Lo que no quieren oír

16 de diciembre de 2005


Publicado en diario El universo el 16 de diciembre de 2005.

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La aprobación en el Congreso Nacional de un proyecto de ley que sanciona la publicación, sin consentimiento de las partes, de información que se transmita por los servicios de telecomunicaciones y otras formas de comunicación desató una polémica que involucra a medios de comunicación, órganos gremiales, miembros de la sociedad civil y diputados. Su impulsor, el ex presentador de programas deportivos Alfonso Harb, confesó ante la prensa sus intenciones: “Combatir a quienes hacen los pinchazos a las comunicaciones telefónicas para grabar las conversaciones personales”. Y apostilló: “Eso no es bueno”.

Pero la ley aprobada es, sin duda, mucho peor. Su redacción es confusa e imprecisa: no define qué es “información protegida”, el eje mismo de su propósito; tampoco limita la responsabilidad de las personas que participan en los hechos; peor aún, no se contenta con sancionar “los pinchazos a las comunicaciones telefónicas” pues también se aplica a “otros sistemas o formas de comunicación”; de manera inaudita y casi diríase cómica, permite la publicación de la información cuando exista “orden judicial de las partes” (¡?). En una ley penal, todas esas imprecisiones de redacción son inexcusables: contrarían los elementales principios de la certeza de la ley y de la lógica. Sus consecuencias serían el otorgamiento a los jueces de una discrecionalidad que, quién lo duda, será útil a oscuros intereses políticos.

Por su parte, la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódicos (AEDEP) se opone a esta amenaza a sus derechos constitucionales: en un reciente comunicado de prensa, enfatizó con razón que la ley de marras viola los artículos 23 num. 9 y 10 y 81 de la Constitución y recordó también que la Ley de Transparencia y Acceso a la Información, orgánica y especial, “norma el libre acceso a la información en manos del sector público y consagra los únicos casos de excepción a tal derecho constitucional”. A buen entendedor, pocas palabras.

La ley aprobada, sin embargo, no se limita solo a esas claras violaciones de la legislación nacional; desconoce también, con olímpico desdén, las obligaciones internacionales del Estado ecuatoriano en materia de libertad de expresión. En breve, la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión que adoptó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos expresa sin equívoco que “las leyes de privacidad no deben inhibir ni restringir la investigación y difusión de información de interés público. La protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público. Además, en estos casos, debe probarse que en la difusión de las noticias el comunicador tuvo intención de infligir daño o pleno conocimiento de que se estaba difundiendo noticias falsas o se condujo con manifiesta negligencia en la búsqueda de la verdad o falsedad de las mismas”. Este criterio tiene sustento en vasta jurisprudencia de la propia Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (véanse, por ejemplo, los casos Herrera Ulloa c. Costa Rica y Ricardo Canese c. Paraguay). Solo resta, entonces, que el Presidente vete totalmente esta ley. Porque en definitiva la libertad de expresión, como acuñó George Orwell, “si significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.

¿El Sur también existe?

1 de diciembre de 2005

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Publicado en diario El universo el 1 de diciembre de 2005. 

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Bush se repantiga en su silla, muy cómodo y lejano. Ojea una revista o conversa, sonrisa ladeada y socarrona mediante, con sus asesores. No se inquieta, pues sabe que juega el juego de la política americana con vasta ventaja. Tampoco se preocupa de intervenir (enhorabuena, pues mucho no se puede confiar de la oratoria de quien dijo que África era un país o que refirió que muchas de las importaciones de EE.UU. –oh, sorpresa- vienen de ultramar) pues con un par de primarias exposiciones le basta y le sobra para instalar el orden (o casi) en casa. Además, para la defensa de su posición tiene a sus áulicos, Paul Martin, de Canadá y Vicente Fox, de México, sus socios en el NAFTA.

