El 14 de agosto de 2006 la Policía Nacional apresó a dos periodistas y tres civiles. A los dos periodistas (para evitar el escándalo, supongo) los liberaron de inmediato; a los tres civiles los mantuvieron en prisión y se los acusó de la comisión del delito de sabotaje y terrorismo que consagra el artículo 158 del Código Penal, que establece una sanción de máximo 12 años de reclusión.
Una sanción de 12 años pretendían las autoridades locales para tres personas cuyos solos hechos eran la protesta pacífica porque la entrada en funcionamiento de la Metrovía obligaba a los moradores de su sector a caminar varias cuadras (en virtud de la eliminación de la línea 57) en condiciones inseguras para llegar a su estación más cercana, siendo que varias personas habían sido víctimas de la delincuencia en el intento. Cuando comenté en un curso en Lovaina, Bélgica, que 20 minutos de protesta pacífica podían convertirse por obra y gracia del autoritarismo local en 12 años de reclusión, mi profesor de sistema europeo de derechos humanos me balbuceó su comentario en un castellano fulero transido de carcajadas: “Ustedes en su país están locos”.
Esta locura continúa, aunque atenuada. Hacia finales de agosto, al Fiscal le asomó un poco la racionalidad cuando consideró que era aplicable el artículo 129 del Código Penal, que establece de uno a tres años de prisión por obstaculizar el tránsito en la vía pública. Este cambio de acusación implicó la libertad de los tres civiles; el proceso, sin embargo, continuó su curso. El 17 de noviembre del 2006 el Fiscal absolvió a dos y acusó a uno (Jorge Gilbert) por la presunta comisión del delito que establece el citado artículo 129.
Ya el dictamen fiscal que acusa a Gilbert es risible (lo tengo ante mis ojos, mientras escribo): las dos razones para involucrarlo son las declaraciones de una persona que afirma que él “se encontraba en compañía de otras personas” y de otra que lo reconoce “por su calvicie”, siendo que Gilbert no es calvo. O sea, una razón espuria y otra falsa. Pero mi crítica fundamental a que se mantenga a Gilbert como acusado es de fondo: la manifesté en una columna que escribí a los cinco días de su detención (‘El derecho a la protesta’, 19 de agosto del 2007), que amplié para un artículo que publiqué en la revista Íconos (‘Criminalización de la libertad de expresión: protesta social y administración local en Guayaquil’) y que argumenta que cuando colisionan el derecho de circulación con el derecho a la libertad de expresión (aclaro que para este análisis pueden agregarse otros derechos y que debe hacérselo caso por caso) el derecho que debe privilegiarse es el de libertad de expresión. No es mi ocurrencia, sino el resultado de los estudios hechos en sentencias de tribunales internacionales, informes de órganos regionales de derechos humanos, sentencias de tribunales nacionales (de Estados Unidos, Argentina, España, Colombia) y de sólida doctrina… Para cerrar, citaré a quien mejor formula en castellano estas ideas, Roberto Gargarella, quien enfatiza que el deber más importante de las autoridades judiciales es “proteger al que habla, sobre todo, si se trata de una voz que pretende presentar una crítica contra quienes ejercen el poder. Esa voz es la que más necesita ser protegida”. Esto lo escribió Gargarella en un pequeño libro llamado Carta Abierta sobre la Intolerancia, cuyo solo título parece dedicárselo a ciertas prácticas autoritarias de las autoridades locales y cuyo contenido constituye toda una lección para estas y un sólido argumento para exculparlo a Gilbert, acusado todavía de manera absurda por ejercer su legítimo derecho a la protesta.
Una sanción de 12 años pretendían las autoridades locales para tres personas cuyos solos hechos eran la protesta pacífica porque la entrada en funcionamiento de la Metrovía obligaba a los moradores de su sector a caminar varias cuadras (en virtud de la eliminación de la línea 57) en condiciones inseguras para llegar a su estación más cercana, siendo que varias personas habían sido víctimas de la delincuencia en el intento. Cuando comenté en un curso en Lovaina, Bélgica, que 20 minutos de protesta pacífica podían convertirse por obra y gracia del autoritarismo local en 12 años de reclusión, mi profesor de sistema europeo de derechos humanos me balbuceó su comentario en un castellano fulero transido de carcajadas: “Ustedes en su país están locos”.
Esta locura continúa, aunque atenuada. Hacia finales de agosto, al Fiscal le asomó un poco la racionalidad cuando consideró que era aplicable el artículo 129 del Código Penal, que establece de uno a tres años de prisión por obstaculizar el tránsito en la vía pública. Este cambio de acusación implicó la libertad de los tres civiles; el proceso, sin embargo, continuó su curso. El 17 de noviembre del 2006 el Fiscal absolvió a dos y acusó a uno (Jorge Gilbert) por la presunta comisión del delito que establece el citado artículo 129.
Ya el dictamen fiscal que acusa a Gilbert es risible (lo tengo ante mis ojos, mientras escribo): las dos razones para involucrarlo son las declaraciones de una persona que afirma que él “se encontraba en compañía de otras personas” y de otra que lo reconoce “por su calvicie”, siendo que Gilbert no es calvo. O sea, una razón espuria y otra falsa. Pero mi crítica fundamental a que se mantenga a Gilbert como acusado es de fondo: la manifesté en una columna que escribí a los cinco días de su detención (‘El derecho a la protesta’, 19 de agosto del 2007), que amplié para un artículo que publiqué en la revista Íconos (‘Criminalización de la libertad de expresión: protesta social y administración local en Guayaquil’) y que argumenta que cuando colisionan el derecho de circulación con el derecho a la libertad de expresión (aclaro que para este análisis pueden agregarse otros derechos y que debe hacérselo caso por caso) el derecho que debe privilegiarse es el de libertad de expresión. No es mi ocurrencia, sino el resultado de los estudios hechos en sentencias de tribunales internacionales, informes de órganos regionales de derechos humanos, sentencias de tribunales nacionales (de Estados Unidos, Argentina, España, Colombia) y de sólida doctrina… Para cerrar, citaré a quien mejor formula en castellano estas ideas, Roberto Gargarella, quien enfatiza que el deber más importante de las autoridades judiciales es “proteger al que habla, sobre todo, si se trata de una voz que pretende presentar una crítica contra quienes ejercen el poder. Esa voz es la que más necesita ser protegida”. Esto lo escribió Gargarella en un pequeño libro llamado Carta Abierta sobre la Intolerancia, cuyo solo título parece dedicárselo a ciertas prácticas autoritarias de las autoridades locales y cuyo contenido constituye toda una lección para estas y un sólido argumento para exculparlo a Gilbert, acusado todavía de manera absurda por ejercer su legítimo derecho a la protesta.
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