfoques ilustran, sin asomo de aburrimiento (sensación a la que los matrimonios son muy propensos) el objeto de su estudio. Así, Coontz nos cuenta (Pág. 145-147) la historia del ingenioso obispo parisién Pedro Lombardo, quien argumentó que si la consumación de la relación sexual era necesaria para que un matrimonio se considere válido, María y José no habrían estado legalmente casados; a partir de esta premisa, el buen Pedrito argumenta que un intercambio de promesas dichas en tiempo presente “hacía que un matrimonio fuera legal y sacramentalmente vinculante aun en el caso de que la pareja no mantuviera relaciones sexuales”. Coontz constata que las opiniones de Lombardo “llegaron a ser la enseñanza oficial de la Iglesia”, y afirma, tajante: “la doctrina de Lombardo se redujo a lo siguiente […] Si una joven decía, utilizando el tiempo presente: ‘Te acepto como esposo’ y el muchacho respondía ‘te acepto como esposa’, quedaban casados, con o sin testigos, amonestaciones, bendiciones o cualquier otra cosa, así dijeran las palabras en una capilla, una cocina, un campo abierto o un granero, hubieran tenido o no relaciones sexuales, o hubieran convivido o no bajo el mismo techo. […] El principio básico del matrimonio cristiano era que el consentimiento de las dos partes creaba un vínculo indestructible [por lo que] en la Europa medieval era más fácil casarse sin el permiso de los padres y los superiores en el orden social de lo que había sido antes o de lo que aún era en la mayoría de los reinos o imperios contemporáneos”.

Omito cualquier referencia (aunque mucho podría decirse al respecto como contribución a este debate) a la institución matrimonial como vínculo comercial, cual es su auténtica naturaleza (no poco podría decirse también de su función como opresora de la mujer). Me interesa destacar, para efectos de este post, que resulta difícil argumentar el respeto a la tradición de un acto cuya historia lo revela tan prosaico que podía ejecutárselo a campo abierto o en un granero y en el que el detalle importante era el consentimiento de los involucrados. Si yo fuera homosexual, no tendría (como no lo tengo en mi condición de heterosexual) ningún interés en la institución del matrimonio; pero entiendo muy bien que algunos homosexuales se sientan discriminados porque otras parejas si participan de una institución de la que ellos no pueden participar, más todavía, si los “argumentos” para esa discriminación se reducen a la etimología de la palabra matrimonio* y a una apelación a la tradición que, vista en su contexto histórico y (más todavía) analizada a la luz de las circunstancias actuales, carece de toda validez.

* Vuelta a monseñor Arregui, luz de luces en estos tópicos: “matrimonio viene de madre, matrimonio es dos seres que se unen para traer vida. Matrimonio es fecundidad y esto descalifica a la unión de homosexuales”. Si nos tomamos en serio esta necedad, tenemos buenas noticias para los ociosos: la palabra trabajo “deriva del latín vulgar trepaliare ‘torturar’ de tripalium ‘cierto instrumento de tortura’” (Gómez de Silva, Guido, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Pág. 686). La prohibición de la tortura tiene rango constitucional y aval del derecho internacional (en condición de jus cogens). Tonces, chau camello. ¿Ridículo, no?

P.S.- Como nunca falta alguien que sobra (Charly dixit) me permito aclarar que, con todos los antecedentes antes expresados, hago expresa referencia al derecho de los miembros de la comunidad GLBTT a exigirle al Estado que elimine en el matrimonio civil la prohibición para que los miembros de esa comunidad puedan ejecutar ese acto civil. No sugiero en ningún momento que se le deba imponer a ninguna iglesia la obligación de reconocer, en su seno, los matrimonios de parejas homosexuales: una imposición de esa índole sería ilegítima, tanto como lo es (por supuesto) que los miembros de las iglesias pretendan imponernos sus creencias a quienes no participamos de ellas.