Esta despreocupación de George W. Bush sucedió en el marco de la IV Cumbre de las Américas, que la OEA organizó en Mar del Plata los primeros días de noviembre intitulada “Crear trabajo para enfrentar la pobreza y fortalecer la gobernabilidad democrática”. La pompa del título enunciaba un compromiso necesario para el desarrollo que, sin embargo, se opacó porque el fantasma del ALCA orondo recorrió los pasillos de la Cumbre y se coló por invitación especial de Estados Unidos en una agenda que no lo contemplaba. Y vaya si pesó bastante: una discusión que debió concluir a la 12:30 para pasar a un comedido almuerzo de naderías se prolongó hasta las 18:30 con el solo propósito de introducir el ALCA en la Declaración Final donde sobrevivió, fraccionado, en un párrafo 19 que afirma que algunos países de América lo apoyan y que otros (Venezuela y los países del Mercosur) no. Una clara solución de compromiso, alejada de la vida plena que pretendía insuflarle Estados Unidos y también de la muerte anticipada que un retórico Chávez le decretó en la paralela III Cumbre de los Pueblos.

En ese contexto, La mayoría de los gobernantes americanos fueron conscientes de su rol de meros comparsas de la fiesta texana de las Américas. San Cristóbal y las Nieves, Barbados u Honduras, ergo, América Central y el Caribe no pueden considerarse, salvo por la ficción jurídica que la palabra supone, países soberanos. Y lo propio fue cierto para los países andinos, salvo para uno, Venezuela, y la excepcionalidad se extendió a un bloque entero, el Mercosur, quienes fueron los únicos voceros de la resistencia y de un pensamiento que difiere del hegemónico.

Pero, por supuesto, no basta aquello para que Bush pierda su sonrisa socarrona, pues su juego de cartas marcadas no lo obliga ni siquiera a desgastarse (para ello tiene a Irak, a los huracanes de su política interna). Para atacar a Venezuela, cuyo presidente enfatiza sus críticas a Estados Unidos y ejecuta o propone varios proyectos que merecen un análisis más detallado (Telesur, Petrocaribe, ALBA) utiliza a su paje mexicano Vicente Fox, con la previsible intención de aislar a Venezuela de los países del Mercosur. Y es evidente que Venezuela no la tiene sencilla: el demagógico Hugo Chávez es un blanco cómodo para la prensa facilona y su política exterior depende demasiado de su bonanza petrolera.
 
En contraste, el Mercosur sí tiene la posibilidad de ejercer una política con un liderazgo más sólido (Argentina, Brasil) y con una proyección más sustentable, en aras de otorgarle sentido a la incipiente Comunidad Sudamericana de Naciones, esa nueva promesa del Sur. Aunque para que ello suceda se deba luchar contra las imposiciones de Estados Unidos y contra la larga tradición de fracasos de integración que padecemos desde el Congreso Anfictiónico de Panamá que convocó Bolívar en 1826. En breve, entonces, la tarea de Sudamérica es trocar la pregunta que encabeza estas líneas por la clara afirmación que canta Serrat con letra de Mario Benedetti: que el Sur también existe.

Ley de ciegos

3 de noviembre de 2005


Publicado en diario El universo el 3 de noviembre de 2005.

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Imagínense un país cuya legislación restrinja el ingreso a su territorio a ciegos, analfabetos, inválidos, mendigos, epilépticos, desviados sexuales, alcohólicos, leprosos, atávicos, prostitutas y quienes las acompañen, y a todos aquellos de quienes un agente de migración de ese país sospeche que puedan ingresar a su territorio para “comprometer la seguridad nacional”. Para que se torne el panorama aún menos civilizado, imagínense que en el tal país el procedimiento que hace efectiva la exclusión de esos extranjeros sea discrecional, no judicial y no impugnable, es decir, arbitrario. Por supuesto, todo ello configuraría un claro síntoma de barbarie.

Sin embargo, el breve tránsito de la imaginación a la realidad sucede si se tiene a la mano la Ley de Migración que el senil dictador Velasco Ibarra dictó el 30 de diciembre de 1971 y se hace lectura de sus artículos 5, 9, 17, 23, 28 y 30. Es así, brutal y absurdo: si el Agente Luis Sigche y Cuntes, a vuelo de pájaro, se apercibe de la ceguera del buen José Feliciano, puede entonces espetarle al amparo de esa ridícula legislación: “lo siento señor Feliciano, el artículo 9 fracción VIII de la Ley de Migración impide su ingreso a territorio ecuatoriano. Verá, señor Feliciano, mismo usted es ciego, pues”.

