De misas y de revoluciones (1984)

28 de julio de 2007

La “revolución ciudadana” que propuso Rafael Correa suponía la ejecución de radicales cambios. Entre ellos, uno que de verdad yo no me esperé es la reforma de un rito importante para esta sociedad de impronta católica: la misa. Hoy, la misa ya no se oficia tanto los domingos, día habitual del fútbol y la modorra, como los sábados y de forma peculiar: se la hace en horario matutino, por una sola vez, mediante cadena radial y con un intempestivo civil como pontífice, que predica su verbo feroz con entusiasmo de quermés, adjetivos insultantes y profusas excomuniones, poseso como se halla de su verdad (la única posible) que divide a esta sociedad en bandos irreconciliables, a saber, de buenos y malos. El civil pontífice de esta singular misa sabatina es un fogoso predicador que, a ratos, también ejerce como Presidente del país.

Tengo para mí que uno de los referentes del pontífice para ejercer su prédica es el famoso personaje de Inocencio Jirafales, mejor conocido por su alias de El Profesor: nadie mejor que Correa para encarnar la célebre frase del insigne Maestro Longaniza de la Vecindad de El Chavo: “Yo nunca me equivoco. La única vez que me equivoqué fue cuando pensé que me había equivocado”. Tanta es su embebida perfección, que Correa asume el lema de la Real Academia de la Lengua y ahora es él quien “limpia, fija y da esplendor” a las palabras, que se entienden como él las entienda: olvidémonos, por ejemplo, de las varias acepciones del término “asalto” porque significa lo que Correa quiere que signifique, así como el adjetivo “horroroso” nunca más nos remitirá a aquello que “causa horror” sino a una versión periodística de Daniel El Travieso. Recuerdo que en 1870 el Concilio Vaticano I atribuyó al Sumo Pontífice la calidad de “infalible”; pues desde el 15 de enero del 2007 el alemán Benedicto XVI comparte esa especial condición con nuestro pontífice local (¿Rafael I?) y basta que encendamos la radio en su misa sabatina para comprobarlo.

El escritor Carlos Fuentes constata que el término “revolución” contiene una ambigüedad: “Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro al punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor”. Esta última fue precisamente la promesa de Rafael Correa. Pero su misa sabatina, que nunca termina al menos con un “podéis ir en paz, demos gracias a Rafael” sino con sus belicosas prédicas de ocasión, es el claro síntoma de un Gobierno que traiciona el ideario de la creación de ciudadanía que suponía su revolución: así, hoy tenemos, en ajustado inventario, eslóganes por sobre ideas, arengas contra críticas, terquedad como mandamiento y “didáctica a las patadas” como práctica que no enseña de libertades sino de sumisiones y que nos condena como sociedad a una división tajante sin diálogo posible y a un patético maniqueísmo tan sin autocrítica como digno de fanáticos o de parvularios. Me temo mucho que el Gobierno empieza a resolver la ambigüedad de su pretensa revolución en la versión no de la anhelada ruptura, sino del retorno: parecemos padecer una vuelta a 1984 y no me refiero solo al elemental símil con el año de inicio del autoritario gobierno de Febres-Cordero: releamos a George Orwell y su Ministerio de la Verdad en el libro cuyo título es precisamente ese año, para entenderlo.

Ilícito militar

21 de julio de 2007

El 19 de enero de 2007 se publicó en el Registro Oficial Nº 04 la Ley Orgánica de la Defensa Nacional cuya Disposición Transitoria Tercera, numeral noveno, derogó el artículo 99 letra e) de la Ley de Servicio Militar Obligatorio que establecía la existencia del llamado “permiso militar de salida del país”. Este documento, que Ecuador tenía el extraño y absurdo privilegio de ser el único país de América Latina en exigirlo, a partir de ese viernes de enero simplemente cesó de existir. Era evidente e inobjetable que, cesando su existencia este documento, cesaba también la exigencia que del mismo hacían los militares en los aeropuertos.

