El diezmo

20 de septiembre de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 20 de septiembre de 2024.

Un quiteño ilustre, Antonio Flores Jijón, fue el Presidente que terminó con el cobro del diezmo en el Ecuador. Lo acompañó en ese proceso un Papa, León XIII. 

El diezmo era un impuesto para sostener la religión católica que se cobraba a la producción agrícola y pecuaria, establecido desde 1501 por la bula Eximiae devotionis sinceritas del Papa Alejandro VI. Seguía vigente casi cuatrocientos años después.

El Presidente Flores Jijón gobernó entre 1888 y 1892. Hijo de Juan José Flores, nació en 1833 en el Palacio de Carondelet. Estudió en Europa, se graduó de abogado en la Universidad de San Marcos, fue autor de varios libros y artículos de opinión. Versado en varios idiomas, diplomático en muchos países (entre ellos Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos), él era un convencido de que el cobro del diezmo debía terminar. 

El Ecuador era el último de la fila: el diezmo ya no se lo cobraba en los demás países. Según un diputado a la Convención Nacional que adoptó la Constitución de 1884: “las naciones todas han suprimido los diezmos de sus códigos; y ¿será posible que el Ecuador continúe conservándolo?”. El diezmo se lo abolió en Costa Rica y Guatemala tan temprano como en 1852, en Colombia en 1853, en Perú en 1859… Pero treinta años después, seguía vigente en el Ecuador y constituía (desde hacía mucho rato) una notoria desventaja comparativa para el desarrollo económico del país. 

Flores Jijón era un “defensor enérgico” de su abolición según dijo al iniciar su gobierno en su Mensaje a la Nación, dado en la Catedral de Quito el 17 de agosto de 1888, al punto de haber escrito un “Memorándum sobre la abolición del diezmo en la República del Ecuador” que “por instancias de la Santa Sede le he presentado a Ella misma, y que se ha impreso de orden Suya en el Vaticano”.

Esta relación tan cordial y propositiva se debió a que Flores Jijón era cercano a Vincenzo Giaocchino Pecci, conocido como León XIII. Este Papa envió al Ecuador a un Delegado Apostólico, Giuseppe Macchi, para transmitir la anuencia papal a la negociación para sustituir el diezmo a través de un convenio adicional al Concordato, que era la norma que desde 1862 regulaba las relaciones entre el Ecuador y la Santa Sede.

Por este convenio se terminó en 1890 el cobro del diezmo, pero para ser sustituido por un impuesto del tres por mil sobre los predios rústicos (a excepción de propiedades con valores menores a cien sucres, huertas de cacao y edificios de fondos rústicos), exclusivamente destinado a sostener la religión católica. Un Congreso Extraordinario decretó el 8 de agosto de 1890 la aprobación del convenio adicional que había sido firmado en Roma el 9 de marzo de 1890 por el representante del Presidente del Ecuador, Leónidas Larrea, y el Secretario de Estado del Papa, el cardenal Mariano Rampolla.

Así, el diezmo se lo abolió el año 1890 (es decir, se eliminó una carga discriminatoria a los productores agrícolas y pecuarios), pero el Estado del Ecuador seguía financiando a la iglesia. Esta situación únicamente concluyó con un decreto que derogó el impuesto del tres por mil y que declaró como voluntario cualquier pago que se haga a la iglesia, firmado por el general Eloy Alfaro en octubre de 1898.

El relato extraviado

13 de septiembre de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 13 de septiembre de 2024.

En el Ecuador, como en otros Estados que surgieron en América en el siglo XIX, se forjó un relato histórico para contribuir a desarrollar la incipiente nacionalidad.  

A diferencia de otros Estados, en el caso ecuatoriano este relato fue deficiente. Una parte de esta deficiencia se podría explicar por el origen del relato histórico escogido, que está basado en dos errores de bulto.

La historiografía oficial (Academia Nacional de Historia mediante) quiere que el origen del relato histórico ecuatoriano empiece con un primer grito de independencia ocurrido en Quito el 10 de agosto de 1809.

El primer error de ese relato histórico es tomar la parte por el todo. Lo que ocurrió en 1809 fue una acción quiteña emprendida contra los territorios que conformaron, años después, el Estado del Ecuador. En 1809, la Junta de Gobierno que se instituyó en Quito quiso imponer su primacía a las autoridades de las provincias vecinas de Cuenca y Guayaquil. Su reacción (también la de Popayán) fue rechazar de manera rotunda la propuesta quiteña, guerrearla y volverla un pronto fracaso.  

Es decir, lo ocurrido en 1809 es realmente la acción de una parte (Quito) que motivó la reacción violenta de las dos otras partes (Guayaquil y Cuenca) que conformaron el Estado del Ecuador en 1830. No sirve como una celebración para todo el Ecuador (a mayor inri, en 1809 el Estado del Ecuador no existía ni como idea).

Pero el hecho de que Quito no haya podido persuadir a nadie, no la arredra a Quito: ella supone que los otros territorios se equivocaron en no hacerle caso a su llamado a la independencia. De su rotundo fracaso en persuadir a otros, Quito hace un timbre de orgullo. 

Y este es el segundo error, porque no hay tal llamado a la independencia. En rigor, se trata de la conocida falacia post hoc ergo propter hoc, que consiste en atribuirle a un hecho posterior ser la consecuencia de uno que ocurrió antes. En este caso, consiste en atribuir el hecho de la independencia a un hecho que nunca la buscó.

Con tantos estudios sobre el tema publicados desde los años noventa (de François-Xavier Guerra, de Manuel Chust, de Antonio Annino, de Federica Morelli, entre muchos otros), hoy es incontrovertible que lo ocurrido en Quito en 1809 no fue un movimiento independentista. Lo que se buscó en aquel entonces fue romper la sujeción de Quito al Virreinato de Santafé y empezar a administrar de manera autónoma su territorio, pero siempre formando parte del Reino de España.   

Como Quito había sufrido unas considerables mermas de su territorio en los años previos a 1809, su objetivo fue reconstituir (y administrar por cuenta propia) esos territorios perdidos. Sea dicho con palabras de Federica Morelli: “El principal objetivo de la junta quiteña de 1809 no fue, por lo tanto, la independencia de España sino la reconstitución de un territorio que había sufrido una desarticulación mucho antes de la crisis de 1808”.

Así, lo que cuenta la historiografía oficial (Academia Nacional de Historia mediante) no es una historia, es un extravío.

Y ya tomándose los hechos en serio, la historia de la independencia de los territorios que conformaron en 1830 el Estado del Ecuador empezó en Guayaquil el 9 de octubre de 1820. 

Los muros

6 de septiembre de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 6 de septiembre de 2024.

La primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, aprobada el 15 de diciembre de 1791 y vigente todavía casi 233 años después, dice lo siguiente: “El Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente”.

Thomas Jefferson, el autor de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de América del reino de la Gran Bretaña y el tercer presidente de la primera república americana, escribió en carta fechada el 1 de enero de 1802 (mientras era el presidente, durante su primer período) dirigida a una asociación de bautistas (variante de la confesión protestante) de la ciudad de Danbury, una frase que se ha convertido en la más célebre caracterización de la primera enmienda aprobada a la Constitución. En dicho documento del año 1802, Jefferson escribió que, tras la aprobación de la primera enmienda a la Constitución por el Congreso el año 1791, se había erigido “un muro de separación entre la iglesia y el Estado”.

Desde 1791 se aplica en los Estados Unidos de América este “muro de separación” que significa una clara protección del Estado a la diversidad de religiones y un contundente rechazo a la adopción por el Estado de una religión oficial. Por contraste, en 1869 en la República del Ecuador (casi 80 años después de la primera enmienda estadounidense) se erigió un muro, con un propósito totalmente opuesto.

En 1869, la República del Ecuador adoptó su séptima Constitución. El gobernante de ese entonces (elevado al poder por un golpe de Estado de enero de ese año), Gabriel García Moreno, explicó en un mensaje dirigido a los diputados a la Convención Nacional los objetos principales de la Constitución que ellos estaban redactando: 

“el primero poner en armonía nuestras instituciones políticas con nuestras creencias religiosas; y el segundo, investir a la autoridad pública de la fuerza suficiente para resistir a los embates de la anarquía (...). Entre el pueblo arrodillado al pie del altar del Dios verdadero y los enemigos de la Religión que profesamos, es necesario levantar un muro de defensa, y esto es lo que me he propuesto y lo que creo esencial en las reformas que contiene el Proyecto de Constitución”.

Este “muro de defensa” de García Moreno tomó forma en el artículo 9 de la Constitución, que obligó al Estado ecuatoriano a proteger la religión católica “con los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y las disposiciones canónicas”, y en su artículo 10, que llegaba al extremo de supeditar la condición de ciudadano a la profesión de la fe católica. Por supuesto, a la religión oficial del Estado ecuatoriano, los “poderes políticos” estaban obligados a hacerla respetar “con exclusión de cualquier otra”. Esta Constitución pasó a la historia con el remoquete de “Carta Negra”.

El muro de Thomas Jefferson sigue en pie, 222 años después de formulado. El muro que erigió García Moreno en 1869, no duró ni diez años. En 1878, una nueva Constitución lo derrumbó (en sus extremos, pues la religión católica seguía siendo la oficial del Estado). 

Un muro en pie, el otro caído. El resultado es un testimonio del triunfo de las luces y de la civilización.

Ganó Rocafuerte

30 de agosto de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 30 de agosto de 2024.

Los hombres adinerados cuyos ejércitos, comandados por forasteros (general venezolano para el ejército de la Costa, general novogranadino para el ejército de la Sierra), se enfrentaron en Miñarica en enero de 1835, tenían ideas muy distintas sobre las relaciones entre la religión y el Estado.

Para el costeño e ilustrado Vicente Rocafuerte, la exclusión por el Estado de todo otro culto público que no sea el católico era “contrario a la ilustración del siglo XIX y perjudicial a los intereses de la República” porque “embaraza cualquier proyecto de colonización europea, que solo puede realizarse, apoyándose en la base de la libertad de cultos, sin la cual no puede haber libertad política. Este es un hecho que no se oculta al que observa lo que pasa en el mundo. Las naciones que no admiten en su seno la libertad de cultos, son más atrasadas en luces y civilización”.

