¿De qué libertad hablamos?

29 de diciembre de 2007

En su libro El Sentido del Derecho el profesor español Manuel Atienza explica que el término “ideología” tiene una acepción descriptiva o neutral (cuando se refiere a los “sistemas de ideas, las concepciones del mundo que funcionan como una guía para la acción en el campo de la política, del Derecho o de la moral”) y una acepción peyorativa (cuando se refiere “al conocimiento deformado de la realidad, a un fenómeno de falsa conciencia”). Utilizaré este término en su última acepción para fundamentar la crítica al Municipio local que me propongo hacer en esta columna.

El Municipio de Guayaquil suele afirmar la supuesta condición “libérrima” de quienes habitamos esta ciudad. Yo sostengo, sin embargo, que el uso que las autoridades del Municipio local hacen de la palabra libertad es ideológico en su acepción peyorativa y expongo dos argumentos en este sentido:

El primero: las Ordenanzas del Cantón Guayaquil son pródigas en términos tales como “orden público”, “bien común” y “buenas costumbres”. Estos anchos términos permiten la aplicación de graves restricciones al uso ciudadano de los espacios públicos que directamente coartan varios derechos civiles que la Constitución nos garantiza (los derechos al libre desarrollo de la personalidad, a la libertad de reunión, de expresión, de circulación, a la igualdad, a la protesta) en parte debido a la escasa formación jurídica, cultural y cívica de la Policía Metropolitana y de los guardias privados que aplican esas restricciones (cosa que, por supuesto, no es tanto responsabilidad de ellos como de la propia Municipalidad de Guayaquil y de sus fundaciones adláteres, las que, sea por negligencia o porque sencillamente no les interesa hacerlo -me temo mucho que la verdadera razón sea la segunda- no los instruyen de manera debida en el respeto a las libertades individuales de los ciudadanos) pero también porque así lo desean las políticas públicas que la Municipalidad nos impone. El derecho en el marco de una sociedad democrática no debe tolerar estas restricciones a la libertad: los derechos de los individuos, como sostuvo el lúcido filósofo Ronald Dworkin en su libro Los derechos en serio, sirven para proteger su autonomía individual y deben ser vistos como “cartas de triunfo” frente a las restricciones que contra su ejercicio pretendan imponerse. Así, la Municipalidad de Guayaquil, más allá de su retórica ideológica-peyorativa, en materia de libertades individuales tiene una enorme deuda para con nosotros, los ciudadanos.

El segundo: ninguna de las Ordenanzas del Cantón Guayaquil establecen la obligación de las autoridades del Municipio local de consultarnos sobre la política y la obra públicas cuya aplicación pretenden, como tampoco instituyen ningún canal de comunicación para que los ciudadanos ejerzamos nuestro derecho a expresarnos con relación a éstas. Así, el Municipio local nos coarta nuestra libertad de participar en la construcción de la ciudad en que vivimos y revela pretender un absurdo: una ciudad que, como su lema, sea Más Ciudad pero con la Menos Ciudadanía posible. (Algunas aristas de este absurdo se exploraron en el excelente artículo que Leila Guerriero publicó el 2 de diciembre de 2007 en Diario La Nación de Argentina) Yo me resisto a creer que un despropósito de esta naturaleza merezca justificarse en una sociedad democrática.

En conclusión: la libertad de la que habla el Municipio de Guayaquil es retórica, es ideológica en el peor sentido de la palabra. Ojalá que esta columna les espolee algunas cívicas meditaciones para este fin de año.

Luca not dead

22 de diciembre de 2007

En un conventillo al número 400 de la calle Alsina de Buenos Aires, muerto a causa de una cirrosis hepática y hace exactos veinte años, se encontró el cuerpo de Luca George Prodan. Nacido en Roma el 17 de mayo de 1953 en el seno de una familia de clase alta, Luca inicia sus estudios en el Gordonstown College, el colegio de la aristocracia y de la familia real inglesa (cuenta la leyenda que en una ocasión le partió su madre al mismísimo Príncipe Carlos) pero no los termina: abandona el colegio, viaja por Europa, se engancha con el rock, el punk, el reggae, las drogas (en particular con la heroína: “con ella”, decía Luca, “no se jode. Por algo es la segunda droga en importancia. La primera es el poder”). Sufre en 1977 un coma hepático y se salva de milagro. El Estado italiano lo declara demente y le quita sus derechos a votar y ser empleado público: “¡Qué éxito!” se burlaba Luca, con su habitual sonrisa irónica.