Un tano en Bucay

18 de noviembre de 2008

En busca del italiano, esa era la consigna de mi viaje a Bucay este domingo en la mañana. Mi primo Miguel quería comprarse una galonera de puro para matizar sus noches; yo andaba de afán por conocer ese restorán que ya en muchas ocasiones me se había aparecido en conversaciones sobre la buena mesa (la primera, además, dicha fue por una tana: muy buen augurio). Mis referencias, hasta el domingo, eran escasas: primero, Bucay, un pueblo situado todavía dentro de los límites del amputado Guayitas el Mapa en la frontera con Chimborazo (en realidad, dentro del pueblo y a escasos metros de ingresar al mismo una enorme valla anuncia: Bienvenidos a Chimborazo, -¡uh?) a 137 m.s.n.m. y poblado por 3.124 individuos, cuyo nombre original es General Antonio Elizalde y cuya fama, nacional e internacional, débela al tajo que mutiló un pene a miles de kilómetros de distancia, en el condado de Manassas, Va., EE. UU., que ejecutó con precisión cirujana la manicurista Lorena Leonor Gallo Coronel, nacida en Bucay en 1969, en la humanidad de su esposo, el marine John Wayne Bobbit, nacido en Buffalo en 1967, quien una vez que le fue reimplantada su poronga (operación de nueve horas y media mediante) se dedicó a explotar el aspecto de su singular miembro en la variada industria del porno con películas tales como John Wayne Bobbit: Uncut y Frankenpenis, probándonos de esta forma, con sobra de merecimientos, su triste condición de subnormal profundo. Mi segunda referencia era la noticia de un italiano en estos pagos, que en mi imaginación gozaba del desparpajo suficiente como para preparar risottos ai funghi porcini en este fin de mundo y acompañarlos con vino de su país. En la práctica, ambas cosas (doy fe) el tano las hace con talento.

Dos horas de viaje sin informantes: los compañeros del bus Santa Martha nos dijeron alegres que en Bucay podíamos conseguir muchísima fritada y comida china; pero que ni puta idea de ningún italiano en los alrededores. El último tipo al que le preguntamos, sin embargo, atinó a decirnos que le parecía que el italiano estaba al otro lado del puente. No tenía la precisión del corte de la Bobbit, pero al menos era mejor que la noticia de un chifa. Llegamos a Bucay y empezamos las averiguaciones del dato pepa y empezamos a caminar en dirección al puente aquel que nos indicó el amable caballero que sabía un poco más de quienes nada sabían. Preguntándole a las madrinitas, fuente de información certera donde las haya, nos enteramos que el ínclito y noble pueblo de Bucay y el italiano en cuestión mantenían una relación, pero no del tipo tano en Bucay, sino más bien de tano en las cercanías de Bucay. Después del cacareado puente aquel, teníamos que salir del pueblo, caminar entre quince minutos y media hora, pasar otro puente y subir una loma, para encontrarnos con el tano-restorán a nuestra izquierda. En quince minutos y poco más, sucedió tal cual dicho por el madrinataje.