Por contraste, para el serrano y ultramontano José Félix Valdivieso era “un error pensar que aquí tenemos religión dominante. No conocemos más que una sola y siendo ésta la única verdadera, excluye a toda otra y no permite el culto público y dogmatizante de las demás”. Y dejaba, además, muy en claro su vocación por el atraso: “he formado mi opinión y no estaré en esta parte por lo que llaman las luces del siglo”.

En la guerra civil que se dirimió en los arenales de Miñarica, triunfó el ilustrado Rocafuerte. Pero en casi todo lo que restó del siglo fueron las ideas conservadoras de Valdivieso las que dominaron en el Ecuador.

Durante diez constituciones del siglo XIX, desde la de 1830 hasta la de 1884, el Estado protegió a la religión “católica, apostólica romana, con exclusión de cualquier otra”. Entre estas constituciones que declararon la primacía excluyente del catolicismo, destacó la del año 1869, obra del celo conservador de García Moreno. 

En esta Constitución se llegó hasta el extremo, en su artículo 10, de supeditar la condición de ciudadano ecuatoriano a la profesión de la fe católica y, en su artículo 9, de conservar a la religión católica “con los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y las disposiciones canónicas”.

Recién en la primera Constitución liberal de 1897 se adoptó un artículo que impuso al Estado una obligación de respeto a la diversidad de las creencias religiosas, en los siguientes términos: “El Estado respeta las creencias religiosas de los habitantes del Ecuador y hará respetar las manifestaciones de aquéllas” (Art. 13). Sin embargo, el Estado seguía teniendo como religión “la católica, apostólica, romana” (Art. 12).

Hubo que esperar al siglo XX, a la Constitución de 1906, para que tengamos un Estado no confesional. En el artículo 26 numeral 3 estableció la garantía del Estado para “la libertad de conciencia en todos sus aspectos y manifestaciones” y omitió toda referencia a una religión oficial. Ya en el siglo XXI, la Constitución adoptada el 2008 consagró en su artículo 1, entre los principios fundamentales del Estado, ser un Estado “laico”.  

A la larga ganó Rocafuerte, tanto en el campo de batalla de Miñarica, como en el campo de las ideas. En lo segundo, ello ocurrió con el retraso inherente a una sociedad tan afecta a la oscuridad. 

¡Mueran los tres pesos!

23 de agosto de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 23 de agosto de 2024.

Esta es la conclusión del libro de Mark van Aken, ‘El rey de la noche’, sobre Juan José Flores: “Con la perspectiva que da el tiempo, nos es relativamente fácil diagnosticar los males que sufría el Ecuador: rivalidades regionales, atraso económico, corrupción e injusticia social. (…) No podemos atribuir a Juan José Flores el mérito de haber encontrado una solución a los problemas del Ecuador, pero, teniendo en cuenta las enormes dificultades del empeño, no asombra su fracaso”.  

Un testimonio de estas “enormes dificultades” es la reforma fiscal que intentó Flores en su tercera presidencia (también lo intentó en su primera presidencia y también sin éxito). En 1843, Flores se sentía fuerte: había sido nombrado Presidente de la República en marzo por una Asamblea Constitucional de adictos suyos, que le elaboró una Constitución a su medida, con un período presidencial de ocho años. Flores pensaba gobernar hasta 1851.

Apenas iniciado su período, el presidente Flores planteó una reforma fiscal que fue aprobada por la legislatura y que consistió en crear una contribución general de tres pesos y medio que la debía pagar todo hombre adulto, so pena de su reclutamiento en el ejército en caso de negarse a ello. 

Desde su nacimiento en 1830, el Ecuador arrastraba un permanente déficit económico y esta contribución de los ecuatorianos era una forma de tratar de equilibrar la balanza y de cumplir con los pagos atrasados. En rigor, la reforma no era otra cosa que la extensión a la población blanca y mestiza del Ecuador del impuesto que era pagado por los indígenas desde los tiempos de la conquista, llamado ‘contribución personal de indígenas’. Según Mark van Aken, “el programa de contribuciones que Flores proponía era equilibrado y humanitario, especialmente en lo que afectaba al sobrecargado indígena”. 

Pero en una sociedad pigmentocrática (es decir, una que clasifica las personas según su color de la piel y las trata en consecuencia), esta extensión a la población blanca y mestiza del cobro de una contribución que se estimaba propia de los indígenas, se consideró como una degradación que igualaba a los blancos y a los mestizos con los oprimidos indígenas. Y entonces se la resistió bravamente a esta contribución por los blancos y mestizos de clase baja, principalmente en las poblaciones de la Sierra (más sensibles a esta igualación, por tener una mayor población indígena), al grito de “¡mueran los tres pesos!”.

El gobierno de Flores reprimió a los rebeldes y mató a unos cuarenta de ellos. Los rebeldes mataron a algún terrateniente (Adolfo Klínger, en Cayambe) y saquearon varias haciendas. Finalmente, Flores debió recular y desistir de la extensión de la contribución a los blancos y mestizos, quedando únicamente el impuesto de siempre para los oprimidos indígenas. (Y así se mantuvo hasta 1857).   

Al final de este viaje racista y violento, el Ecuador estaba peor que cuando se aprobó la reforma fiscal: no sólo ella había fracasado, sino que el erario nacional se encontraba más debilitado que antes por el costo de aplacar la rebelión.

En un país así constituido, no resulta entonces nada extraño que el presidente Flores haya fracasado. Le hubiera pasado a cualquiera.

Edificio en ruinas

16 de agosto de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 23 de agosto de 2024.

En la Convención de Ambato de 1835 el primer Presidente de la República del Ecuador, el guayaquileño Vicente Rocafuerte, dirigió estas duras palabras a los diputados del pueblo ecuatoriano allí reunidos: “¿Existe entre nosotros esa pura moral de la que nace el espíritu público? Es duro decirlo, pero es preciso confesar que nó. ¿Estamos al nivel de las luces del siglo? Nó. ¿Hay comodidad, desahogo o instrucción en la masa del pueblo? Nó. Luego faltan los fundamentos en que debe apoyarse el edificio democrático”.

Casi dos siglos pasaron desde esa Convención que fundó una república, y los fundamentos de su “edificio democrático” han variado en la forma, pero no en el fondo. O al menos no para bien.

Hoy, el “edificio democrático” que refirió Rocafuerte en su alocución está corrompido (lo ha estado casi invariablemente desde aquel lejano 1835). En cuanto a las variaciones de forma, se convirtió a las elecciones en un proceso organizado por un órgano especializado (desde la aprobación de la Constitución de 1945) y se convirtió en obligatorio el voto de los ciudadanos (desde la aprobación de la Constitución de 1946). En lo de fondo, hoy, este órgano especializado no controla si la corrupción penetra en el proceso electoral. Y para legitimar la situación, se nos obliga a los ecuatorianos a sostener este sainete siniestro con el voto.

La preocupación del presidente Rocafuerte en 1835 era que los ecuatorianos no gozaban de las condiciones necesarias para hacer el bien a su Patria. Nuestra preocupación, casi dos siglos después, debe ser que el “edificio democrático” que se ha erigido en el Ecuador se ha asentado en un sistema electoral que permite que algunos ecuatorianos le hagan el mal a su Patria. 

Nuestro sistema electoral favorece la producción de este sainete siniestro. No impide que los movimientos y partidos políticos sean una mascarada sin asomo de ideología, ni que sus elecciones primarias sean una burla sin asomo de participación (salvo la gente como parte del decorado). Es decir, en el sistema electoral ecuatoriano no importa que los movimientos y partidos políticos hagan un sainete de la elección de las autoridades. Lo realmente grave, sin embargo, es que el sistema electoral está permitiendo ahora que ese sainete merezca la calificación de siniestro, pues se confiesa incapaz de controlar los fondos que ingresan para el financiamiento de los movimientos y partidos políticos. 

Esta falta de control en el financiamiento es siniestra, pues para nadie es desconocida la presencia e influencia en la sociedad ecuatoriana de los grupos de delincuencia organizada. Se han infiltrado en las instituciones, corrompido a sus autoridades y ocupado territorios en los que el Estado está vedado de intervenir, y se imponen por el terror o por la muerte. 

Que el Estado esté inerme frente a la posibilidad de que ellos financien las candidaturas de las autoridades, sólo nos augura un futuro siniestro, uno en que la misión básica del Estado de proteger a los habitantes de su territorio se subvierte para poner al Estado al servicio de quienes agreden a los habitantes de su territorio.

Casi dos siglos después, y estamos peor que como empezamos. Y conste que empezamos mal.

A celebrar el 13 de agosto

9 de agosto de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 9 de agosto de 2024.

En la República del Ecuador, las autoridades del Estado conmemoran el 10 de agosto de 1809, pero realmente deberían conmemorar lo que pasó el 13 de agosto de 1835, es decir, mover la celebración tres días. 

Conmemorar el 10 de agosto es sostener, de manera oficial y con recursos del Estado, la pura fantasía de un primer grito de independencia (ni fue primero, pues lo antecedieron Montevideo, La Plata y La Paz; ni fue de independencia, pues fue un reclamo de autonomía dentro de la Monarquía Española). El 13 de agosto de 1835 tiene frente al 10 de agosto de 1809 la incomparable ventaja de estar asentado en un hecho positivo y real.

El 13 de agosto es la consecuencia de una guerra civil. El 19 de enero de 1835, en Miñarica, se enfrentaron dos ejércitos, comandados por forasteros. El ejército de la Costa, por un venezolano, Juan José Flores, y el ejército de la Sierra, por un novogranadino, Isidoro Barriga. Detrás de ellos, como los posibles beneficiarios de la victoria militar en esta guerra civil, dos terratenientes: por la Costa (la antigua provincia española de Guayaquil), el guayaquileño Vicente Rocafuerte; por la Sierra (la unión de las antiguas provincias españolas de Quito y Cuenca), el lojano José Félix Valdivieso. Triunfó el guayaquileño Rocafuerte.

Vicente Rocafuerte impuso en seguida la organización de una Convención Nacional que se reunió cerca de donde ocurrió el triunfo militar, en Ambato, entre junio y agosto de 1835. Esta Convención Nacional nombró al poeta guayaquileño José Joaquín Olmedo como su presidente y elaboró una nueva Constitución en reemplazo de la primera, que había sido aprobada en Riobamba y puesta en vigor en septiembre de 1830. 

