Siglo y medio de miseria y derrotas

23 de diciembre de 2019


Entender la singularidad de San Francisco de Quito en el contexto suramericano supone el esfuerzo intelectual de comprender un siglo y medio de su historia. Este relato empieza, entonces, a finales del siglo XVII, cuando hubo el cambio de dinastía en la Península.

Hasta 1700 gobernó el Reino de España un imbécil, Carlos II El Hechizado. Fue el último de los Habsburgo. Al cambio entraron los Borbones de Francia, e implementaron una serie de medidas económicas en sus posesiones americanas. Y para ponerlo en simple: en el gran proyecto borbónico para el desarrollo económico de su porción de América, el área de influencia de la ciudad de Quito, y la capital misma, iban a ser sacrificadas.

Así, el siglo XVIII le sacó la entreputaffff a Quito. Todas sus glorias del siglo anterior, de los tiempos de los Habsburgo, se convirtieron en recuerdos. Vale citarlo en extenso a Tyrer, en su estudio sobre la situación económica de la Audiencia de Quito:

“Cualquier lector o investigador de la historia ecuatoriana del siglo dieciocho no puede sino impresionarse con los continuos reportes sobre la lamentable situación económica de la Audiencia de Quito. […] Con su pasada gloria venida a menos, las ciudades de la Audiencia, y su población estaban ahora cayendo en ruinas. La élite estaba reducida a la pobreza […]. Incluso las clases altas se habían visto en la necesidad de conseguir bienes y servicios mediante el trueque, lo cual, en palabras del presidente Mon y Velarde ‘es la señal indefectible de la miseria y la pobreza de los países donde se exerce’” (Historia demográfica y económica de la Audiencia de Quito, p. 237).

De esta miseria económica, se siguieron toda suerte de calamidades: por ejemplo, la merma de los territorios bajo su administración. La lógica era muy simple para la Monarquía Católica a la que Quito estaba orgullosa de pertenecer: si no tienes recursos (si eres pobre, miserable), mal puedes administrar territorios y le corresponde a otro hacerlo en tu lugar. Puede decirse que Quito quería mucho a la Península, pero a la Península le valía muy poquito Quito, al punto que la destripó a gusto. El recuento de las pérdidas territoriales quiteñas, a cargo de la gran Federica Morelli:

“[Quito] sufrió numerosos recortes jurisdiccionales: en 1779 la creación de un nuevo obispado en Cuenca privó a la jurisdicción eclesiástica de Quito de su dominio sobre Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí; el paso en 1793 de Esmeraldas, Tumaco y La Tola (en la costa septentrional) bajo la jurisdicción de Popayán por orden del virrey de Nueva Granada; la creación en 1802, mediante Cédula Real, de una nueva diócesis y de un gobierno militar en Mainas, directamente dependientes de España; y finalmente, la anexión al virreinato del Perú en 1803 del gobierno de Guayaquil, que escapaba así a las jurisdicciones de Quito y de Santa Fe, impuesta por una nueva Cédula Real” (Las declaraciones de independencia en Ecuador: de una Audiencia a múltiples Estados’, pp. 76-77).

Repasemos: Quito, y la Sierra Centro-Norte, que era su área de influencia, fue una región boyante por sus obrajes, que administraba un gran territorio que incluía vastos territorios al Norte del Río Carchi. Un mapa de 1779, el año de su primera merma importante (el traspaso de la jurisdicción eclesiástica a Cuenca -que no era una cuestión menor, pues quien ejercía la jurisdicción, cobraba el diezmo), todavía mostraba a un Quito con sus posesiones al Norte, que pronto perdería:

 
Opuesta fue la situación creada por el régimen de los Borbones para Guayaquil y su área de influencia. Para el último tercio del siglo XVIII, “el cacao de Guayaquil comenzó a competir con el de Venezuela en el mercado mexicano; era más barato y estaba menos expuesto a los ataques de los ingleses, ya que tomaba la ruta del Pacífico. La región de Guayaquil conoció entonces un gran desarrollo”, afirma Joseph Pérez en su premiada “Historia de España” (Pág. 350). Para esa misma época, Pérez describe la situación de miseria en Quito: “En Quito, en torno a 1770, nueve obrajes de los once que existían cerraron; lo mismo sucedió con las fábricas de sombreros –sólo quedaban cuatro sobre treinta y ocho-, con las fábricas de tejas –de nueve, quedaban tres- con la alfarería…” (Pág. 349).