El restorán del tanito tiene onda, un tricolor italiano y un letrero que explicaba al viandante que ese sitio se llama Piccola Italia. Tiene dos ambientes, uno cerrado en plan trattoria y otro abierto en plan asadero. El tano le hace a la comida típica tanto como a la italiana (yo doy fe de la italiana). Cuando entramos a la trattoria, eso fue un bajón, sonaba el papanatas de Arjona. Hicimos un pedido rápido y nos fuimos por dos risottos, uno Mar y Tierra para este servidor, uno a los cuatro quesos para Miguel, y salimos a esperarlos colgados de una hamaca. Plus, una botella de vino italiano, frappato siciliano, que se nos dejó querer muy bien, unas brushetas y unas bucareñas, las que fueron todo un suceso, licor de Bucay alla limoncello, o sea purito con limón, azúcar y sabrosura, buenérrimas las condenadas. A tres por nuca + botella de vino: bonito. La comida fue muy buena, el ambiente, una vez superado el grave escollo de escuchar al Sabina after lobotomía que es este papanatas guatemalteco de Arjona, muy acogedor, con la tele puesta en la RAI y música italiana (un romanticismo medio berretón a decir verdad, como el del choricero aquel de Ramazotti) de fondo. El tano (que se llama Franco) te atiende personalmente y se sienta a conversar contigo. Ese domingo era, para Franco, día especial porque él es romano e hincha de la Lazio (me cayó tan bien este compadre que hasta se lo perdono) y ese mismo domingo se jugaba el clásico Lazio-Roma. El tipo conversó amable hasta que la RAI empezó a transmitir los preparativos del encuentro. Entonces Franco, hincha disciplinado, se fue a sentar solano frente al televisor a padecer su domingo como si estuviera en el Olímpico cuando su realidad era que estaba en esta tierra de nadie a miles de kilómetros de su querida bota itálica. Se lo notaba tenso a este pana, su equipo jugaba al pedo, aunque la verdad el fútbol italiano es al pedo, a mí me aburre mucho. Pero él era hincha, qué le vamo’ a hacer, lo suyo es la emoción, cosa ésta que El Negro Fontanarrosa, cada vez más mítico y siempre sapientísimo, conocía de memoria y de sobra y aquí está este cuento breve para probárnoslo.

Abandonamos al italiano y sus angustias cuando su equipo perdía 1 a o (el partido terminó con ese marcador adverso al pobre Franco que en despecho debe haberse liquidado todas las bucareñas de su modesto comercio). Ya era casi hora del partido entre Barcelona y el Quito, ese equipo cuya existencia la justifico para en algún momento escribir un cuento que incluya la frase, Oe, ¿a qué horas es que juega el Quito?, y Miguel y yo caminando sin apuro rumbo a Bucay, trippin’ el paisaje, mirando el río desde el puente o mirando desde el cercado una pradera que se extendía verde y prolija a partir de este hermosa pared de árboles que aparece en la foto. Ya entrando a Bucay nos encontramos con un futbolín y reeditamos Clásicos del Astillero como corresponde, Miguel azul y yo amarillo, en su mayoría se los gané y algunos con paliza. Luego jugamos contra una selección de niños de Bucay (los hijos del dueño de futbolín) y la selección de Gkill se impuso en un reñido primer campeonato 3-2. Pero si los niños cantores de Viena saben de música, los niños jugadores de Bucay saben de futbolines, nos cobraron venganza y nos dieron la del zorro, al final nos pasaron hasta un 5 a 0 inclemente y uno de esos pelados hacía una paradinha y la ponía al ángulo, Eto’o era una babosa al lado de ese muñequito de material deleznable, la requeteputaqueloremilparió. El dueño del futbolín, padre de estos aleves mozalbetes, mostró la amabilidad de la gente de nuestro campo y una noble conmiseración por dos citadinos que mordieron el polvo lugareño de la derrota y no nos cobró los juegos de futbolín con su prole. No solo eso: nos indicó que al frente vendían el puro que buscábamos, que los había en muchos sabores-bores-bores, yo vi varios y creo que hasta uno de pitufo chicle, pero Miguel optó por el sabor original y clásico, el puro purito, a cinco dólar varón, una ganga. Ahí mismo pasaba el bus de la cooperativa Santa Martha de regreso a Guayaquil, todavía no terminaba el partido del campeonato nacional y ganaba BSC 1 a 0. No avanzó ni 5 minutos el chingado bus y se le fue la señal a la radio. Me enteré del empate del partido que nunca vi por representar con discreto perfomance a la selección de Gkill en Bucay (y darle, eso sí, unas cuantas palizas a Miguel cuando yo usé el amarillo –ahora que lo pienso, la ínclita, noble y mozalbeta selección de Bucay usó a BSC para enfrentarnos: esa puede ser la clave de nuestras derrotas) por mensajitos al móvil, y mejor así, ese hecho no alcanzó a perturbarme la pestaña que me eché hasta el arribo a Guayaquil, ya entrada la noche.