En la Constitución de 1830, el Estado del Ecuador que se fundó ese año se consideraba a sí mismo como parte de la República de Colombia. El artículo 2 de dicha Constitución declaraba, diáfano: “El Estado del Ecuador se une y confedera con los demás Estados de Colombia para formar una sola Nación con el nombre de República de Colombia”. El Presidente de este Estado del Ecuador fue un extranjero, Juan José Flores. Y esta idea de confederarse con los otros Estados de Colombia fue un claro despropósito, que muy pronto cayó en saco roto.

En la siguiente Constitución, adoptada por la Convención Nacional reunida en Ambato en 1835, su artículo primero dejó atrás esta veleidad y declaró que el Estado del Ecuador era una república al fin: “La República del Ecuador, se compone de todos los ecuatorianos, reunidos bajo un mismo pacto de asociación política”. Esta Convención Nacional nombró como primer Presidente Constitucional de la República del Ecuador a una persona nacida en el territorio del Ecuador, el guayaquileño Vicente Rocafuerte. Para él, ocupar esta dignidad fue la corona del triunfador en la guerra civil. 

El 10 de agosto es una conmemoración de los hechos ocurridos en una provincia (Quito) que fueron combatidos por las otras dos provincias que compusieron el Ecuador desde 1830 (Guayaquil y Cuenca). En contraste, el 13 de agosto sí que conmemora un hecho nacional: aquel día que la unión de los ecuatorianos, con la entrada en vigor de la Constitución el 13 de agosto de 1835, compuso una república.

El 'pequeño género humano'

2 de agosto de 2024

             Publicado en diario Expreso el viernes 2 de agosto de 2024.

“Nosotros somos un pequeño género humano” escribió Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815, en una misiva al comerciante y súbdito británico Henry Cullen que pasó a la historia como la Carta de Jamaica. ¿Quiénes conformaban este “nosotros somos” del que habla El Libertador? ¿En nombre de quiénes él hizo su lucha por la independencia?

Simón Bolívar lo explica en su Carta de Jamaica. De su “nosotros somos”, él distingue claramente a quienes no lo conforman: “no somos indios ni europeos”. En seguida, él define al “pequeño género humano” del que se siente parte como “una especie media entre los legítimos propietarios y los usurpadores españoles”, es decir, entre los indios y los europeos que hicieron la conquista de la América en el siglo XVI. 

Esta “especie media” que dice Bolívar tiene sus particularidades. La diferencia entre ella y los europeos invasores era su lugar de origen (“siendo nosotros americanos por nacimiento”) mientras que su diferencia con los indios es que, siendo ambos americanos por nacimiento, los miembros del “pequeño género humano” del que se siente parte Bolívar sí gozan de los derechos que se arrogaron a sí mismos los europeos tras su conquista del territorio (“nuestros derechos [son] los de Europa”), derechos de los que los indios, por su condición de conquistados, estaban privados. 

La consecuencia que sacó Simón Bolívar en 1815 de esta singular situación (“el caso más extraordinario y complicado”, como lo consideraba en su prosa florida El Libertador) es que su “pequeño género humano” tenía entonces que pelear en dos frentes: por una parte, tenía que disputar los derechos de los europeos con los indios y, por otra, disputarle el dominio del territorio americano a los europeos. 

En rigor, la Carta de Jamaica postula el parricidio de los invasores europeos del siglo XVI, para sucederlos en su dominación del territorio americano. Así, la independencia del reino español fue el triunfo de una porción de los criollos (los pocos americanos con derechos), pero desde la perspectiva de los indios (los muchos americanos sin derechos), fue apenas un cambio de dominador. Por ellos se justificaría aquel grafito (seguro es invención) que se dice que fue escrito en Quito el primer día después de la independencia: “Último día de despotismo, y primero de lo mismo”. 

Otra vez una misiva de Bolívar, esta vez a un paisano venezolano, hombre de armas como él: Juan José Flores. El general Flores recibió una carta de Bolívar, escrita el 9 de noviembre de 1830, en la que él le explicaba a su “querido general” las penurias que iba a pasar en el Ecuador. Y para esta misiva volvió el “nosotros”, porque la primera lección que Bolívar le dice a Flores haber aprendido en la lucha por la independencia y en el gobierno de estos pueblos era: “1ro. La América es ingobernable para nosotros”. 

Para Bolívar, tras el fracaso de su gobierno, el destino implacable era caer “en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas”. 

En su tránsito de la ilusión al desencanto, además de Libertador de naciones, Bolívar resultó un agorero del desastre. Fue un visionario de la caída de su “pequeño género humano”.   

León y Larrea: la crítica de uno de los suyos

26 de julio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 26 de julio de 2024.

El artículo sobre la filosofía ecuatoriana en el libro ‘100 años de filosofía en Hispanoamérica’, escrito por Fernando Tinajero, describió la emergencia de una “ideología de la cultura nacional” a mediados del siglo pasado, la que se definía por la existencia de “una nación ‘natural’ que tenía una identidad inconfundible y sin fisuras y se expresaba por medio de una cultura cuyo vehículo indiscutible era la lengua castellana”. Tinajero no la considera “una ideología cualquiera, sino la de mayor y más larga vigencia en la sociedad ecuatoriana”.

En esta “ideología de la cultura nacional”, a los indios “no se los consideró un conjunto de pueblos distintos, dueños de identidades y culturas propias, sino una clase explotada cuyas condiciones de miseria los había convertido en un lastre que impedía el anhelado ‘progreso’”. Así, en el mejor de los casos, con este marco ideológico, “los indios podían ser objeto de una política de asimilación y blanqueamiento”. El riobambeño León y Larrea hubiera dicho que no, que el blanqueamiento era el problema.

En la Biblioteca Mínima Ecuatoriana, editada en 1960, el tomo “Prosistas de la Colonia” contiene un discurso de Juan de León y Larrea (a mayores señas un riobambeño blanco que vivió a fines del siglo dieciocho) en el que defiende a los indios mediante un ataque a los blancos. El discurso de León y Larrea se titula “Sobre la injusta dominación de los indios, es decir el maltrato que hacemos de estos individuos de nuestra misma naturaleza”.

Empieza por defender León y Larrea al indio de la acusación de embriaguez, no porque el indio no sea borracho sino porque el blanco es peor: “Los vinos generosos, las mistelas dulces, los rossolis, los ponches, las que llaman tumbagas, la chicha misma, se bebe a mares, ya se hace gala la embriaguez, ya no se ven por las calles sino hombres beodos, perdida la noble parte de la racionalidad”.

Sobre la acusación de ociosidad, además de desmentirla para el indio, León y Larrea se la imputa al blanco. Dice él: “Veamos ahora, las ocupaciones de los blancos: la mesa, el paseo, el baile, el juego, los espectáculos, son los más de los días su más seria ocupación, y muchos de ellos en menos, pues no hacen nada; proyectistas, elocuentes de boca, pero nada en la práctica”.

Y ya se jode la Francia cuando León y Larrea se refiere a los vicios del indio en los poblados de los blancos (porque en tiempos coloniales, los indios fueron reducidos a vivir en espacios diferenciados que pasaron a la historia como “república de los indios”) y dice que allí los indios “son voluptuosos, estos mienten y trampean, estos engañan, estos roban, pero, ¿por qué?”, y se responde que ello es por una razón obvia: “por la unión con los blancos. Por experiencia, los que no tienen tal comercio, los que viven en los retiros, en los páramos, son unos hombres sencillos, humildes, de buena ley, y con excelentes virtudes morales”. Según León y Larrea, son los blancos los que los pervirtieron.

Y, claro, fue el fruto de la conquista: cruzaron el Océano Atlántico para ocupar el territorio de los indios y convertirlos en mano de obra barata, al menos en la diáfana opinión de León y Larrea, al servicio de beodos y proyectistas.

Historia de tres ciudades

19 de julio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 19 de julio de 2024.

La ciudad de Guayaquil fue la primera capital de provincia y cabeza de una Gobernación, de entre las tres ciudades de igual naturaleza cuyos territorios conformaron en 1830 el Estado del Ecuador, que declaró su independencia del Reino de España. Lo hizo de una manera inequívoca (en el acta del cabildo abierto aquel día se escribió que ese era el día “primero de su independencia”) y ocurrió el 9 de octubre de 1820. 

Con el tiempo, la provincia de Guayaquil tuvo una bandera, un gobierno de representantes populares, su Constitución con división de poderes. Tras el 9 de octubre, varios pueblos de sus alrededores siguieron su ejemplo y se declararon independientes: Samborondón, Daule, Baba, Jipijapa, etc. 

Lo específico de Guayaquil fue que desde aquel 9 de octubre de 1820 jamás dejó de ser una ciudad independiente, hasta su ocupación militar encabezada por Simón Bolívar en 1822, quien decidió el 13 de julio de ese año que debía cesar el experimento republicano de nuestra ciudad.

Otra capital de provincia y cabeza de una Gobernación, Cuenca, se independizó el 3 de noviembre de 1820. Su independencia, empero, fue breve pues tras la batalla de Verdeloma, el 20 de diciembre de 1820, Cuenca volvió al Reino. Pasó todo el año 1821, hasta que el 21 de febrero de 1822 las fuerzas independentistas entraron en Cuenca desde el Sur, lo que provocó la huida de las fuerzas realistas. Cuenca recuperó su independencia y luego decidió su anexión a Colombia.

La tercera ciudad capital de provincia y cabeza de una Gobernación era Quito. Su situación era diferente, pues el episodio autonomista de los años 1809-1812 la había dejado a Quito exhausta y desprovista de su élite política, asesinada en la masacre del 2 de agosto de 1810 y en la represión realista de los años subsiguientes, clausurada con los últimos fusilamientos tras la batalla de Ibarra del 1 de diciembre de 1812. 

Un cronista de Quito, Luciano Andrade Marín, describió la angustiosa situación de la ciudad tras su episodio autonomista. Según él, los quiteños “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”.

Y llegaron en su rescate. Las fuerzas independentistas que entraron en Cuenca en febrero, llegaron en mayo a las faldas del volcán Pichincha y el 24 trabaron una batalla para tomar el bastión realista situado a los pies del volcán. Triunfaron los independentistas, con el general Sucre a la cabeza, y Quito pasó a pertenecer a Colombia de inmediato (al día siguiente del triunfo en Pichincha el tricolor colombiano flameaba en el Panecillo). 