Era evidente e inobjetable para todos menos para las Fuerzas Armadas. La primera vez que salí del país después de la derogación de este “permiso” me encontré en el aeropuerto con que los militares todavía lo exigían. Uno me lo pidió y yo le expliqué que aquel documento ya no existía. Él me replicó que entonces requería mi cédula militar (de “feliz no idóneo” pensé yo) y le contesté que ese documento no tenía relación alguna con mi salida del país y que él, como militar, carecía de fundamento legal para requerirme ningún documento y que su acto, además de arbitrario, era una eventual instigación (como diría el diputado “mantel” Alonzo) a delinquir, o como le dije yo, a cometer un acto de corrupción. Él se justificó con el atajo habitual de la sinrazón: “Yo solo cumplo órdenes superiores”. Bueno, “razónelas”, le dije yo, pero el pobre estaba muy malenseñado a la impermeabilidad de las ideas y nuestra conversación fue estéril. No quise perder más mi tiempo, le mostré mi cédula militar (al menos este documento sí tiene la virtud de existir) y me fui con mis amigos de carnavales a Colombia. Ayer estuve en el aeropuerto J. J. Olmedo y consulté con unos militares y lo siguen pidiendo. No hay caso: la necedad es así.

Es así y puede ser todavía peor: ayer visité la Dirección de Movilización del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y pese a que hace un semestre se derogó este “permiso” lo siguen emitiendo: si usted desea sacarlo por primera vez el costo oscila entre 20 y 32 dólares. Conclusión: desde hace seis meses y dos días la ilegal emisión de este “permiso” produce a las Fuerzas Armadas (llamemos a las cosas por su nombre) pingües e ilícitas ganancias.

El presidente Correa declaró que el permiso policial de salida del país (cuya exigencia todavía es legal) constituye un “atentado a la libertad” y ordenó, dentro del Plan de Modernización de la Policía Nacional, su eliminación. En ese mismo tenor es necesario que el presidente Correa instruya a su ministra de Defensa Nacional, Lorena Escudero, a que obligue a la Dirección de Movilización de las Fuerzas Armadas a acatar la ley vigente, esto es, que los militares cesen de exigirnos en los aeropuertos un documento que no existe y que, fundado en esa misma razón, dejen también de emitirlo, porque estos actos constituyen no solo un grave “atentado a la libertad” (en palabras del Presidente) sino una evidente extorsión (en palabras del artículo 557 del Código Penal) a la ciudadanía. Quiero creer, señor Presidente, que sí puede cumplirse su voluntad de eliminar estos “atentados a la libertad”, acatarse la ley vigente como corresponde en un país que merezca llamarse democrático y acabar, de una buena vez y por todas, con este abusivo y absurdo ilícito militar.

Libertad de conciencia

14 de julio de 2007

La Resolución Nº 0035-2006-TC del Tribunal Constitucional (TC) que declara la inconstitucionalidad de los artículos 88 y 108 de la Ley de Servicio Militar Obligatorio es una sensata decisión. El artículo 188 de la Constitución establece que “el servicio militar será obligatorio. El ciudadano será asignado a un servicio civil o a la comunidad, si invocare una objeción de conciencia fundada en razones morales, religiosas o filosóficas, en la forma que determine la ley”. Los artículos inconstitucionales establecían, el 108, que la autoridad que calificaba la objeción de conciencia era el Director de Movilización del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y que el objetor de conciencia debía acuartelarse en una de las unidades de desarrollo de las Fuerzas Armadas, y el 88, que los ciudadanos remisos eran sancionados con limitaciones a sus derechos y libertades individuales.

El TC declaró que el artículo 108 violó el principio de independencia e imparcialidad en el caso de la autoridad que califica (por ser juez y parte) y el artículo 188 de la Constitución porque el objetor de conciencia no era asignado a un servicio civil o a la comunidad sino a un organismo dependiente de las Fuerzas Armadas, y que el artículo 88 violó los derechos al trabajo, estudio, libertad de contratación y libertad de circulación porque las sanciones de este artículo no permitían “que las personas ejerzan su derecho a la defensa, a contradecir pruebas, y no guardan proporcionalidad con la infracción, que no existe”. La Resolución del TC fue disputada: de nueve vocales, cinco a favor, cuatro en contra. Fue lamentable, eso sí, el argumento de quienes estuvieron en contra: en esencia, se redujo a señalar que como el artículo 188 de la Constitución establece la regulación legal de la objeción de conciencia y la ley, en efecto, la regulaba, no cabía la acción de inconstitucionalidad. Este absurdo formalismo prescinde del necesario análisis del contenido de la norma impugnada y constituye un argumento de verdad primario, esto es, propio de escuela primaria.