Melancolía del Sur del Norte

15 de noviembre de 2008

Este sábado se avecindó como propicio para la melancolía, esa dicha de estar triste que dijo Hugo. Llegué a casa casi al alba y dormí hasta casi el mediodía. Me introduje en el estudio, el que todavía sigue en proceso de ordenarse, son cienes y cienes de libros y de escritos, de documentos oficiales y de recortes de prensa, de papelitos que activan la nostalgia y de fotos y apuntes dispersos. Un exquisito caos, en el que malvive mi melancolía de este 15 a la tarde con la extraña dicha de quien tiene la voluntad de rememorar.

Mi aliada en este noble oficio de la memoria es mi computadora portátil y sus miles de fotos. He pasado casi cinco horas frente a esta pantalla y no pocos minutos de esos casi trescientos viéndolas. Mi memoria, al amparo de mi melancolía, optó el camino del norte y avivó momentos de mi viaje a Estados Unidos con la familia (N.Y., con madre, hermana, cuñado, dos tías, una tía-abuela y un primo) pero, en particular, de ese viaje de Nueva York a Memphis en compañía de mi primo y de Rachel, la gran y muy querida artífice de estas alegrías. Cientos de fotos de ese road trip y de esa incursión al mundo apalache; más fotos, todavía, de cuando Rachel estuvo en Ecuador y de esas fiestas piratas en mi depa de playa.

Ese viaje empezó en Nueva York en un departamento del Upper West Side donde pasamos una tarde viendo un partido de la Champions (apostamos un six pack con Juan Carlos, mi primo: se lo gané) y una noche como espectadores de un concierto de Santana, en el Madison Square Garden. (Antes habíamos visto a los Amigos Invisibles: toda otra historia, con after party incluido.) Al día siguiente, circa el mediodía empezamos el viaje, en compañía de 30 Red Stripe, la clásica cerveza jamaiquina y la mejor. (¿Cuándo llegará Red Stripe a estos trópicos? Lo pregunto con sincera nostalgia.) Esa noche dormimos en Nashville y al día siguiente llegamos a Memphis, al blues y a Graceland, luego a Knoxville, o mejor dicho, a Corrington, en las afueras de Knoxville, donde subiendo una loma está la villa (casa de campo) de Rachel. Estuvimos unos placenteros días, hasta que Juan Carlos y yo tomamos un greyhound a Washington, D.C., sin mínimas ganas de hacerlo y con muchas ganas de quedarnos. A la memoria le ocurren muchos momentos de esos días, de blues, de caminar en la montaña, de fiestas de recepción, de road trip, de Elvis, de frío, de calor, de risas muchas risas, de grata compañía, de sentirse como en casa, de compartirnos una pipa o una cerveza, de comer costillas, de escuchar música, de pac-man, de echarse en el pasto, de caminar lugares que no conocía, de mirar sin cansancio el Mississippi el mítico río de Samuel Clemens, de dormir cansado y despertarse con ganas, de tomarnos fotos de vaqueros risueños y malevos, de tomar moonshine, de conocer simpáticos ciudadanos de Oriente, de encontrarnos con viejos amigos y hacernos nuevos, de explicarle a los niños de la escuela de Shelley sobre Ecuador, de beber sake, chelas o ron, de discutir y de reconciliarse, de drinking games, de abrazos fuertes y siempre queridos y cuyo regreso siempre se anhela, de besos que hoy son mucha nostalgia, y me se viene a la memoria el recuerdo de que ya tenemos plan para volver, sin dorarlo mucho y a cómo venga, random, la felicidad es ese asalto de okupas que te hacen brillar el corazón, un risueño sin futuro.

Me voy a jugar fútbol al caer la tarde y a afilar el colmillo para esta noche de sábado. Pero cuelgo esta foto en Memphis con el mítico (para nosotros, claro está) Fred Sanders y desternillándonos de la risa, como símbolo de esos días de abril, de cómo se vivió ese viaje y cuán caro es para la memoria.

