Elogio de un político conservador

27 de octubre de 2023

            Publicado en diario Expreso el viernes 27 de octubre de 2023.

Eloy Alfaro y sus huestes perpetraron el 1 de enero de 1906 un golpe de Estado contra el gobierno del Presidente Lizardo García (cuyo gobierno había empezado el 1 de septiembre de 1905). Tras una campaña fulminante que concluyó el 17 de enero con la entrada de Alfaro y su personal en Quito, este golpe de Estado significó, entre otras cosas, la eliminación de la Vicepresidencia de la República por cuarenta años. 

En este período sin Vicepresidente de la República (1906-1946) ocurrieron el período más estable de la política ecuatoriana hasta ese momento (los gobiernos consecutivos de Plaza, Baquerizo y Tamayo entre 1912 y 1924) y el período más inestable de la política ecuatoriana de todos los tiempos (1924-1948), con más de treinta máximas autoridades del Poder Ejecutivo (incluidas dos juntas de gobierno) en 24 años, en los que ningún presidente elegido por la voluntad popular concluyó su período (fueron cinco, y uno ni siquiera llegó a posesionarse).

Esta columna es la muy breve historia de cómo el retorno de la Vicepresidencia de la República en 1946 permitió que concluya el período de mayor inestabilidad política del Ecuador. 

Velasco Ibarra fue elegido Presidente Constitucional en seis ocasiones: cuatro por la voluntad popular y dos por Asambleas Constitucionales. En la segunda ocasión que una Asamblea Constitucional eligió a Velasco Ibarra, ese órgano aprobó el 31 de diciembre de 1946 una Constitución que recuperó la Vicepresidencia de la República. Esta Asamblea Constitucional fue conservadora y eligió para Vicepresidente de Velasco Ibarra a Mariano Suárez Veintimilla, presidente del Partido Conservador.

Velasco Ibarra fue designado Presidente para el período 1946-1948, pero el 23 agosto de 1947 se sublevó una parte del Ejército comandada por el coronel Mancheno, Ministro de Defensa de Velasco Ibarra, que lo obligó a renunciar. Cuando el golpe de Estado de Mancheno fracasó, como Velasco Ibarra ya había renunciado, debió asumir la Presidencia Suárez Veintimilla. Y entonces la institución de la Vicepresidencia probó su utilidad.

Siendo el primer conservador que asumía la Presidencia desde que Alfaro entró en Quito en 1895, Suárez empezó su gobierno el 3 de septiembre de 1947 con el compromiso de renunciar en seguida, para permitir a un Congreso Extraordinario la designación de un Vicepresidente de consenso quien, concretada la renuncia del Presidente Suárez, debía reemplazarlo y conducir un período de transición para desembocar en la primera elección popular organizada por un órgano electoral independiente. Ese Vicepresidente de consenso fue Carlos Julio Arosemena Tola. El período presidencial de Suárez concluyó el 16 de septiembre, para un total de trece días de gobierno.   

Tras el retorno de la Vicepresidencia en 1946, ella fue la pieza de sacrificio que permitió destrabar un escenario de conflicto. Este gesto del otavaleño Mariano Suárez Veintimilla, quien en su mensaje al Congreso Extraordinario del 15 de septiembre afirmó que esperaba pasar “a la Historia con caracteres de honor”, impulsó un período de estabilidad en la política ecuatoriana. 

En una política tan emponzoñada como la nuestra, este gesto de Suárez luce extraño, casi surreal.    

La "leyenda negra"

20 de octubre de 2023

            Publicado en diario Expreso el viernes 20 de octubre de 2023.

No se la calificó así, porque el polaco Raphael Lemkin (quien acuñó el término “genocidio” para describir los horrores de la Alemania nazi) nació recién el año 1900. Pero la conquista de América bien puede ser caracterizada como un genocidio. 

Uno que fue contemporáneo de la conquista, el sacerdote sevillano Bartolomé de las Casas, publicó en 1552 un libro titulado Brevísima relación de la destrucción de las indias, que es una descripción al detalle de la violencia generalizada y sistemática (i.e., “genocida”) de los conquistadores europeos en contra de los nativos de América. Se puede resumir su grave denuncia en esta idea prístina: “en estas ovejas mansas (…) entraron los españoles, desde luego que las conocieron, como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, e hoy en este día lo hacen, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas, y destruillas por las extrañas y nuevas y varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad”.