A diferencia del período 1809-1812, cuando Quito constituyó una Junta de Gobierno y se declaró una Capitanía General del Reino de España (el 9 de octubre de 1810) y, con ello, experimentó un gobierno autónomo por un tiempo, durante el período 1820-1822 Quito no conoció el goce de un gobierno autónomo: pasó del sometimiento a una monarquía europea (el Reino de España) al sometimiento a una república sudamericana (la República de Colombia).

Historia de tres ciudades: una que fue independiente, otra que lo fue a ratos y la restante que no lo fue. 

La dominación extranjera

12 de julio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 12 de julio de 2024.

La Constitución de Cúcuta de 1821 reconocía como colombianos a los hombres nacidos en Colombia y sus hijos, a los radicados en el territorio al tiempo de su transformación política siempre que hayan permanecido “fieles a la causa de la independencia” y a los que hayan obtenido carta de naturaleza (Art. 4). Sin embargo, ella establecía que únicamente podía ser Presidente de la República de Colombia un colombiano “por nacimiento” (Art. 106). 

Cuando se fundó el Estado del Ecuador en 1830, su Constitución se apartó de esta provisión de su antecesora y estableció una clara excepción. El historiador quiteño Jorge Salvador Lara describió con precisión el artículo 33 de aquella Constitución, en el que se establecieron los requisitos para ser Presidente del Estado del Ecuador, “redactados de tal manera que a las claras se veía la dedicatoria: tener treinta años de edad (era ésa la edad de Flores) y ser ecuatoriano de nacimiento, a menos de ser colombiano al servicio del Ecuador al tiempo de declararse en estado independiente (tal era el caso de don Juan José), que hubiera prestado al país servicios eminentes (Flores, en Pasto y Tarqui), que estuviera casado con ecuatoriana (lo era doña Mercedes Jijón, la mujer de Flores) y que tuviera una propiedad raíz de 30.000 pesos (Flores y su cónyuge tenían bienes aún más cuantiosos)”. 

Era una Constitución diseñada para que el “Presidente del Estado del Ecuador” (tal era el título según su artículo 32) sea el general venezolano Juan José Flores. La razón para favorecer a un extranjero era realmente el síntoma de un Estado que, desde su nacimiento y por sus primeros quince años, estuvo gobernado principalmente por no ecuatorianos tanto en el ámbito civil (Presidencia, Ministerios, cargos de alta administración) como en lo militar. 

Simón Bolívar lo destacó en su carta a Juan José Flores, fechada el 9 de noviembre de 1830, dada en respuesta a la carta de Flores que le comunicó que el Distrito del Sur de su deseada Colombia también se decantaba por la autonomía de su gobierno. 

Allí el Libertador Bolívar se expresó claramente sobre los nacientes ciudadanos ecuatorianos: “esos ciudadanos que todavía son colonos y pupilos de los forasteros: unos son venezolanos, otros granadinos, otros ingleses, otros peruanos, y quién sabe de qué otras tierras los habrá también”. Y los caracterizó a estos ciudadanos de forma nefasta: “unos orgullosos, otros déspotas y no falta quien sea también ladrón; todos ignorantes, sin capacidad alguna para administrar”. Esa gente no se había ganado el afecto del Libertador.

También le advirtió Bolívar a Flores en esa carta que el dominio de los extranjeros en el Ecuador iba a ser temporal: “Esté Ud. cierto, mi querido General, que V. y esos Jefes del Norte van a ser echados de ese país”. Casi quince años después, este vaticinio de Bolívar se cumplió y la revolución marcista, originada en Guayaquil el 6 de marzo de 1845, lo obligó al general Flores a abandonar el Ecuador, hecho que se verificó el 24 de junio de 1845.

Se puede decir que en 1845 concluyó la dominación extranjera del Ecuador, empezada en su fundación como Estado en 1830 y sostenida casi quince años por los empeños del general Flores. 

Tempranas traiciones

5 de julio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 5 de julio de 2024.

La primera Constitución del Estado del Ecuador aprobada el año 1830 decía que el naciente Estado iba a tener un único Ministro a cargo de su administración. Era el llamado “Ministro Secretario del Despacho”, cuyo nombramiento y remoción correspondía al “Presidente del Estado” (Art. 35, numeral 7). El Ministerio se dividía en dos secciones: “1.a de gobierno interior y exterior; 2a. de hacienda” (Art. 38) y el primero que lo ocupó fue el venezolano Esteban Febres-Cordero, pero de forma provisional y únicamente hasta la llegada el 20 de noviembre de 1830 del terrateniente lojano José Félix Valdivieso y Valdivieso, designado para este cargo por otro venezolano, el Presidente del Estado Juan José Flores.

La historia que se cuenta en esta columna concluirá con la derrota de Valdivieso y Valdivieso en una guerra civil, pero no en defensa del gobierno cuyo único Ministerio ocupó en los tiempos del nacimiento del Estado ecuatoriano.

El naciente Estado del Ecuador era gobernado por extranjeros, en lo civil y lo militar. El Ministerio único de Valdivieso se dividió en dos (sin haber modificado la Constitución) para nombrar al novogranadino Juan García del Río como Ministro de Hacienda. Bolívar, en carta a Flores de noviembre de 1830, advirtió bien la situación en el Ecuador: “ciudadanos que todavía son colonos y pupilos de forasteros”. El representante de la ecuatorianidad en el gobierno era el lojano Valdivieso. 

En 1833, Valdivieso renunció al Ministerio y empezó a formar parte de la oposición. En 1834, se erigió en el Jefe Supremo de la Sierra. El 12 de junio se proclamó como tal en Ibarra; Quito lo proclamó el 13 de julio. Cuenca se adhirió (subordinada a Quito) el 25 de agosto. Así se concretó la rebelión del Ministro único de la administración de Flores contra su antiguo jefe. El 22 de octubre de 1834, Valdivieso, en control de todo el Ecuador menos Guayaquil y una pequeña área de influencia, convocó a una asamblea constitucional, que empezó a funcionar en Quito el 7 de enero de 1835.

Frente a esta rebelión, Flores se alió con el terrateniente guayaquileño Vicente Rocafuerte. El día que concluyó su período de gobierno, el 10 de septiembre de 1834, en la ciudad Guayaquil, el Presidente Juan José Flores, en conjunto con el cabildo, ungió a Vicente Rocafuerte como Jefe Supremo de la Costa y Flores se puso al frente de su ejército. 

Costa y Sierra se enfrentaron y el general Juan José Flores venció al ejército de su antiguo subordinado (comandado por otro militar foráneo, el novogranadino Isidoro Barriga) en la batalla de Miñarica el 19 de enero de 1835. 

Tras esta derrota, la asamblea constitucional que sesionaba en Quito se disolvió. Los rebeldes fugaron a Tulcán donde, según lo cuenta el historiador quiteño Salvador Lara, “cayeron en el absurdo de proclamar la muerte del estado ecuatoriano […]. En Tulcán, presididos por el general Matheu, decretaron la anexión a Nueva Granada; el odio político les llevó a traicionar sus ideales de siempre: la autonomía de Quito. Don Roberto Ascázubi, comisionado para ello, pasó por la vergüenza de que el gobierno de Bogotá rechazase tal acta”.

Es la historia de un Ministro traidor a su jefe y de la traición a un ideal.   

El tercer período

28 de junio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 28 de junio de 2024.

Una de las cosas que más molestaba a Gabriel García Moreno de la Constitución de 1861, bajo cuyo imperio tuvo que gobernar durante su primera presidencia (1861-1865), era la imposibilidad de la reelección inmediata. Su artículo 62 decía: “El Presidente y Vicepresidente no podrán ser elegidos sino después de un período”.

Cuando pudo (y García Moreno pudo en 1869, tras un golpe de Estado en enero de ese año) cambió las normas de la reelección en una nueva Constitución que se adoptó en Quito por adictos suyos (tan adictos suyos, que varios asambleístas eran incluso funcionarios de su administración) y hecha a la medida de sus deseos delirantes. A esta Constitución (la novena para un Estado fundado en 1830) se la motejó como la “Carta Negra” y es recordada porque supeditaba la condición de ciudadano (el ámbito civil) a la profesión de la fe católica (el ámbito religioso). 

La nueva Constitución estableció un período largo de gobierno (un sexenio) y la posibilidad de reelegirse de manera inmediata. El artículo que reemplazaba al anterior era el 56, que decía: “El Presidente de la República durará en sus funciones seis años y terminará en el día señalado por la Constitución. Podrá ser elegido para el período siguiente; mas para serlo por tercera vez, deberá mediar entre ésta y la seguida elección el intervalo de un período”. El día señalado por la Constitución era el 10 de agosto de 1875. 

La asamblea constitucional de adictos suyos lo escogió presidente y García Moreno gobernó entre 1869 y 1875 y, en este último año, optó por aplicar lo dispuesto en el artículo 56 y lanzarse a la reelección inmediata. Las elecciones se celebraron entre el 3 y 5 de mayo de 1875 y el pueblo decidió de manera avasalladora (99.1%, sumando 22.529 votos -el segundo lugar, el lojano José Javier Eguiguren obtuvo 89 votos) que el conservador García Moreno debía continuar siendo el presidente de la República para un nuevo sexenio (1875-1881). Su período concluía el 10 de agosto de 1875 y empezaba uno nuevo a día siguiente. Iba a ser su tercero. Si lo llegaba a cumplir, Gabriel García Moreno habría gobernado, sumados todos sus períodos de gobierno, por un total de dieciséis años.

Pero uno de los tres presidentes del Ecuador reelegidos de manera consecutiva (los otros son J. J. Flores y Correa), no llegó siquiera a asumir ese tercer período. Un puñado de liberales decidieron que no iba y lo mataron el 6 de agosto de 1875, al pie del Palacio de Carondelet.

Así, ningún presidente ecuatoriano ha podido completar tres períodos enteros de gobierno, ni consecutivamente ni de ninguna otra forma (la lista de presidentes que han gobernado por tres períodos o más es exigua: J. J. Flores, García Moreno, Velasco Ibarra y Correa). Un magnicidio, el advenimiento de una asamblea constituyente, la revolución marcista de 1845, o los constantes y variopintos golpes de Estado… Nunca se ha podido completar tres períodos presidenciales enteros. Siempre, en el Ecuador, pasa algo. 