Sobre los anónimos (oh, ah, Cantona)

14 de noviembre de 2008

En un artículo (Oh, ah, Cantona) de su exquisito libro sobre fútbol Salvajes y Sentimentales, Julián Marías reivindica con razones la acrobática patada que Eric Cantona le propinó al espectador Matthew Simmons. Éste, al amparo de su condición de hombre-masa, lo insultaba a aquel: situación marrullera y cobarde la de este fulano Simmons, de la que el francés Cantona supo sustraerlo no sin antes hacerle conocer, de botín y obra, su sincera opinión. En un texto impecable, Marías escribe:

“Quien ha pisado alguna vez un estadio o una plaza de toros ha visto a individuos cobardes que, amparándose en la distancia y el anonimato, se atreven a gritarles a los futbolistas o toreros cosas que no serían capaces de murmurarle a nadie que estuviera a dos pasos, gente que no saldría ni en defensa de un niño al que vapulearan cuatro adultos. Se atreven a insultar y humillar en tanto que masa, confundidos con otros de su misma especie, jaleándose y envalentonándose mutuamente. Se sienten impunes porque en esos lugares es casi imposible que sean individualizados, percibidos como lo que son, individuos.”

No es difícil reemplazar el pisar “un estadio o una plaza de toros” por “participar de un blog”. Aclaro, eso sí: no es el anonimato en sí mismo el que me molesta aunque prefiero (por obvias razones: saber si se trata de un afectado directo, de un experto, de un defensor de ciertos intereses, etc.) conocer quién es mi interlocutor en un debate. Reconozco, por supuesto, que lo importante en un debate son las ideas y que, en la medida en que se expongan de manera inteligente y respetuosa, me resulta indiferente si las expone un anónimo o un identificado. El que me parece despreciable es aquel que calza en esta descripción que realiza Marías, aquel que utiliza su anonimato para el aleve insulto y la pretensa humillación de su interlocutor, partícipes de una cuota de mala leche y de estupidez malsana que es impropia de cualquier debate serio. Estos cobardes, hay que decirlo con todas sus letras, solo merecen desprecio.

Ah, para cerrar, unos goles del gran maestro Cantona (oh, ah, Cantona, ran away with the teacher’s bra) para deleite de la peña futbolera.

X. Andrade: de degeneración en regeneración

13 de noviembre de 2008

Sobre Guayaquil y la privatización de su espacio público nos habla el pana X. Andrade en la siguiente entrevista que publicó diario El Telégrafo el 10 de noviembre (el X. es firma ancla de ese diario). Para quienes no lo sepan, X. Andrade es una de las cabezas más lúcidas del ámbito local; en Experimentos Culturales y en este artículo que desarrolla las ideas que esta entrevista enuncia, hay X. para rato y todo es ganancia. La entrevista se publicó en la sección Contrapunto, donde también se lo entrevista a Wellington Paredes, que defiende las regulaciones al espacio público que impone la administración municipal y sus fundaciones adláteres. Se pueden leer ambas entrevistas en la edición PDF de El Telégrafo, acá, página 15. Provechito.

¡Vamo' las ciclovías!

10 de noviembre de 2008

Yo, ciclista cotidiano de caótica ciudad, me emociono con esta noticia que publica hoy El Universo, que ojalá se convierta en realidad y no se quede en agua de borrajas. Como lo mencioné en un editorial de abril de 2007 al amparo del cronopio Cortázar (“Vietato introdurre biciclette”) el 22 de marzo de 2001 entró en vigor la Ordenanza de Circulación del Cantón Guayaquil, cuyo artículo 10 establece que “El Concejo Cantonal podrá establecer en la vialidad de la ciudad carriles para uso exclusivo de bicicletas […]”. A la M. I. Municipalidad recién 98 meses después se le da por pararle bola a esta disposición que el propio Alcalde Nebot firmó el 8 de febrero de 2001 y sobre la que quedan, todavía, muchas cosas por debatir con relación a su implementación (¿por qué, a guisa de ejemplo, no puede atravesar una ciclovía la llamada “Zona Regenerada”?). Pero bue, el camino ya está trazado, o se supone que lo está: ¡Vamo’ Municipio, pedal a pedal!