Este libro de Bartolomé de las Casas contribuyó a la creación de una “leyenda negra” perjudicial al Reino de España. Se empezó a difundir el libro en los países europeos, en traducciones al latín y a varias lenguas modernas. Entonces, en España prohibieron el libro (al tiempo que fomentaron la lectura de un apologeta de la conquista, el sacerdote Juan Ginés de Sepúlveda), pero el daño ya estaba hecho: los enemigos del Reino de España (en tiempos de la España imperial, ella era el país que en Europa se amaba odiar) usaron la “leyenda negra” en su contra, con el firme propósito de criticar y desacreditar (de forma hipócrita, sobra decirlo) a aquel imperio donde jamás se ponía el sol. Por aquellos días, Guayaquil, Ámsterdam y Manila, todas eran gobernadas por un mismo monarca español. 

Pero tratados firmados en el Norte de Europa (Westfalia en 1648, Utrecht en 1713) cercenaron al Reino de España de sus posesiones europeas: por la Paz de Westfalia, España perdió los Países Bajos; por la paz de Utrecht, España perdió el resto de sus posesiones europeas y, en consecuencia, ella quedó reducida tan sólo a la Península Ibérica (menos Portugal), y a sus territorios en América que conquistó de manera tan violenta, y a las islas Filipinas.

Todavía no nacía Raphael Lemkin cuando en 1898, el imperio que perpetró un genocidio en el siglo XVI y en el que alguna vez nunca se puso el sol, perdió todos sus restos en una “espléndida guerrita” (“a splendid little war”), como la supo calificar el Secretario de Estado de los Estados Unidos, John Jay. Antes de este episodio final, a principios del siglo XIX, la mayor parte de América se había independizado del reino de España. Después de la “espléndida guerrita”, que demoró de abril a agosto de 1898 y en la que España causó un número mínimo de muertos a los Estados Unidos (de la mayoría de muertos estadounidenses se ocuparon la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales), el país del Norte tomó para sí Cuba, Puerto Rico y Filipinas. 

De su imperio, entonces, a la orgullosa España le quedó el recuerdo. Y allí mismo quedó la “leyenda negra”, a su imperio tan asociada. 

Una playa boliviana

13 de octubre de 2023

            Publicado en diario Expreso el 13 de octubre de 2023.

Mientras la República del Ecuador casi se disolvía en el vértigo de la guerra civil ocurrida entre los años 1859-1860, el expresidente José María Urbina salió del país y se exilió en Cobija, un puerto de mar de Bolivia que durante un tiempo se llamó Puerto La Mar (como homenaje al gran Mariscal cuencano José Domingo de La Mar). Mirando una playa de mar boliviano, el expresidente Urbina debió recordar su encumbramiento al poder una década atrás, en 1851. 

En aquel tiempo, el general Urbina capitaneó la tercera interrupción exitosa de un gobierno en la breve historia del Ecuador (casi 21 años de malvivir como Estado). Justificó su golpe de Estado en un supuesto apoyo del Presidente en funciones a un exPresidente, el general Juan José Flores. Urbina empezó a gobernar como Jefe Supremo, organizó una Convención que lo eligió Presidente Constitucional en 1852 y dictó una Constitución que fue, en esencia, la de 1845 reformada. 

Urbina gobernó como Presidente Constitucional por cuatro años. En 1856, lo sucedió su compadre el general Francisco Robles, a quien el país se le fue para el carajo allá por 1859. 

Durante esos meses que el general Urbina permaneció en Cobija, él habrá pensado (orquestado, maquinado) su retorno al Ecuador. Por esos mismos días empezaron a administrar el Ecuador los conservadores, pues tras la guerra civil emergió el liderazgo autocrático de Gabriel García Moreno y su primera presidencia constitucional (1861-1865). Urbina desafió por las armas al gobierno de García Moreno en varias oportunidades. 

Combatiendo una de las invasiones de Urbina, murió el exPresidente Juan José Flores, de quien Urbina había sido su edecán, y luego fue su enconado enemigo. 

El exagerado temor a que vuelva el exPresidente Urbina fue la justificación que ofreció García Moreno para ejecutar un nuevo golpe de Estado en enero de 1869. De esto se pasó a una Convención que lo eligió Presidente a García Moreno y que dictó una Constitución motejada como la “Carta Negra”, que requería ser católico para ser ciudadano. A su proyecto delirante sólo lo pudo detener su muerte, a tiros y machetazos, en agosto de 1875.

Urbina lo había sobrevivido a Flores, y ahora sobrevivió a García Moreno. Y estaba presto a volver al Ecuador cuando se presente la ocasión. A fines de 1875 se eligió, por voto popular, Presidente a Antonio Borrero; no había pasado ni un año de su gobierno, cuando se sublevó la Comandancia Militar de Guayaquil a cargo del general Ignacio de Veintemilla, con el apoyo del Municipio de la ciudad. 

Se presentó entonces la ocasión: Urbina regresó al Ecuador a apoyar este nuevo Golpe de Estado. Triunfó sobre las tropas del Presidente Borrero en la batalla de Galte en diciembre de 1876.

Formó parte del gobierno, pero se desilusionó cuando Veintemilla se declaró dictador (esta vez por auto-Golpe de Estado) en marzo de 1882. La política ecuatoriana era incorregible, una sucesión de vilipendios y violencias, de abusos sin cuento, un chuchaqui sin fin. Y su tiempo había pasado. Urbina se retiró a la tranquilidad de su residencia, en el centro de esta ciudad.

Unos treinta años después de su exilio en una playa boliviana, en 1891, murió en Guayaquil el Presidente Urbina. 

La celeste y blanco

6 de octubre de 2023

Este 9 de octubre conmemoramos el aniversario del día en que Guayaquil se independizó de España, siendo la primera ciudad que se declaró independiente de las que conformaron el Ecuador en 1830 (pues el 10 de agosto de 1809 en Quito no fue independentista, fue autonomista; no trató de romper con España, fue un reacomodo en ella). 

El 9 de octubre de 1820, tras una revuelta que duró una madrugada y su amanecer, las autoridades reunidas en el Cabildo de Guayaquil firmaron un acta que de forma inequívoca expresó que se había “declarado la independencia, por el voto general del pueblo”. La bandera que representó este momento fue de colores celeste y blanco. 

En seguida, el 8 de noviembre se reunió un Colegio Electoral compuesto por 57 representantes de la provincia de Guayaquil. Tras tres días de sesiones ellos dictaron un “Reglamento Provisorio de Gobierno”, en el que se afirmó que la provincia de Guayaquil se encontraba en “entera libertad para unirse a la grande asociación que le convenga” en la América del Sur. Para Olmedo, este 8 de noviembre que se reunieron los 57 representantes fue el día de la libertad de Guayaquil. Ese día flameó, de seguro, la celeste y blanco.

Pero Bolívar la mandó a arriar, cuando en julio de 1822 entró a Guayaquil acompañado de un ejército de “bravos colombianos” para sumarla manu militari como el extremo Sur de la República de Colombia. Durante 1822 y 1830, Quito, Cuenca y la violentada Guayaquil fueron colombianos. Se los llamó “Distrito del Sur” y, de manera casi invariable, fueron gobernados como un territorio de ocupación militar (con estado de excepción y hombre de armas al mando).

Cuando en 1830 ese Distrito del Sur se separó de Colombia, se abandonó la sujeción a un centro colombiano (Bogotá) pero no se ganó una plena autonomía. Bolívar lo entendió bien, cuando escribió que los ecuatorianos “todavía son colonos y pupilos de los forasteros: unos son venezolanos, otros granadinos, otros ingleses, otros peruanos, y quién sabe de qué otras tierras los habrá también”. Y Bolívar también vio claramente que aquella dominación extranjera sobre el Ecuador iba a ser temporal: “esos Jefes del Norte van a ser echados de ese país’. Y así ocurrió.

Como lo hizo el polemista Roberto Leví Castillo, bien se podría hablar de unos años de “ocupación grancolombiana” del Ecuador entre 1822 y 1845. Ello tiene sentido, dado que tantos extranjeros gobernaron: un venezolano fue su Presidente como por diez años, hubo una pléyade de ministros de todas partes, y lo más importante, tuvieron los extranjeros el control, tanto por su alto mando como por su elemental composición, del Ejército. (En un país paupérrimo, allí estaba la plata.)

A esta “ocupación grancolombiana” la quebró la revolución del 6 de marzo de 1845, capitaneada en lo militar por el general guayaquileño Antonio Elizalde y dirigida en lo civil por un triunvirato compuesto por los guayaquileños Olmedo, Noboa y Roca. Como se dice en su Acta, la revolución marcista se hizo para vindicar “el honor y dignidad de este país, humillado por algunos años bajo el yugo extraño de un poder absoluto”.

Y aquel día de verdadera autonomía para el Ecuador, volvió a ondear la libertaria bandera celeste y blanco.