A García Moreno le pasó que él no pudo siquiera empezar el tercer período diseñado en la Constitución que se hizo a su medida. Lo mataron a escasos cuatro días de intentarlo, poniéndole fin a su delirante sueño conservador.  

Dios, Olmedo y Bolívar

21 de junio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 21 de junio de 2024.

Estamos en el año 1847 y José Joaquín Olmedo está próximo a su muerte. El 31 de enero de ese año, Olmedo le escribe una carta al venezolano Andrés Bello. En ella, Olmedo le presenta a Bello su querella acerca de Dios. Él le cuestiona al sabio venezolano, si acaso Dios puede ser considerado un ente “infinitamente misericordioso”, pues “nos libertó del pecado, y nos dejó todos los males que son efecto del pecado”. 

La duda teológica de Olmedo se puede plantear así: Dios, o es malvado, o es deficiente. Pues si Dios pudiera evitar que exista el mal, pero no lo hace, es un Dios malvado. Ahora, si Dios no pudiera evitar que exista el mal y por eso no lo hace, es un Dios deficiente. (El creyente la tiene fácil: credo quia absurdum).   

Interesante en esta epístola al célebre venezolano Andrés Bello es la comparación que hizo Olmedo entre Dios y otro venezolano, el celebérrimo Simón Bolívar. Olmedo fustiga a Dios vía este venezolano exaltado, pues lo acusa a Él de haber hecho “lo que hace cualquier libertador vulgar, por ejemplo, Bolívar: nos libró del yugo español, y nos dejó todos los desastres de las revoluciones”.

El Ecuador era un vivo ejemplo de estos desastres fruto de la independencia del Reino de España. Realmente ha sido un continuado, persistente desastre desde que se fundó como Estado en 1830 y José Joaquín Olmedo vivió lo suficiente (murió el 19 de febrero de 1847) para haber conocido una guerra civil, varias asonadas y la revolución marcista; un presidente extranjero, dos presidentes guayaquileños, un triunvirato y cuatro constituciones. 

Olmedo participó de la fundación del Estado del Ecuador en 1830 (fue su primer vicepresidente) y en el tiempo que conoció el funcionamiento del Ecuador abrigó la certeza de que la amalgama no había funcionado. En una carta a un pariente, escrita en los días de su participación en la cuarta asamblea constitucional del Estado, se preguntó con sorna: “¿Qué significarán estos nombres, patria, libertad, derechos del pueblo, convención, etc.?”. Conceptos vacíos, para un país disfuncional.

Estamos en el año 1830 y Simón Bolívar está próximo a su muerte. El Libertador se ha apercibido que su magna obra de la independencia se le había ido como pa’l carajo. El 9 de noviembre de 1830, Bolívar le comentó en una carta a su hombre de confianza en el Sur de su Colombia desmembrada, el venezolano Juan José Flores, lo que él había obtenido después de años de guerrear (después de romperse el lomo cabalgando 123.000 kilómetros) por Sudamérica: 

“V. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos. 1°. La América es ingobernable para nosotros. 2°. El que sirve una revolución ara en el mar. 3°. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4°. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5°. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6°. Sí fuera posible que una parte del mundo volviera al caos- primitivo, este sería el último período de la América.”

Todo es verosímil, salvo que los europeos ya no conquistan a nadie.

Matilde Hidalgo y el Código Civil

14 de junio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 14 de junio de 2024.

La Constitución que se aprobó en febrero de 1884 fue la décima del Estado del Ecuador y tiene un rasgo singular: fue la primera que eliminó todo tipo de restricción de acceso a los cargos públicos en razón de la condición económica, pero fue la primera y única que puso una restricción de acceso a los cargos públicos en razón del sexo. 

El artículo 9 de la Constitución de 1884 estableció que eran “ciudadanos los ecuatorianos varones que sepan leer y escribir, y hayan cumplido veintiún años o sean o hubieren sido casados”. De acuerdo con esta Constitución, para ser elector y para el ejercicio de todo cargo público se debía ser ciudadano. La consecuencia obvia: ninguna mujer podía participar en la esfera pública.

En los debates de la asamblea constitucional que produjo la Constitución de 1884 se discutió sobre la palabra “ciudadano”. Un diputado conservador, de apellido Caamaño, representante de la provincia de Pichincha, entendía que era natural que el término “ciudadano” se refiera de manera exclusiva a los varones, porque “la costumbre hace ley, y es costumbre que los varones ejerzan la ciudadanía puesto que la mujer jamás lo ha pretendido”. 

Por contraste, un liberal apellido Borja, diputado por la provincia de León (hoy Cotopaxi), apeló a la gramática pues juzgó necesario el que “comprendiéndose a las mujeres en la denominación de ecuatorianos, debía decirse expresamente que son ciudadanos todo ecuatoriano Varón que sepa leer y escribir”. Para él, palabras tales como hombre, persona, niño, adulto y ciudadano se aplicaban a los seres humanos con independencia de su sexo (y así lo estipula a día de hoy el Código Civil en su artículo 20). 

El diputado Borja era un prestigioso jurisconsulto y su postura fue la triunfadora. Se dice que esta Constitución de 1884 fue, en gran medida, su hechura. De las diez constituciones que estuvieron en vigor durante el siglo XIX, esta de 1884 fue la única en vigor por dos períodos presidenciales completos (José María Caamaño y Antonio Flores). Duró hasta que triunfó la revolución liberal en 1895 y se aprobó una nueva Constitución.  

Ni la Constitución de 1897 ni la de 1906 (ambas del período liberal) contemplaron la palabra “varones” en su consideración de “ciudadano”. En ellas se omitió la especificidad que había dispuesto el jurisconsulto Borja en la Constitución de 1884.

Bajo el imperio de la Constitución de 1906, Matilde Hidalgo acudió a inscribirse para votar en unas elecciones a representantes en el Congreso a celebrarse en mayo de 1924. La ausencia en la norma de la palabra “varones” para caracterizar el concepto de “ciudadano” era la base de su argumento de no existencia de un impedimento de orden legal para que una mujer ejerza el derecho al sufragio. 

Su argumento triunfó y pudo votar en las elecciones de mayo de 1924. Pero la última palabra acerca de la legalidad de su acto la tuvo el Consejo de Estado. El 9 de junio, de forma unánime, dicho órgano resolvió que en materia de derechos políticos “no cabe hacer distinciones de sexo, pues no las ha hecho el legislador; y que su ejercicio corresponde a los ecuatorianos varones como a las mujeres”.

Triunfo completo de la tesis de Matilde Hidalgo (y del Código Civil).

Superpoder en burra

9 de junio de 2024

El superpoder del expresidente Rafael Correa es tal que el efecto de usar él unas comillas provocó que otro escriba un artículo… que el expresidente no leyó.

Mira a todas partes, pero a algunas partes mira menos.

El “influjo psíquico” es el superpoder. Aplicado (interpretado de manera aleve, grotesca) en un sistema de justicia, ello es un abuso, cuando no una estupidez; pero aplicado a la creación de un artículo que no se leyó es un desperdicio. Algo se pudo aprender, pues como decía el filósofo Karl Popper: “la verdadera ignorancia no es no tener conocimientos, sino rehusarse a adquirirlos”.

El tuit que viaja en burra.

Otra forma de decir Jalisco es decir “vuelve la burra al trigo”. En este caso, trigo son aquella leninmorenada de la nomenclatura como un dogma y la falacia de apelación a la burla. Pero de discutir los argumentos, pues naranjas. Que si el tránsito de monarquía a dictadura, que si el Colegio Electoral y el autogobierno, que si la independencia de poderes y la milicia… Tantas cosas para hablar sobre Guayaquil, pero el fetiche de la falacia es hablar de París. Ah, le fou.

Por lo menos ahora está claro que, para el expresidente Correa, la fulminante sanción a Antonieta Palacios fue una “injusticia”. Pero qué barata la sacan los autores de la injusticia, pues para ellos no hay ninguna palabra, nadita acerca de lo poco académicos y muy ociosos que han sido (la fulminante sanción a Antonieta fue su primera resolución del año -a mediados de su quinto mes). Esta acusada deferencia en un escenario tan papayero para el chascarrillo hiriente, especialidad de la Casa Correa, realmente no se entiende. (¿Espíritu de cuerpo con esta variante de las momias cocteleras?)

En lo que sí estoy de acuerdo: Jalisco lo venció. Se llegó a él en burra.

Naturgemälde

7 de junio de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 7 de junio de 2024.

La palabra que titula esta columna es alemana y, por ende, algo jodida. O como en este caso, intraducible. Pero dejemos a una de la tierra de los teutones que nos la explique: “una palabra alemana intraducible que puede significar una ‘pintura de la naturaleza’ pero que al mismo tiempo entraña una sensación de unidad o integridad”. La explicadora es Andrea Wulf, y ella es la autora de un libro extraordinario: ‘La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt’.

El libro de Andrea Wulf es una biografía de este viajero y científico alemán cuya vida resultó marcada por el recorrido que hizo por el hemisferio Sur a inicios del siglo XIX. En esencia, ella lo considera a Humboldt el “padre fundador” de la idea de ecosistema.

La genialidad de Humboldt fue ir a contracorriente. En una época en que la ciencia insistía en la especialización de los saberes, él aspiraba a observar las conexiones entre las cosas. El momento cumbre de esta mente poderosa fue durante su escalada del volcán Chimborazo, en compañía de Carlos Montúfar, Aimé Bonpland y José, su criado (no olvidar que este es un viaje de burgueses). 

El ascenso de Humboldt a la montaña más cercana al Sol ocurrió el 23 de junio de 1802. No llegaron a la cima, pero alcanzaron unos respetables 5.917 metros, con equipo e instrumentos rudimentarios. De todas maneras, aquella altitud antes no había sido alcanzada por nadie (o al menos por un occidental, porque la etnia Sherpa…). Y fue allí, en esas alturas del Chimborazo y oteando un horizonte inmenso, que Alexander von Humboldt, nacido en Berlín el 14 de septiembre de 1769, concibió la idea del Naturgemälde.

En su biografía de este hombre extraordinario, Andrea Wulf explica el significado de haber concebido dicha idea: “La naturaleza, comprendió, era un entramado de vida y una fuerza global. Fue, como dijo después un colega, el primero que entendió que todo estaba entrelazado con ‘mil hilos’. Esta nueva noción de naturaleza iba a transformar la forma de entender el mundo”.