Son esta miseria económica y pérdidas territoriales las que deben entenderse para una cabal comprensión de los hechos del 10 de agosto de 1809. La situación en la Península Ibérica les abrió a los empobrecidos quiteños de clase alta una “ventana de oportunidad” para iniciar una reacción conservadora en Quito a fin de tratar de recuperar el dominio sobre sus antiguos territorios. En ese sentido, la propuesta de Quito era un retorno al pasado: una apuesta a favor de la religión y el Rey Borbón, así como una forma de resistencia contra los franceses gobernados por el “Tirano de Europa” (Napoleón) e hijos de la revolución de 1789 que había guillotinado a la familia Borbón del trono francés. Ese es el sentido de su Proclama del 10 de agosto de 1809.

De hecho, a este propósito de expandir las Buenas Nuevas de su revolución defensora de la fe se organizó la naciente Junta de Gobierno quiteña para enviar, como lo he relatado en otro artículo, delegados a todas las provincias vecinas. De ninguna cosechó un apoyo, ni tan siquiera un gesto de buena voluntad.

Porque Quito, hay que decirlo, tampoco fue fino en sus propósitos. Como lo ha destacado Morelli, en su brillante libro “Territorio o nación: Reforma y disolución del espacio imperial en Ecuador, 1765-1830”:

“la junta de Quito adoptó una actitud agresiva y a menudo no esperó la respuesta de las demás ciudades respecto de su adhesión o no al proyecto. Al contrario, destituyó a las autoridades existentes y las sustituyó por funcionarios nuevos, elegidos directamente por ella y en estrecho vínculo con las grandes familias de la capital. Tales prevenciones hegemónicas de la junta de Quito sobre las restantes provincias provocaron una viva reacción entre las élites de las últimas. El conflicto fue particularmente visible en el caso de Guayaquil, Cuenca, Pasto y Popayán, que no sólo constituyeron un bloque económico opuesto a la capital, sino que de ahí llegaron a un verdadero estado de guerra entre ciudades. Así, el rechazo de la ciudades provinciales a reconocer a la junta de Quito no debe explicarse por su respeto a las antiguas autoridades coloniales, sino como signo revelador de la lucha existente entre las élites provinciales y las de la capital por la recuperación de los diferentes espacios políticos y sociales a los que la situación de crisis había vuelto accesibles” (pp. 64-65).

El ideal autonomista se retomó después de la masacre de los presos el 2 de agosto de 1810 y tras la llegada de Carlos Montúfar, enviado por la Corona Española con el cargo de Comisionado Regio, hasta convertirse el 9 de octubre de 1810 en una auto-proclamada Capitanía General. Pero se la volvió a subordinar a balazos y sucumbió de forma definitiva tras la derrota sufrida por las fuerzas de Quito en la Batalla de Ibarra (1 de diciembre de 1812), a manos de las fuerzas realistas de Toribio Montes, a quien lo habían enviado desde la Península para pacificar a estos montañeses exaltados. Unos cuantos fusilados el 4 de diciembre a orillas del Yahuarcocha (entre ellos, el padre de Abdón Calderón, el cubano Francisco Calderón), y de allí, a dormir en Quito hasta que llegaron las fuerzas libertadoras del Norte (Bolívar) y del Sur (San Martín), ya en 1822.

Como lo ha destacado uno de sus mejores analistas, Carlos de la Torre Reyes, el fracaso de este proceso de lucha autonómica debió mucho a sus encontronazos internos: “El virus ponzoñoso del ‘fulanismo’, como llama D. Miguel de Unamuno a la posición política que olvidando a las ideas sigue a los caudillos, minó como en todas partes, el organismo naciente del Estado de Quito que al fin se desintegró, más que por las fuerzas realistas, por la descomposición interna que desatan los miasmas enrarecidos de los intereses personales” (‘La revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809’, p. 555).

Cerrado este episodio en 1812, Quito volvió a someterse al régimen administrativo español y abandonó sus sueños de autonomía (en palabras de otro quiteño ilustre, Luciano Andrade Marín, los quiteños “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”) hasta que en 1822 se la independizó de España para agregarla a Colombia y otorgarle un nuevo nombre oficial desde el 25 junio de 1824, con la entrada en vigencia de la Ley colombiana de Organización Territorial: “Departamento del Ecuador”. En conjunto con los otros flamantes Departamentos de Guayaquil y del Azuay, conformaron el Distrito del Sur de la República de Colombia entre 1824 y 1830.