Hay violación de derechos civiles

9 de noviembre de 2008

El viernes, chance al apuro (se le nota, lo sé) y con entusiasmo de manita caliente en razón de mi festivo receso, escribí estas líneas sobre las Ordenanzas del Cantón Guayaquil en materia de regulación de los espacios públicos, que titularon Hay violación de derechos civiles (it's true!), que se publicaron en la edición de hoy y que me valieron el remoquete de Analista. Me las pidieron de El Telégrafo para incluirlas en un artículo, acá, donde también se incluyó esta otra nota, acá. ¡A seguir la discusión sobre la ciudad, eh!

El problema de Enrique

La historia no es reciente; es cierta. Después de una larga madrugada de juerga con mi brother Enrique, una de las personas que yo más quiero en este pinche mundo, y trabajados (debo suponer) por largos vasos de viejo ron, nos echamos a dormir en su cuarto. De repente, Enrique recibe un SMS; no responde. Recibe una llamada a su teléfono móvil; lo apaga. Recibe una llamada a su teléfono convencional; lo descuelga. Le tocan, con desespero, la puerta de la casa; no la abre. ¿Qué pedo? pensaba yo. Su hermano, mi carnal Rafa, se despierta de su borrachera y hace lo que Enrique no hizo: le abre la puerta a la belleza rubia que, acto seguido, se le mete a Enrique en la cama para follarlo, sin contemplación y con usura. Yo, en la cama de junto, a mitad de camino entre risueño y dormido. Este hijueputa, pensaba yo.

Al día siguiente desperté y Enrique preparaba panquecas en la cocina. La belleza rubia yacía sola y dormida en la cama, satisfecha y plácida: una Eva nórdica, calata como un ángel pero sin alas. Lo acreditaron mis ojos aceitunas: tenía un muy buen lomo. Tenía, también, el vello púbico levemente rubio.

La tarde de ese día por X razones, yo, tan alérgico a los coches (por razones de deporte y curda) conducía rumbo a mi casa la carcocha del buen Rafa. Recuerdo, como ayer, el diálogo: este negro es un soberano hijoputa. Su problema es la ambición de todos los demás: el problema de este cabrón, su pinche problema, es que una belleza boreal se le cuela en su cama de madrugada para follarlo.

Adjudíquenme esos problemas, por favor.

Obama

6 de noviembre de 2008

Barack Obama provocó mi admiración cuando, después de una ruda campaña para la adjudicación de las primarias del partido Demócrata en la que Hillary Clinton le dio al morocho de origen keniano caña con conmovedora saña, Obama afirmó: “haberla tenido a ella como rival me ha hecho mejor”. Seguí con interés la campaña por la presidencia, los debates, los discursos de Obama, su triunfo (debo decir, paliza) de antier. Y tengo que admitirles que la victoria de Obama me emocionó, mucho. Sólo (aunque conectado por el móvil con mamá quien, por mera coincidencia, estaba en Chicago y asistió a Grant Park para escuchar su discurso ganador, y mismo dispositivo mediante, conectado con diversa gente para comentar los detalles de las elecciones) frente a la TV en mi cuarto, alcé mis brazos cuando la proyección de los electores declaró a Obama Presidente de unas elecciones en las que siempre, hasta ayer, me pareció que todos deberíamos votar menos los ciudadanos estadounidenses (no sólo porque elegir Presidente de los Estados Unidos es lo más cercano a elegir al Presidente del mundo mundial, sino porque votar no una, sino dos veces, por George W. Bush es impresentable e insano).