En el territorio de las provincias del Reino de España que algunos años después se unirán para conformar el Estado del Ecuador, Humboldt conoció varias ciudades (Quito, Riobamba, Cuenca, entre otras) y ascendió a varias de sus montañas. Fue él quien bautizó al callejón interandino como “avenida de los volcanes”. 

El 17 de febrero de 1803 Humboldt y su comitiva zarparon desde el puerto de Guayaquil con destino a México. Nuestra ciudad fue la última en el hemisferio Sur en la que estuvo Alexander von Humboldt. Mientras se alejaba de ella, él miraba por el telescopio y “veía que las constelaciones del cielo austral iban desapareciendo poco a poco”. Cruzó la línea imaginaria del ecuador el 26 de febrero de 1803. Nunca más (murió en Berlín, el 6 de mayo de 1859, a los 89 años) volvió al hemisferio Sur.

Y Humboldt nunca fue el mismo tras su visita a esta parte del mundo, pues como lo destaca su biógrafa Wulf, “sobre todo, se iba de Guayaquil con una nueva visión de la naturaleza. En sus baúles iba el dibujo del Chimborazo, el Naturgemälde. Este dibujo y las ideas que lo habían inspirado cambiarían la percepción del mundo natural que iban a tener las generaciones futuras”.

Correa y el pensamiento crítico

6 de junio de 2024

El expresidente Rafael Correa ha publicado un tuit en respuesta al artículo que publiqué en el portal La Contra y este blog acerca de la suspensión indefinida de una autoridad académica (la directora de la Academia Nacional de Historia capítulo Guayaquil, Antonieta Palacios) por parte del Directorio de la Academia Nacional de Historia del Ecuador. Sin fórmula de juicio, sin procedimiento ni razonamiento. Sin que parezca, ni por asomo, que una Academia no digo ya Nacional o de Historia haya actuado, porque lo hecho es propio de barbajanes.



Correa no se refirió de manera específica a ese tema (salvo que en las “indudables injusticias” la haya incluido sin referirlo, que es lo mismo que no haberlo hecho) pero sí se refirió a mis argumentos poniendo entre comillas la palabra argumentos, como si eso significara algo en el campo del pensamiento crítico. Y se nota su desgano, porque para su crítica recurre a una falacia de apelación a la burla, a fin de apoyar su conclusión preconcebida de que mis argumentos no merecen ser tomados en cuenta. Dice Correa que, según mis argumentos, deberíamos aceptar que la Comuna de París fue una república.

No conozco en detalle el caso de la Comuna de París y poco importa.

En lo que importa: las únicas ideas de Correa contra mis argumentos son el usar unas comillas y esta falacia. Para una persona como Correa, a la que sí considero y estimo como académica, esto me parece paupérrimo. Creo que él lo puede hacer mejor.

En tiempos de la campaña de Aquiles Álvarez, en una entrevista Correa dijo lo siguiente:



A este Correa del pensamiento crítico apelo.

Para hacer un verdadero ejercicio crítico, Correa debería empezar por reconocer que es muy pobre intelectualmente tomar una idea y apelar a la burla para desacreditarla. El ejercicio crítico deberá ser otro: contrastar un acontecimiento histórico concreto con la teoría política acerca de lo que significa ser una república. Ese ejercicio hice en mi artículo, que lo citó Correa, con relación específica a la república de Guayaquil. 

Así, si el académico Correa estuviera interesado en debatir, él trataría de demostrar que mis argumentos están equivocados. Específicamente, los que desarrollan estos dos puntos:

Punto 1.- Que el tránsito de un régimen monárquico (por definición el gobierno de uno -el rey) a un régimen electivo de autogobierno de un territorio por sus habitantes implica el tránsito de un régimen monárquico a un régimen republicano, siempre que se satisfagan las dos condiciones que se desarrollan en el siguiente punto.

Punto 2.- Que, tras la ruptura con la monarquía, se organice la población del territorio y, por canales institucionalizados, ella decida: 

2.1.- Designar a sus autoridades para la administración del territorio; 

2.2.- Designar a sus representantes para aprobar las normas de autogobierno que regirán la convivencia de la sociedad.

En el caso de Guayaquil (es irrelevante si en la Comuna de París u otro sitio) lo indicado en el punto 1 se cumple por el hecho mismo del 9 de octubre que significó, como se lee claramente en el Acta firmada ese día, el día “primero de su Independencia” y, por ende, significó una ruptura clara y terminante con el régimen monárquico.

En el caso de Guayaquil (es irrelevante si la Comuna de París o que sais-je) lo indicado en el punto 2 se cumple por la participación popular por canales institucionalizados para elegir a sus representantes, que se tradujo en la participación de 57 representantes provenientes de 27 pueblos de la provincia reunidos en un Colegio Electoral celebrado entre el 8 y el 11 de noviembre de 1820, en el que se eligieron los gobernantes del territorio (un triunvirato de gobierno compuesto por Olmedo, Roca y Ximena) y se aprobaron sus normas de autogobierno (el Reglamento Provisorio de Gobierno). 

Si salió de la monarquía, para establecer sus propias autoridades y reglas de autogobierno, el territorio donde ocurrió aquello, merece el nombre de república. Esto, con independencia de la denominación que haya tenido u ostentado en aquellos tiempos.

Porque lo importante no es debatir acerca de una nomenclatura, eso es juzgar un libro por la portada, una leninmorenada. Lo importante (o debo decir: lo académico) sería investigar acerca de ese período específico de la historia, para entenderlo a profundidad (incluso si se trata de disminuirlo o negarlo). Porque para eso sirve la Academia, cuando es honesta en sus objetivos y rigurosa en sus procedimientos.

Es la hora de formularle al académico Correa un par de preguntas: 

PREGUNTA 1: ¿En serio una persona pensante se sitúa junto a una academia a la que no se le ha caído un argumento y pretende silenciar toda idea que no se ajuste a su relato histórico? 

No concibo a un académico consintiendo la acción censuradora de esta academia. El despido de Antonieta Palacios, fulminante y grotesco, como acto administrativo; la pretensión de que la única historia que vale es la que cuenta una historia falsa acerca del heroísmo de la ciudad capital, como desvarío conceptual. Asentados en Quito, estos “académicos” se sienten en la obligación de defender su relato del 10 de agosto heroico a trancas y barrancas, prescindiendo de argumentos. Sienten que la ofensa se dirige a la calle 10 de agosto, a su pedacito de historia a conservar, y por eso saltan de su modorra a defenderla.

Repito: Unos señores en Quito, que poca gente conoce y muy poco hacen, se creen en la potestad de decirle a otras personas que no viven en Quito cuál es el relato correcto y castigan o censuran a todo aquel que no se ajuste a dicho relato (relato que, en rigor, es la respuesta a la pregunta: ¿cuál es el relato que a Quito le conviene?). 

PREGUNTA 2: ¿Puede tener Guayaquil un relato propio, o tendrá siempre que someterse a los lineamientos históricos que quiere la Academia quiteña?

Lo hecho por la Academia Nacional de Historia del Ecuador es censurable, tanto por su resolución administrativa (la primera del año, casi a mitad del año: más que académicos, vagos) como por su pretensión de silenciar un debate. El deber de la academia nacional debería ser estimular a los distintos capítulos a contar las historias de los territorios que componen un Estado. Además, debería siempre defender su interpretación de la historia con argumentos, profundizando en el análisis, porque esto es lo propio de toda academia. 

Pero la Academia sita en Quito no hace eso: a ella la mueve ser la fiel guardiana de un relato. Uno que no cuente que Guayaquil fue república independiente, o que omita que Quito nunca lo fue.

La respuesta a esta segunda pregunta no puede ser otra que Guayaquil puede (tiene el deber cívico) de tener un relato propio. La única condición para ello es fundamentarlo.

El lado correcto (o debo decir: académico) de la historia

Hago notar que el lado correcto de la historia está en defender el pensamiento crítico, el libre debate de ideas. El expresidente Rafael Correa debería censurar la actuación de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, por arbitraria contra las autoridades del capítulo de su ciudad y, en especial, por su condición de académico, debería censurarlos, fuerte y claro, por pretender silenciar el libre debate de ideas. Y, además, debería aceptar que es razonable que se considere como república a un territorio libre e independiente que acogió a instituciones republicanas para su autogobierno. O mostrar que existen argumentos poderosos (no una méndiga apelación a la burla) para sostener que ello no es razonable. Pero si no los tiene, debería proceder como dijo que él hacía, según el vídeo que consta más arriba, y conceder la razón. 

Las ideas no son sagradas, ni las históricas ni ninguna otra: todas deben estar abiertas a debate y eso debería entenderlo esta academia barbajana en relación con la república de Guayaquil.

Y así debería también entenderlo Correa, a cuyo pensamiento crítico apelo. Ojalá que en esto no lo venza Jalisco.

El nombre Ecuador

31 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 31 de mayo de 2024.

Lo único seguro cuando se discutió el nombre del nuevo Estado surgido en Sudamérica el año 1830 era que no se iba a llamar Quito. A diferencia de las ciudades de otros Estados de América latina, como México, Guatemala o Panamá, que ostentan el nombre de su capital, Quito no estaba en capacidad de ese prodigio. 

La reunión de las antiguas provincias españolas de Cuenca, Guayaquil y Quito se la hizo en pie de igualdad, mal podía entonces una provincia imponer su nombre a las otras. Esto lo explicó muy bien el diputado José Joaquín Olmedo, en el Congreso Constituyente celebrado en Riobamba entre agosto y septiembre de 1830, cuando indicó “la diferencia que había entre provincias que están sujetas á una autoridad, y que unidas forman un cuerpo político, y entre otras secciones que por circunstancias improvisas quedan en una independencia accidental”.

Esa “independencia accidental” garantizaba que ninguna provincia se podía imponer a las otras. Esto, en la práctica, perjudicó a Quito, porque como lo evidencia la correspondencia cruzada entre el Vicepresidente Francisco de Paula Santander y su Secretario del Interior José Manuel Restrepo, en los tiempos en que el Distrito del Sur perteneció a una Colombia que ellos gobernaban: “Cuenca y Guayaquil no se ligan con los quiteños”. La consecuencia obvia de esa desavenencia era que el nuevo Estado no se iba a llamar Quito.