Cuando este Distrito del Sur se desmembró de la República de Colombia en mayo de 1830, surgió una disputa sobre cuáles deberían ser los límites del naciente territorio. (Otra disputa surgió por su nombre: los de Quito querían que se llame Quito, pero los otros dos le pusieron Ecuador, que era el “apodo” que Colombia le había puesto a Quito mientras formó parte del Distrito del Sur de Colombia). La primera Constitución del Estado ecuatoriano decía en su artículo 6 que los límites del Estado eran los del “antiguo Reino de Quito”, pero… ¿en qué mojones aterrizaría esta fantasía?

Respuesta corta: en los que reguló la Ley de Colombia en 1824 y porque Colombia así lo quiso. El caso es que el primer presidente del Estado ecuatoriano, el venezolano Juan José Flores, emprendió por dos ocasiones la recuperación de los territorios históricos de Quito. En 1831, el Ejército ecuatoriano llegó hasta ocupar (brevemente) Popayán. En 1839, hubo nuevas escaramuzas cuando en Colombia ocurría la “Guerra de los Supremos”. En ambos casos, Ecuador conoció únicamente el fracaso.

El período floreano concluyó con el presidente Flores embarcándose en un barco rumbo al exilio tras la firma del Convenio de la Elvira, suscrito tras las batallas de la Revolución Marcista, iniciada con el enfrentamiento entre el irlandés Wright y el vasquito Elizalde el 6 de marzo de 1845. Estos hechos de 1845 sellaron dos cosas: la primera, que la oligarquía de Guayaquil inició un período de dominio de la política nacional, congruente con su boyante situación económica.

La segunda y más importante a este drama que se ha contado en este post y que concluye aquí: después de las derrotas de Flores al Norte, se cerraron todas las opciones de Quito para recuperar su grandeza territorial de tiempos de los Habsburgo, ese inmenso territorio que abarcaba unos buenos dos millones de kilómetros cuadrados (who the fuck knows?), como se observa en el mapa de 1779. Pero entre la dinastía Borbón, las guerras de la independencia y la República de Colombia, los dejaron a Quito y a su área de influencia sin ninguna posesión al Norte del Río Carchi (desde el “Tratado de Pasto” de diciembre de 1832 hasta la fecha) e inserto en un nuevo Estado conformado por los otros dos territorios con los que antes había guerreado (entre 1809-1812 para imponerles un nuevo orden, sin éxito; entre 1820-1822 para resistir a un nuevo orden, nuevamente sin éxito) y a los cuales no les pudo imponer, a pesar de ser su capital histórica (la más antigua de Sudamérica, ¡ejem!) ni su propio nombre, a pesar de venir supuestamente de un ilusorio “Reino de Quito”, severa paja mental del Padre Juan de Velasco durante su estancia en Italia.

En la década de 1860, un embajador norteamericano, Friedrich Hassaurek, retrataba así a la capital de los ecuatorianos: “En Quito existen otras carencias además de la de los hoteles: la escasez de baños y de letrinas, que no son consideradas como muebles necesarios en las residencias privadas. Este inconveniente ha hecho de Quito lo que ahora es –una de las capitales más sucias de toda la cristiandad. Hombres, mujeres y niños de todas las edades y colores puede ser vistos en medio de la calle y a la luz del día haciendo sus necesidades al tiempo que ven descaradamente a los ojos a los transeúntes que pasan a su lado”. Es una descripción brutal, la hecha por este diplomático. 

A mediados del siglo XIX Quito es la capital de la miseria en el Ande, un despojo de los Borbones que funcionó a manera de capital de un naciente país, más por inercia que por mérito propio.

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Moraleja: La miseria económica te hace débil y propenso al fracaso. El período de aproximadamente siglo y medio que se ha abarcado en este relato sobre Quito, lo cuenta con elocuencia.

Cosa de asombro: A pesar de haber sido una apuesta al pasado, a los habitantes del resto del Ecuador nos enseñan a creer que el 10 de agosto de 1809 fue un movimiento de vanguardistas que lucharon por la independencia de todo un país que aún no existía. Es decir que Quito al final triunfó, porque le logró imponer a quienes lo derrotaron en 1809 (Guayaquil y Cuenca) su relato mentiroso de las cosas, al punto de convertirlo en “mito fundacional” de esta malhadada república.

Corolario: Hay que destruir ese “mito” a combazos y darle su correspondiente lugar en la historia de los fracasos.

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