Pero no nos asombremos, pues se puede fatigar aún más la infamia. Imagínense ahora un Tribunal Constitucional (en este país, sí, por favor, hagan uso de su imaginación) que reciba un caso que denuncia esas barbaridades y que en lugar de considerar que, por ejemplo, discriminar la entrada de un inválido o de un ciego a territorio nacional o permitir que una mera sospecha de un agente cualquiera constituya el fundamento para la exclusión del ingreso de un extranjero a territorio nacional son claras violaciones a la Constitución (artículos 23 num. 3, 24 num. 17, 47 y 191 para más señas) sostenga que no es así, y decida, en uso del anverso del sentido común que “en el eventual caso de declararse la inconstitucionalidad de las normas impugnadas, significaría atentar directamente contra nuestra soberanía y poner en riesgo inminente no solamente la seguridad interna, sino que también, se pondría en riesgo la integridad misma de sus ciudadanos en todos sus órdenes”. Por supuesto, tal Tribunal Constitucional nunca condescendería (porque no puede) a la dignidad de explicar la torpe manera en que un cieguito o un inválido pueden poner en riesgo tanto la seguridad interna como la integridad ciudadana. Pobrecito José Feliciano: ahora resulta que en su condición de ciego no solo no puede ingresar al Ecuador sino que, además, de acuerdo con esa triste y enfermiza lógica, constituye también un auténtico peligro público.

Este vergonzoso episodio de literatura jurídica no es ficticio; sucedió en este triste país con nombre de línea imaginaria mediante la Resolución No 040-2002-TC del extinto Tribunal Constitucional firmada por su entonces Presidente Oswaldo Cevallos y cuyos cómplices fueron Burbano, Camba, de la Torre, Nogales, Rojas y Zavala. No estuvo Herrería y el único voto digno y razonado fue el disidente: lo que el TC despachó en trece patéticas parrafadas, el Magistrado Mauro Terán lo analizó, con detalle, en el triple de tamaño y con el céntuplo de seso. Por supuesto, Terán resolvió, en buena medida, a favor de los demandantes.

En un libro justamente célebre, Sobre Héroes y Tumbas, el escritor argentino Ernesto Sábato incluyó un Informe sobre Ciegos, mismo que en sus propias palabras “puede ser una metáfora de la noche, de los instintos, del infierno”. El aciago panorama descrito no impide pensar que la Ley de Migración y la Resolución del Tribunal Constitucional son tristes y burdas metáforas de esos mismos conceptos.

Presos políticos

20 de septiembre de 2005


Publicado en diario El universo el 20 de septiembre de 2005.

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Cinco años de reclusión en la prisión de Omsk, Siberia, hicieron que en Recuerdos de la Casa de los Muertos Fiodor Dostoievski escribiera que “el grado de civilización de una sociedad puede juzgarse por el estado de sus prisiones”. El juez Cançado Trindade recordó ese episodio con ocasión de su voto razonado a la sentencia del caso “Tibi contra la República del Ecuador” en el cual la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado por las degradantes condiciones que padeció el francés Daniel Tibi durante su permanencia en la Penitenciaría del Litoral.

Dentro de las pruebas que se presentaron en el proceso constó la declaración del investigador galo Allain Abellard, quien concluyó que “la arbitrariedad, la falta de condiciones sanitarias, las epidemias ignoradas y la corrupción generalizada eran eventos cotidianos” en la “infernal” cárcel de Guayaquil. El perito Santiago Argüello Mejía, por su parte, dictaminó una verdad cuando consignó que “el personal carcelario, en complicidad con algunos internos, participa y valida un sistema de alquiler y compra de espacios y organiza tráfico de drogas, alcohol y armas, lo que aumenta los privilegios, las discriminaciones y agudiza la violencia” y, añadió otras más, cuando enfatizó sobre la precariedad del “sistema carcelario de salud” (es un decir) y sobre la más conspicua de nuestras señas de identidad nacional: la impunidad para las violaciones de derechos humanos.