El reemplazo del nombre Quito fue el nombre Ecuador, que es un nombre inventado por un venezolano exaltado, el Libertador Simón Bolívar. Un nombre ajeno a la historia del territorio, sin ninguna capacidad distintiva pues la línea del ecuador atraviesa muchos otros países del mundo (siete de África, dos americanos, dos asiáticos y uno de Oceanía). Para el sociólogo Manuel Espinoza, el nombre Ecuador era “exótico e insólito a nuestra realidad cultural y por tanto sumamente artificioso ya que surge a espaldas de la realidad histórica y como una identificación geográfica hecha por extranjeros a una circunscripción histórica-territorial que tenía nombre propio desde ante de la colonia: Quito”.

Ecuador fue el nombre fruto de una “identificación geográfica hecha por extranjeros” que les recordó a los nacientes ecuatorianos un episodio feliz de su historia, cuando su territorio brilló para el mundo.

Porque a los integrantes del Congreso Constituyente de 1830, el término Ecuador les debió recordar aquel acontecimiento feliz en la historia de su tan misérrimo como periférico territorio, como lo fue la visita de una misión científica de los académicos franceses, entre 1735 y 1744, para medir la distancia equivalente a un grado de latitud en el ecuador terrestre. Negado el nombre Quito, les resultó a ellos un fácil expediente escoger como nombre a una abstracción, que era el mérito de otros, mejores y civilizados: los franceses.   

En definitiva, como puntualizó la historiadora Ana Buriano en su artículo para un libro recopilatorio titulado ‘Crear la nación. Los nombres de los países de América Latina’, aquel año 1830 nació “un nuevo y débil Estado bajo un nombre común, caracterizado como una ‘tregua semántica’ para evitar que, siquiera en ese plano, Quito tuviera primacía jerárquica sobre las demás”.

Ecuador en París 1924

24 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 24 de mayo de 2024.

Hace cien años, en los VIII Juegos Olímpicos de París 1924, ocurrió la primera participación de una delegación ecuatoriana. En esa ocasión, la delegación del Ecuador se compuso de tres varones: Alberto Jurado por Guayas, Alberto Jarrín por Tungurahua y Belisario Villacís por Pichincha. 

No había el Comité Olímpico Ecuatoriano en 1924 (recién se instituyó en 1959), así que hizo sus veces la Federación Deportiva del Guayas, que fue la primera federación del Ecuador, constituida en 1922. Los tres atletas recibieron ayuda oficial para su participación en los Juegos Olímpicos de París. Por una parte, el presidente José Luis Tamayo les entregó la cantidad de 6.000 sucres; en París, ellos fueron recibidos por el cónsul ecuatoriano Luis Barberis. Eso sí, viajaron sin acompañamiento de ningún dirigente; Alberto Jurado hizo las veces de delegado-tesorero de la delegación. 

La delegación del Ecuador compitió únicamente en pruebas de atletismo. El guayaquileño Alberto Jurado, quien fuera el abanderado de la delegación, fue también el primer atleta que representó al Ecuador en una competencia. El 6 de julio participó en los 100 metros planos y finalizó último, con un tiempo de 11.4 segundos, quinto entre cinco. Con un tiempo de 10.8 segundos, terminó en primer lugar el estadounidense Loren Murchison. Él avanzó a la ronda final, donde finalizó sexto. 

Como dato de color de la carrera en la que participó Jurado, el segundo en esa competencia fue el neozelandés Arthur Porrit (único enviado de Nueva Zelanda para estos juegos), quien avanzó a la ronda final y obtuvo la medalla de bronce, y que en su país se convirtió en el primer Gobernador General de Nueva Zelanda (1967-1972) que fuera nativo del territorio (todos los anteriores a él habían nacido en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte).

Ese mismo 6 de julio compitió Alberto Jarrín en la carrera de 10.000 metros. No concluyó la prueba. 

Alberto Jurado participó el 8 de julio en la competencia de salto largo y allí le fue algo mejor pues fue penúltimo, séptimo entre ocho participantes. Jurado marcó 5.68 metros, quedando a 1.58 metros del vencedor, el noruego Sverre Hansen, que marcó 7.26 metros y avanzó a la ronda final, donde obtuvo la medalla de bronce (el ganador de la medalla de oro ese año, el estadounidense William DeHart Hubbard, marcó 7.44 metros). En esta competencia, Jurado superó por 0.20 metros al mexicano Alfonso Stoopen.

Se podría decir que aquella fue la única “victoria” ecuatoriana pues el 13 de julio el sargento Belisario Villacís compitió en la maratón, pero él tampoco concluyó la competencia.6   

La razón del fracaso de los fondistas ecuatorianos la explicó el cónsul Luis Barberis. Él destacó que estos atletas “no corrieron sino 5.000 metros porque cometieron el error de usar zapatos nuevos, comprados en Francia, muy atléticos pero que les apretaron los pies desde la partida”. 

De esta manera concluyó la primera participación del Ecuador en unos Juegos Olímpicos. Cien años después, incluyendo París 2024, el Ecuador habrá participado en un total de quince Juegos Olímpicos. En tres de ellos (Atlanta 1996, Beijing 2008 y Tokio 2020) sumó en total tres medallas de oro y dos de plata.

La descripción de dos injusticias

21 de mayo de 2024

            Publicado en La Contra el 21 de mayo de 2024.

Fernando Ampuero Trujillo, mi buen amigo (de decenas de años y compañero de la singular GkillCity), me pidió una opinión para La Contra por el despido de la directora de la Academia Nacional de Historia capítulo Guayaquil. Como amante de mi ciudad, ofrezco estas palabras:

*

Dirijo este artículo a los miembros de la Academia Nacional de Historia que, de manera tan reciente como este viernes, sancionaron a una persona por salirse del relato que la Academia se esfuerza por preservar.

Presento mis mínimas credenciales históricas: En este blog, he escrito mucho sobre el 10 de agosto de 1809 (mis artículos están agrupados en este enlace) y acerca de la independencia de Guayaquil. En un diario de mi ciudad, Expreso, publico desde febrero del año 2022 una columna que lleva por título “La otra historia del Ecuador”. En ella, publiqué este artículo el viernes 19 de abril de este año:

*

Creo que la Academia Nacional de Historia ha cometido dos injusticias. Ha sancionado a la directora de la Academia Nacional de Historia capítulo Guayaquil, Antonieta Palacios Jara, por haber suscrito un documento en el que solicitó el 22 de marzo de 2024 al Municipio de Guayaquil el cambio de nombre de la calle 10 de agosto, en el tramo comprendido entre Chile y Malecón, a una de las siguientes dos opciones: Provincia Libre de Guayaquil o República de Guayaquil. Esto se prueba en el Oficio No. ANH-005-O (este enlace, pp. 94-95).

Ese documento fue acogido por el órgano municipal a cargo del patrimonio en el Municipio de Guayaquil, la Unidad Técnica de Patrimonio Cultural, cuya directora, María Isabel Silva Iturralde, elaboró un razonado informe en el que se escogió la denominación República de Guayaquil y se fundamentaron los motivos para justificar dicho cambio de denominación de la calle. Esto se puede apreciar en el Memorando No. DG-UTPC-0247-2024 (este enlace, pp. 87-93).

Por haber presentado el documento del 22 de marzo, el Directorio de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, en su Resolución del Directorio No. ANH 001-2024, suspendió de forma indefinida a Antonieta Palacios Jara del cargo de directora del capítulo Guayaquil de su institución. La razón que han esgrimido en el considerando cuarto de su primera resolución del año 2024 (no parece que tengan mucha actividad) es la inmersión de la conducta de la directora Antonieta Palacios en lo dispuesto en el artículo 33 del Estatuto de su organización: “se consideran faltas graves los actos que afecten a la unidad nacional o que promuevan la ruptura, división o disolución de la Academia”. Es evidente que ellos consideran que el oficio firmado por la directora Antonieta Palacios el 22 de marzo afecta, de alguna manera, a la unidad nacional.

Como base para esta conclusión, en el considerando tercero de su resolución, el Directorio afirma que el nombre República de Guayaquil “no tiene el menor fundamento histórico y tiende a erradas interpretaciones, fomentando a su vez división o regionalismo en nuestro país”.

Para interpretar esta crítica inserta en su primera resolución se debe considerar el Informativo Electrónico No. 58 de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, que contiene una comunicación dirigida al Alcalde de Guayaquil. Allí se puede leer un pronunciamiento de dicha entidad, donde consta una frase singular y en negritas: “Guayaquil nunca fue República”. También hay que tolerar en este documento la lectura de que la resolución del Concejo Municipal de cambiar el nombre de la calle “ha sido interpretada, por amplios y representativos sectores del país, como un acto de separatismo o regionalismo” y que, por ello, debe realizar un pronunciamiento “sobre la realidad histórica, el significado del 10 de Agosto de 1809 y la necesidad de trabajar por la unidad nacional”.

Para entender el tamaño de la injusticia cometida en perjuicio de Antonieta Palacios, se debe criticar cuatro aspectos de lo resuelto y expuesto por la Academia Nacional de Historia del Ecuador.

1) Guayaquil sí fue república

En rigor, creo que debemos definir los términos del debate. La corriente que dice que Guayaquil no fue república (tomemos al doctor Franco Loor como su representante) sostiene que ello es así, porque en ningún documento se dice específicamente “República de Guayaquil”. Es un argumento digno de Lenin Moreno: “No hay texto”.

Con el debido respeto, esto es juzgar un libro por la portada, privilegiar la forma a la sustancia. El doctor Franco Loor nos invita a una arqueología de documentos para probar algo que no existió, empresa tan exhaustiva como fútil. La pregunta que se debe responder es: ¿Qué significó la independencia para Guayaquil? La tarea de los historiadores debería ser desentrañar esta pregunta, analizarla desde distintas aristas. 

Y una específica es ésta: El 9 de octubre de 1820 tuvo una consecuencia concreta, como fue que la provincia de Guayaquil empezó a vivir bajo las normas que dictaban sus propios representantes, no una autoridad en España; a gozar de un régimen electivo por oposición a un régimen hereditario de gobierno; a tener nuestra bandera, nuestra imprenta y nuestras relaciones diplomáticas con otros Estados (fueron cinco: Perú, Colombia, Chile, Guatemala y Estados Unidos). 