El TC considera que “los Estados están obligados a respetar el derecho de las personas a actuar según sus imperativos éticos, aun cuando esta objeción u oposición se fundamente en motivos de conciencia, en convicciones individuales. Así que se justifica y cobra razón que en un Estado democrático, los individuos puedan oponerse a normas que consideran injustas y, sobre todo, incompatibles con sus convicciones personales; y se vuelve imprescindible que el Estado se obligue a crear las condiciones para que este derecho pueda ser ejercido, creando el marco democrático necesario para garantizar que su ejercicio pueda ser posible”. En una sociedad como la nuestra, que limita con pobres argumentos de cariz religioso o patriótico el ejercicio de las libertades individuales, esta trascendental consideración del TC merece amplia difusión y análisis.

Un ejemplo de esta difusión y análisis lo tiene Mónica Vaca en su ‘Observatorio Ciudadano’ (cuya lectura recomiendo) que celebra la sensata resolución del TC con el título ‘Un triunfo para la libertad de conciencia’ y concluye su texto con las siguientes palabras: “Esta resolución del TC podría servir como un importante antecedente para que la Asamblea Nacional Constituyente elimine de la Constitución la obligatoriedad del servicio militar. Ojalá que algunos de los futuros asambleístas se informen sobre este tema”. Yo suscribo sus buenos deseos y sugiero, además, que esta resolución del TC, que garantiza el derecho a la libertad de conciencia, sirva como referente para una mejor defensa y mayor garantía de los derechos y las libertades individuales, que tanta falta nos hace.

'Beatles, hippies, jardines'

7 de julio de 2007

Hace 50 años y un día, 6 de julio de 1957, John Lennon y Paul McCartney se conocieron en una verbena en la iglesia de la parroquia St. Peter, barrio de Woolton, en Liverpool. Casi diez años después, el 1 de junio de 1967, The Beatles editó los 39,43 minutos que se repartieron en las trece canciones del memorable Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, primer álbum conceptual y el más influyente de la historia del rock. Paul McCartney declaró: “Grabamos Sgt. Pepper para alterar nuestros egos, liberarnos y divertirnos mucho”. Sin afán de reducirlo a un grupo, disco o frase, y acaso McCartney sin advertirlo tampoco, me permito constatar que su declaración le concede mucho sentido a un período trascendental de la historia reciente: la época del movimiento hippie.

Los hippies sucedieron en los años sesenta y revolucionaron la cultura occidental (y en alguna medida la mundial): el pelo largo, el amor libre, la música rock, el activismo político y las protestas contra la guerra, sus comunas, las drogas psicodélicas, la búsqueda espiritual, el nacimiento de movimientos medioambientales, feministas y de defensa de los homosexuales son referentes de su época. En palabras de Barry Miles, podía definirse a los hippies “por casi todo aquello que ‘la recta sociedad’ no era”. Para expresarlo con precisas palabras de Emil Cioran los hippies sembraron en la sociedad, con la simbólica fuerza de sus flores, “jardines de dudas”.

Otro jardín, en Grecia, muchos siglos antes: en el 306 a.C. el filósofo Epicuro estableció la llamada “escuela del jardín” en las afueras de Atenas, en un humilde huerto de hortalizas cuya entrada tenía esta deliciosa inscripción: “Forastero, aquí estarás bien. Aquí el placer es el bien primero”. En el jardín de Epicuro se admitía y se tenía trato de iguales con las mujeres y los esclavos (cosa inaudita para la época), se cultivaba la generosidad y la amistad (para Epicuro, “de todos los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad”) y se desarrolló una filosofía que antepone el individuo a la colectividad, desconfía de las instituciones y el poder (aunque tenga origen divino) y desprecia la moral tradicional: un pensamiento coherente y transgresor que mediante la autosuficiencia (autarquía), la serenidad del ánimo (ataraxia) y el goce racional de los placeres, señala el camino a la felicidad.

El filólogo español Carlos García Gual, entre otros, vislumbra analogías entre la filosofía de Epicuro y el ideario hippie: la reivindicación del ocio y del placer, la crítica al consumo y a la riqueza, la creación de nuevas formas de sociabilidad, la condena a la religión establecida. En tiempos en que imperan tristes lógicas de mercado y afanes de consumo que pretenden consumirnos en su vorágine, me agrada recordar a este feliz filósofo griego, que requería “de un pedazo de queso para darse un festín cuando le apetezca” y al ideario hippie, que bien puede simbolizarse en esta frase que consta en la única canción (Within you without you) que mi beatle favorito, George Harrison, escribió para el Sgt. Pepper: “cuando has visto más allá de ti mismo, acaso puedas percibir que la paz de tu mente está allí”. La conmemoración de este cincuentenario beatle me incentivó a escribir estas líneas; ojalá a ustedes los incentive a recorrer los jardines que propongo.