Con esos hechos probados, entre otros, la Corte Interamericana sostuvo que las condiciones de detención de Tibi “no satisficieron los requisitos materiales mínimos de un tratamiento digno” y que en sintonía con el clima habitual de impunidad, “el Estado no ha investigado, juzgado ni sancionado a los responsables de las torturas” a las que Daniel Tibi fue sometido. La Corte, entonces, condenó al Estado ecuatoriano a “establecer un programa de formación y capacitación para el personal judicial, del ministerio público, policial y penitenciario, incluyendo el personal médico, psiquiátrico y psicológico, sobre los principios y normas de protección de los derechos humanos en el tratamiento de los reclusos” y obligó a la asignación presupuestaria y a la creación de un comité para viabilizar tal cometido. Por supuesto, poco o nada (más probablemente nada) hace el Gobierno para cumplir esta obligación que desde el 7 de septiembre del 2004 se le impuso.

El caso de Daniel Tibi no es una excepción sino un síntoma de la miríada de falencias del sistema penitenciario, donde el consumo y tráfico de drogas, la posesión de armas y el hacinamiento son moneda corriente. Si se suman los abusos al dictar prisión preventiva, la demora de los trámites y la venalidad de sus jueces se consolida el atroz panorama de nuestra demacrada institucionalidad. “Si esta cárcel sigue así/ todo preso es político” son certeras palabras que cantan en clave de rock Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y que apuntan a la médula del problema carcelario, porque el origen del drama de las prisiones se halla en la política, o mejor dicho, en la ausencia de ella: la desidia del Gobierno y de nosotros, la sociedad civil, que ante ese drama somos pasivos e inertes, nos hace a todos cómplices de ese estado de cosas. Mientras, en esa tierra de nadie que son las prisiones, todo preso es político, y la vida de cada uno de ellos, si la frase de Dostoievski que abre estas líneas es cierta, sirve al propósito de poner en evidencia el tamaño de nuestra barbarie.

Hecatombe

25 de agosto de 2005


Publicado en diario El universo el 25 de agosto de 2005.

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Juan Pablo Toral expone una obra en el Salón de Julio que se compone de cien vacas, idénticas unas a otras, uniformes, grises, y alineadas de manera secuencial. En el arete de cada una de ellas consta, a manera de sello e identificación, una cifra, que representa una fecha. Algunas de ellas nos son familiares: el 29-01-1942, por ejemplo, que fue el día que se firmó el Protocolo de Río de Janeiro (y también el día que el canciller de Brasil, Oswaldo Aranha, le espetó al canciller ecuatoriano Tobar Donoso la certera frase: “Aprendan a ser país, y luego reclamen sus derechos” -aún seguimos en la fase de aprendizaje-), el 28-01-1912, el día del aciago asesinato de Alfaro, o el 08-03-1999, el día en que se declaró el infame “feriado bancario” y se inició, formalmente, el desastre de la banca nacional. Otras fechas puede que no convoquen los hechos a la memoria pero no dejan de ser manchas para la historia del país: constan allí los tratados de límites y despojos, las batallas perdidas, las guerras civiles, los golpes de Estado, las humillaciones y los abusos. Las muertes de Manuel Maldonado, de Juan Borja y de Santiago Viola ordenadas por el dictador García Moreno, el asesinato de Monseñor Checa y Barba en el momento que consagraba el cáliz, los crímenes de Estado de Milton Reyes, de Abdón Calderón, de Nahím Isaías y de los hermanos Restrepo. La muerte de Vicente Salazar, el primero de los jubilados en fallecer por causa de su dignidad, y tantas otras historias, que suman en total cien, que pueblan los libros o tienen un carácter mínimo, pero que, en todo caso y según insana costumbre, tienden a naufragar en un mar de olvido. La obra obtuvo Mención de Honor en el Salón de Julio y se titula, justamente, Hecatombe.