Los politólogos italianos Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, en su Diccionario de la Política*, empiezan su definición de la voz “república” de la siguiente manera:

“En la moderna tipología de las formas de estado el término r. se opone a monarquía; en ésta el jefe del estado accede al sumo poder por derechos hereditarios, mientras que en la primera el jefe de estado que puede ser una sola persona o un colegiado de más personas (Suiza), es elegido por el pueblo directo o indirectamente (a través de asambleas primarias o asambleas representativas).” (p. 1391)

Eso precisamente pasó en Guayaquil: desde el 9 de octubre, el acceso al poder no ocurría más por herencia sino por elección hecha por representantes, que se reunieron en asamblea entre el 8 y el 11 de noviembre de 1820. Se reunieron en la ciudad de Guayaquil para dictar sus normas de autogobierno un total de 57 representantes de 27 pueblos de la provincia de Guayaquil (para que quede constancia: 1 por Balao y Puná, 1 por Canoa, 1 por Caracol, 1 por Colonche, 1 por Palenque, 1 por Pichota, 1 por Santa Lucía, 2 por Babahoyo, 2 por El Morro, 2 por Machala, 2 por Montecristi, 2 por Puebloviejo y Ventanas, 2 por la Punta de Santa Elena, 2 por Samborondón, 2 por Yaguachi, 4 por Baba y Pimocha, 4 por Jipijapa, 5 por Daule y 16 por Guayaquil). El territorio que tuvo representantes en la asamblea de noviembre de 1820 abarcó las actuales provincias de Guayas, Manabí, Los Ríos, El Oro y Santa Elena. 

El Guayaquil de la época enalteció la importancia de la reunión del Colegio Electoral (nombre oficial de la asamblea de representantes). Los politólogos italianos coinciden con la importancia de tener canales institucionalizados de expresión: “En conclusión, el orden político en la r. democrática nace desde abajo, aun en medio de los disentimientos, con tal de que tengan canales institucionalizados para expresarse” (p. 1392). Pero hay que decirlo, mejor lo expresa la Junta de Gobierno presidida por el poeta Olmedo en el decreto que emitió para conmemorar la reunión del Colegio Electoral:

“Después de proclamada nuestra independencia no podíamos llamarnos libres, hasta aquel día en que vencidos dignamente los escollos que presentan siempre las revoluciones en su principio, pudo reunirse la representación de la Provincia, que es el más precioso de los derechos sociales, y el privilegio más noble de los pueblos libres. Este memorable día fue el 8 de Noviembre de 1820…”.

Ese memorable día, destacó el decreto de la Junta, fue cuando “por primera vez pronunció libremente su voluntad el pueblo de Guayaquil, y puso los cimientos de su voluntad política”.

El cierre del artículo del Diccionario de la Política debería ser un disipador de dudas: “el término republicano siempre estuvo vinculado a un origen y a una legitimación popular del poder de aquel que sustituyó al rey, que legitimaba su poder en la tradición.” (p. 1393)

Así, no se trata de gastar energía en encontrar una etiqueta, de lo que se trata es de pensar un episodio de la historia que ha sido relegado al olvido. Por la reacción desproporcionada que ha generado, se nota que algunos todavía quisieran mantenerlo allí. 

Una forma de combatir este olvido es el recuerdo en una de las calles de Guayaquil del tiempo entre 1820 y 1822 en que hubo en Guayaquil un autogobierno sin régimen monárquico, o lo que viene siendo para Bobbio, los otros dos politólogos y cualquier persona sensata, el tiempo que fuimos república.

2) La interpretación separatista del cambio de nombre

El rigor que se exige en el apartado anterior se ha desvanecido en este apartado. Aquí no se encontrará una méndiga prueba, ni un pinche indicio, nada. Es sólo suposiciones, basadas en la histeria no en la historia. Tomemos al expresidente Correa como ejemplo: él equipara lo ocurrido el jueves en el Concejo Municipal de Guayaquil con la intentona separatista de los socialcristianos et alii allá por los años 2000… ¿Pruebas para esto? Ninguna, sólo contamos con su intuición, lo que él percibe de la situación. 

Es un argumento digno de Walter Mercado**.

3) El significado del 10 de agosto

En este apartado, me remitiré a un artículo que publiqué justo el día de la destitución de Antonieta Palacios, en diario Expreso. De independencia, nada: 

4) El supuesto atentado a la unidad nacional 

Sugerir que el recuerdo de un episodio ocurrido en Guayaquil entre 1820 y 1822 atenta contra la unidad nacional es absurdo. Tan absurda es esta idea que su implementación comportaría un atentado contra la libertad de toda ciudad para recordar y escribir su propia historia.

Lamentablemente, las ideas de la Academia Nacional de Historia capítulo Ecuador para aplicar el artículo 33 de su estatuto en perjuicio de Antonieta Palacios son mínimas, escuetas. De la motivación constante en el considerando tercero de su resolución No. ANH-001-2024 se desprende que, dado que ellos consideran que Guayaquil nunca fue una república, de ello se debe deducir que la sola mención de su existencia fomenta “división o regionalismo en nuestro país”. En su Boletín Electrónico No. 58 ellos afirman que la decisión de cambiar la calle “ha sido interpretada, por amplios y representativos sectores del país, como un acto de separatismo o regionalismo”. Pero no se les cae un nombre de estos supuestos ofendidos, ni una idea de cómo la sola mención de un acontecimiento produce un efecto tan terrible.   

Me ocupé líneas arriba de argumentar, al amparo de Norberto Bobbio y del sentido común, la existencia de un Guayaquil republicano y autónomo entre el 9 de octubre de 1820 y el 13 de julio de 1822. Ahora me ocuparé de la deducción que el directorio de la Academia Nacional de Historia del Ecuador desprende de su premisa falsa y de la consecuencia que aquella deducción (inválida, en términos lógicos) tendría para el libre debate de las ideas. 

Si una afrenta al 10 de agosto y a delicadas personas se registra cada vez que se llega a plantear la existencia del Guayaquil republicano y autónomo entre 1820 y 1822, el resultado que desearía esta institución académica asentada en Quito es silenciar el tema para evitar que se ocasione dicha afrenta a una fecha y a unas almitas sensibles y anónimas. Ese mismo es el caso, y la sanción a Antonieta Palacios es uno de sus instrumentos. Sólo hago notar que este tipo de zafia conducta resulta contraria a los fines de ampliar el conocimiento que debería animar las acciones de toda institución académica. 

Porque una verdadera academia no silencia un debate. Una verdadera academia lo favorece, lo estimula, lo promueve. Bienviene el libre debate de ideas. Y no se impone con argumentos de autoridad (“Guayaquil nunca fue República”, como si esas negritas fueran una profunda meditación). Su estrategia debería ser persuadirnos con razones bien hilvanadas, con argumentos válidos.

Pero razones y argumentos por parte de la Academia Nacional de Historia del Ecuador son lo único que no ha existido, ni para imponer una sanción ni para exponer sus ideas. Por oposición, la república de Guayaquil sí existió. (O debo decir: “Guayaquil sí que fue república”, tal vez así nos entendemos.)

Conclusión

Quito nunca fue una república, no conoció el autogobierno. A ella la tuvieron que ir a sacar de España para ponerla en Colombia. El tránsito de esto tuvo un momento preciso: el 25 de mayo de 1822, a las 14h00, cuando en la cima del Panecillo se arrió la bandera española para izar el tricolor colombiano. (Si tanto Quito quiso la independencia, ¿por qué la calle que sube a la cima del Panecillo se llama Melchor de Aymerich?***). Quito siempre estuvo sometida a otra jurisdicción, hasta que en 1830 se convirtió en la cabeza del Estado del Ecuador. 

A diferencia de Cuenca, que se independizó el 3 de noviembre pero después de la derrota en la batalla de Verdeloma volvió a ser española, o de Quito que fue española hasta que la hicieron colombiana, Guayaquil se independizó el 9 de octubre de 1820 y nunca más volvió a ser española. En ese período entre 1820 y 1822 que Guayaquil no fue ni española ni colombiana, ella fue la cabeza de una provincia que se autogobernó a sí misma. 

Lo específico del hecho de la independencia el 9 de octubre de 1820 es haberse separado de un régimen monárquico con ese Fernando VII (tan “rey legítimo y señor natural” de los quiteños) impuesto por la tradición de lo hereditario, para pasar a un régimen republicano con un gobierno “electivo” de los guayaquileños, como lo señalaba el artículo 1 del Reglamento adoptado para su autogobierno por los representantes de la provincia.

Ese período concreto de autogobierno y sin Monarquía Católica que nos rija y dirija, esos específicos 642 días, es lo que se quiere recordar. ¿Por qué desconocer el mérito de haberse independizado Guayaquil y de haber sostenido su independencia? ¿Por qué silenciarlo?

Creo que la respuesta es que les daña su relato. La Academia Nacional de Historia, con sede en Quito, sostiene el 10 de agosto de 1809 porque permite situar a Quito (de manera falaz) como el punto de partida del proceso de independencia. Eso, hace tiempo, se ha demostrado que es falso. La Junta de Quito, como otras de la misma época (Montevideo, Charcas, La Paz, todas anteriores a Quito), fueron de signo conservador. Y realmente, ello no puede sorprendernos en la ciudad que incineró a Alfaro.

Y para sostener ese relato falaz se debe opacar que cualquier otra ciudad brille, aún a costa de la verdad histórica. Así, Guayaquil, única ciudad que peleó, ganó y mantuvo su independencia (por 642 días y gobernada con reglas dictadas por sus representantes) hasta que la anexionaron a la República de Colombia, desde la perspectiva de la citada academia, debería no recordar su pasado a mayor gloria del 10 de agosto.

Y esa es la segunda injusticia. Por eso creo que es un deber cívico hacer lo contrario.

~*~

* Norberto Bobbio, Nicola Matteucci, Gianfranco Pasquino, ‘Diccionario de política’, Siglo xxi editores, México D.F., 2007 (primera edición en italiano: 1976). 

** Originalmente, iba a ser un argumento “digno de la Guga Ayala”. Pero conversando con un pana, me persuadió de que sea “digno de Walter Mercado”, que es como la Guga Ayala pero versión Univisión. 

*** Esta duda tiene video: