El 10 de agosto de 1809 no
fue ningún hecho trivial: desencadenó momentos turbulentos en Quito. La
situación en la Península provocó la creación de Juntas para defender a la
Monarquía Católica, representada en el Rey Fernando VII, El Deseado. Lo que propuso una porción de quiteños ese 10 de agosto fue la creación
de una Junta a la usanza de las Juntas peninsulares, con el propósito de defender a la
Monarquía Católica y a su Rey.
Por la creación de esta
Junta en la ciudad de Quito, este nuevo gobierno en una provincia
de los Andes pretendió reivindicar una primacía sobre sus provincias vecinas de
todos los puntos cardinales. El resultado fue un unánime rechazo de las
provincias vecinas, que no contentas con rechazar su propuesta, solicitaron
tropas para someter a Quito, aún a pesar de que el poder ya había sido devuelto
el 24 de octubre de 1809 por el acuerdo que se había alcanzado con la autoridad
real, el Conde Ruiz de Castilla.
El asunto desembocó en
tropas en Quito, detenciones, juicios y la masacre de la mayoría de los
gestores del 10 de agosto de 1809. La buena intención popular de liberarlos
desembocó en una ejecución chapucera, en la que el remedio fue peor que la
enfermedad, pues los que iban a ser los beneficiarios de esta voluntariosa acometida del
pueblo quiteño fueron, en su gran mayoría, asesinados por las tropas ocupantes.
Su reacción fue brutal: además de cargarse a los procesados por el 10 de agosto,
se pasó por las armas alrededor del 1% de la población del
Quito de entonces (como si hoy, en una tarde, se asesinara a unos 23.000
quiteños).
Tras este golpe, Quito se
recompone y se rebela contra Bogotá y se declara el 9 de octubre de 1810 como “Capitanía
General” del Reino de España, con lo que concretó su viejo anhelo de autonomía
en el seno de la Monarquía Católica, manifestado por vez primera el 10 de
agosto. Es en este contexto en que se redacta una Constitución, elaborada por
un sacerdote, monárquica y perfectamente inútil (puesto que jamás se puso en
práctica), además de ultramontana, pues para vivir en la provincia de Quito todos
debían ser católicos: “La Religión Católica como la han profesado nuestros
padres, y como la profesa, y enseña la Santa Iglesia Católica, Apostólica
Romana, será la única Religión del Estado de Quito, y de cada uno de sus
habitantes, sin tolerarse otra ni permitirse la vecindad del que no profese
la Católica Romana.”*
El saldo del diseño de esta
“Constitución de 1812” es de terror: un territorio encajado entre las montañas,
poblado únicamente por católicos¶.
Todo esta paja que solo
iba a terminal mal concluyó cuando la Península, ya arrecha de tantas veleidades,
envió al eficaz militar Toribio Montes a imponer de vuelta el orden
administrativo en estas posesiones americanas de España. Quito fue incapaz de resistir.
Su deseo de autonomía se extinguió en la Batalla de Ibarra, el 1 de diciembre
de 1812, con unos cuantos fusilamientos definitivos. Como diría Luciano Andrade
Marín, los quiteños, tras esta derrota “quedaron postrados, desangrados y
sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él
por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”§.
Que finalmente llegó en
mayo de 1822. Pero esa ya es otra historia.
¶ Una pesadilla, digna del
mejor cine B de los ochenta, a la par de “The Toxic Avenger”.
§ Andrade Marín, Luciano,
‘El Ilustre Ayuntamiento quiteño de 1820
y la gloriosa revolución de Guayaquil’, en: Muñoz de Leoro, Mercedes
(comp.), ‘Memorias históricas de la
biblioteca municipal González Suárez’, Editorial Abya-Yala, Quito, 2003, p.
75.
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