Es así, pues hecatombe, además de evocar la idea de desgracia o catástrofe, significa en la acepción etimológica que recoge el Diccionario de la Real Academia “sacrificio de cien reses vacunas u otras víctimas, que hacían los antiguos a sus dioses”. De esa definición se apropia Juan Pablo Toral para articular, de manera lúcida, la rememoración (incluso el rescate) en clave visual de cien fechas que son aciagas para la historia del Ecuador, con la intención de que sirvan al propósito de una necesaria catarsis social, producto de su análisis y su discusión, de su afán de no olvidarlas (pues como dijo Montalvo “ignorar los tiempos pasados es no ser aptos para los venideros”) para, eventualmente, superarlas. Esto, por supuesto, es una utopía. Pero es también, al mismo tiempo, un proceso necesario en aras de la expiación de los sentimientos de inseguridad y de derrota, del complejo de inferioridad de la mayoría de los ecuatorianos: en otras palabras, es una invitación a reflejarnos en el espejo roto de nuestra identidad. Y todo ello, con el afán de sacar algunas conclusiones sobre nosotros mismos que nos ayuden a conocernos y a enfrentar (sí, a enfrentar: la vida en sociedad tiene mucha más relación con la lucha que con la danza) de mejor manera la cotidianidad de la convulsionada sociedad en que vivimos. La propuesta que se deriva de Hecatombe, entonces, es conocer la historia para no condenarnos a su repetición y, en consecuencia, propiciar la exhumación de los hechos que la constituyen, pues solo quienes tienen el valor de asumir ese compromiso pueden asumir la fuerza necesaria para intentar el cambio de la realidad. Esa hecatombe, ese sacrificio de la historia, debe ser nuestra tarea ciudadana en aras de que su otro significado, el coloquial y común, no sea el vocablo que termine por mejor definir el devenir de nuestra vida como República.

Mucha música, pocas nueces

5 de agosto de 2005


Publicado en diario El universo el 5 de agosto de 2005.

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Los días que cambiaron el futuro de África sucedieron hace ciento veinte años cuando en la Conferencia de Berlín los representantes de las potencias europeas decidieron su reparto territorial, con exclusiva sujeción a sus imperialistas intereses. Cien años después, en 1985, el primer concierto Live Aid quiso cambiar la situación africana, tributaria de la saña europea de aquella época. Diez horas de rock, 17.000 toneladas de grano, 2.000 de leche en polvo, 1.200 de azúcar, cosas que el dinero sí puede comprar y un disco fueron su resultado. La cubierta de este último afirma que el día del concierto fue el día que “la música cambió al mundo”. Digamos, para traer la idea a tierra, que solo fue un buen intento de caridad digestiva.

Hace unos días, sin embargo, se volvió a la carga con un nuevo Live Aid cuyos objetivos visibles eran que el primer mundo aumente su ayuda a África y se condone a ésta su deuda externa. Hubo mucha publicidad y fue un éxito rotundo de difusión, con reunificación de Pink Floyd incluida y un 85% de la humanidad como espectadora. Su promotor, Bob Geldof, estimó que era una “oportunidad única” para salvar a África. Pero se trató solo de mucha música y pocas nueces: el G-8, reunido en Gleneagles, se mantuvo firme en lo suyo, que es defender los intereses de las potencias, tal como sucedió en la Conferencia de Berlín de antaño. Aunque, justo es decirlo, algo de caridad le concedieron a las arcas africanas. Pero quienes sí llevaron la parte del león, como es tradicional, fueron las transnacionales del pingüe negocio de la distribución y la publicidad del concierto: AOL Time Warner, Ford Motor Company, Nokia y EMI Music. La frase de la verdad la dijo el economista canadiense Michel Chossudovsky, “el concierto desvía la opinión pública y distrae la atención mediática del movimiento de protesta contra el G-8, sirve para minar la expresión de voces más radicales [y es útil] para atraer a consumidores y ganar dinero”.