Pero antier fue diferente (para que se entienda lo que diré a continuación, les tiro una línea: piensen cuándo será que los franceses, tan cultos y civilizados, elijan a un descendiente de argelinos como Presidente; o cuándo será que los españoles, para ponerlo en contexto local, elijan a un descendiente de ecuatorianos). La mayoría de los estadounidenses votaron para Presidente a un afro-americano: sucedió en un país que hace cincuenta años los obligaba a sentarse en bancas, ingresar a escuelas y ocupar baños diferentes, que les impedía el acceso a restoranes y les prohibía el matrimonio interracial (en Civilización. Una historia crítica del mundo occidental, Roger Osborne recuerda que cuando se promulgaron en la Alemania nazi las leyes de Nuremberg que restringían ciertas ocupaciones a los judíos y prohibían los matrimonios entre judíos y gentiles, “la desaprobación internacional quedó mitigada por las leyes Jim Crow vigentes en el sur de Estados Unidos, que de forma similar ilegalizaban los matrimonios interraciales”): que se vote por un afro-americano significa muchísimo para el país que produjo el fallo Dred Scott y la doctrina “separated but equal”; para un país que enriqueció el vocabulario hispano con el infame verbo “linchar”, como nos lo recuerda Borges en la famosa enumeración que inicia El atroz redentor Lazarus Morell.

Hablando de Borges: McCain, aquel senil cowboy que pretendía devenir en Presidente, sin saber él quien coño es Borges, me lo recordó antier. En una frase hermosa, Borges dijo que “hay una dignidad que el vencedor no puede alcanzar”. McCain probó la certeza de esa frase con un discurso que reconocía su derrota, un discurso noble y bien logrado. Por supuesto, McCain hubiera sido atroz como Presidente, una continuación con mejor vocabulario (para lo cual solo es necesario superar el segundo grado de escolaridad) del belicismo rampante y rapaz de Mr. Bush. Peor todavía hubiera sido que esa gélida hockey mom, Ms. Palin (quien dijo: you know they say the difference between a hockey mom and a pitbull is?: lipstick) llegaba a asumir la Presidencia si el senil McCain devolvía la cédula durante su mandato (solo diré, para hablarlo en morochos términos locales, que sería como si Margarita Arosemena llegara a asumir la Presidencia: don’t even think about it!). Volviendo a Obama, su discurso de victoria fue sobrio e inspirador, positivo e incluyente, solvente y emocionante (Oh, Yes, we can!). Admito que cuando vi llorar a Jesse Jackson (y qué le vamo’ a hacer, soy un sentimental) se me piantó un lagrimón en mi ojo derecho. Hay que conocer el pasado de Estados Unidos para entender lo que este 4 de noviembre significa, para entender el contexto del llanto de Jackson, la emoción de 125.000 personas en Grant Park, los votos de 63 millones de personas en Estados Unidos. Hay que entender ese pasado, para entender el momento presente y la proyección que significa hacia el futuro (en el campo de las ilusiones, todavía) la Presidencia de Barack Obama.

Acabo aquí (casi) mi reporte de ilusiones y buenas noticias. Es improbable que Obama sobreviva la presión de las corporaciones (sí, aquellas bondadosas entidades cuyo crecimiento derrocha riqueza para las sociedades en que se instalan: prueba de ello pueden obtenerlas siempre que se animen a leer sobre la Revolución Industrial o sobre las condiciones laborales en las maquilas en tiempo presente, por citar un par de casos) y la maquinaria de los lobbies. No soy pesimista: sólo soy un optimista informado. Y sin embargo, sin embargo, against all odds, no pierdo las ilusiones aún, habrá que verlo en acción, lo improbable no significa lo imposible y el 4 de noviembre lo probó. No dependerá sólo de Obama (eso él lo sabe bien y lo dijo con todas sus letras en su discurso) sino de todos aquellos que creen que pueden y, vamos todavía, ojalá que puedan.