Es evidente que África necesita ayuda y que la colaboración de los artistas pop sirve, en alguna medida, a ese propósito. Pero cabe advertir que las posibilidades de desarrollo de los países del tercer mundo no dependen tanto de la buena voluntad de otros como de la firme acción de nosotros en defensa de nuestros intereses, que tiene expresión, por ejemplo, en la integración del bloque que conforman, entre otros, Brasil, India y China en el marco de la OMC o en la creación de la naciente Comunidad Sudamericana de Naciones. Es imperativo, entonces, reflexionar sobre el contenido de la dádiva y sobre las reales posibilidades de desarrollo tercermundistas, pues se corre el riesgo cierto que la cubierta del disco del concierto de este año diga también, con desenfado, que ese día se cambió el mundo. Y que para variar, nosotros lo terminemos creyendo.

A nosotros, los culpables

16 de mayo de 2005


Publicado en diario El universo el 16 de mayo de 2005. 

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A menudo, en el curso de las conversaciones de índole política suele uno referirse despectivamente a quienes, supuestamente, han conducido al país a su estado actual. Un breve repaso mental apuntaría a varios nombres ilustres (o no tanto) dependiendo de las filias y las fobias políticas de cada quien: claro, es usual que sea otro el responsable y que suya sea la culpa. Este simplismo omite una verdad de Perogrullo pero esencial: que la administración de un país, el desarrollo de su cultura democrática, no lo construye (ni lo destruye tampoco) una sola persona: se trata, necesariamente, de una tarea colectiva. Una tarea en la que, debemos admitirlo, la mayoría de los ecuatorianos hemos sido morosos. La jodienda del país se debe a que permitimos que otros lo manipulen a placer y que ante ese hecho cotidiano no hagamos sino lamentarnos o lanzar improperios pero en la práctica no actuemos en consonancia con nuestra propia crítica y, peor aún, que sea probable que en idéntica situación a la que criticamos hiciéramos lo mismo que hacen los otros. (El ladrón, sin ocasión para robar, se cree un hombre honrado.) Esa pasividad, esa inconsistencia, constituyen casi un sello de identidad nacional.

Esta realidad aciaga, en cierta medida, ha sido puesta en entredicho por los últimos sucesos. La revuelta forajida del 20 de abril nos enseña una importante lección: la fuerza que la ciudadanía, organizada de manera autónoma, puede tener cuando actúa cohesionada y exige cambios. Pero esta espontánea revuelta no debe confundirse con una revolución: la primera se agota en sí misma, dejando que los mismos de siempre ocupen sus localidades habituales y manejen la política a su antojo. La segunda supone la consumación de las permutas que propone la revuelta: implica un cambio psicológico, que por sí mismo no les sucederá a los políticos (se sabe bien que estos prometen de acuerdo con sus esperanzas y cumplen de acuerdo con sus temores) sino que debe asumirlo el ciudadano común: ese importante paso sucederá cuando su otrora energía revoltosa se canalice en propuestas específicas y en participación tan constante como orientada dentro de los parámetros democráticos (pues desde Camus sabemos que matar a un inocente por defender una causa justa no es defender una causa justa sino matar a un inocente) que son los propicios para el desarrollo de una cultura política que tanta falta nos hace.

De cara a los próximos días, ése es el grave reto: la construcción de un país a partir de su ciudadanía comprometida con el cambio de las formas tradicionales de participación política. Los primeros días del nuevo gobierno avizoran que la retórica expresada en la agitada jornada de la CIESPAL corre el riesgo de escurrírsenos como arena entre los dedos. No permitirlo es la tarea de todos los ciudadanos, pues la vuelta a la rutina de la crítica inconsistente o la pasividad constante, esas tradicionales formas de la acción política ecuatoriana cuando no somos iracundos, han probado no servir para nada salvo para que se repita el mismo ciclo de exclusión y de mesa servida para pocos. Hagámonos un favor, ciudadanos, y asumamos la gran parte de responsabilidad que nos corresponde.