Una postal. Una postal nomás. Una postal tenía Luca en su cabeza: la de su viejo amigo del colegio aristocrático, Timmy McKern, su esposa, sus dos hijitas, un perro, el sol y las sierras cordobesas argentinas como fondo. Esa imagen lo llevó a Argentina, sin hablar ni papa de español, hacia 1981. Al poco tiempo forma una banda que la suerte (una hija de Timmy saca el nombre de un sombrero) quiso que se llame Sumo y que la historia reconoce como una de las mejores y más influyentes del rock argentino. (Mi favorita y para mí, la mejor. Y los propios rockeros argentos votaron que la canción más admirable de sus cuarenta años de rock es Mañana en el Abasto, de Luca.) Luca era el vocalista: un tipo calvo que bebía ginebra y usaba gafas “para el sol y para la gente que me da asco”. 

 

 

Luca pudo venderse a la lógica de la sociedad de consumo, vender muchos discos, tener mucha guita, hacer un me verás volver y envejecer con presunto decoro. Nunca le interesó: este confeso admirador de Bukowski sabía jugar el juego de vivir con sus propias reglas, sin pelos en la cabeza ni en la lengua, investido de su sonrisa irónica. Una anécdota lo ilustra: Sumo hace un concierto en el mítico Obras en Buenos Aires y 10.000 personas lo corean (Luca dijo, “pareciera que tengo mi dosis de poder con todas las nenas gritándome, pero no es cierto, mi vida no ha cambiado ni va a cambiar porque gane más plata o porque un montón de idiotas me griten: ´Luca, Luca´ cuando me ven”) y al día siguiente Luca, ese mismo de las diez mil almas coreándolo, dormía la tarde en la banca de un parque después de comerse un mísero sándwich de salami. En sus palabras, como en una línea de Bukowski: “puedo estar con mi familia en Italia, comer a la una y a las ocho de la noche, no tener problemas, ir en el yate en el verano y a las montañas en invierno. Pero no lo quiero. Y el futuro no me importa. Solo me importan cosas afectivas”. (¿Cómo no recordarlo al cronopio Cortázar?: “feliz, ergo, sin futuro”.)


En su edición especial sobre Luca la revista Rolling Stone escribe: “‘Luca vive’ es una frase que se ha repetido con insistencia desde que la muerte del músico dio lugar al nacimiento del mito”. Yo prefiero, sin embargo, recordarlo con esas tres palabras que todavía pueden encontrarse pintadas en algunas paredes de Buenos Aires, esas tres palabras que son el título de esta página y que recuerdan que su leyenda y obra no mueren: Luca not dead.

Estados de excepción

15 de diciembre de 2007

Los recientes sucesos en Dayuma pusieron en evidencia varias cosas: que Correa carece de empacho alguno para solapar con pobres argumentos los abusos de la fuerza pública, que el chantaje no es práctica ajena a este Gobierno, que el término terrorismo es funcional a los intereses de las autoridades públicas (lo saben en Guayaquil quienes protestaron contra la Metrovía)… Estos sucesos también evidencian una práctica común del Poder Ejecutivo: dictar estados de emergencia como mecanismo para combatir la delincuencia común. Será esta abusiva práctica gubernamental, tan generosa en excesos y en violaciones de derechos humanos y contraria a las obligaciones internacionales del Estado, mi objeto de análisis en esta columna.

Ya en su Informe Anual de 1998 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos criticó que “combatir la delincuencia mediante la suspensión de garantías individuales, en virtud del estado de emergencia, no se ajusta a los parámetros exigidos por la Convención Americana para que sea procedente su declaración” y que el Estado “tiene y debe contar con otros mecanismos para canalizar el malestar social y combatir la delincuencia que no signifiquen la derogación de garantías esenciales de la población”. Más reciente y precisa, en julio de 2007, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el último caso que sentenció contra Ecuador, el Caso Zambrano Vélez y otros (que se refiere a la ejecución extrajudicial de tres personas por parte de la fuerza pública con ocasión de un estado de emergencia que Durán-Ballén declaró en 1993) estimó “absolutamente necesario enfatizar el extremo cuidado que los estados deben observar al utilizar las Fuerzas Armadas como elemento de control de la protesta social, disturbios internos, situaciones excepcionales y criminalidad común” y citó su jurisprudencia del Caso Montero Aranguren y otros (Retén de Catia), en la que con suma sensatez consideró que “los estados deben limitar al máximo el uso de las Fuerzas Armadas para el control de disturbios internos, puesto que el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales”.

Se supone que el Estado quiere hacerse cargo de estas críticas de los órganos internacionales de derechos humanos. En la audiencia del Caso Zambrano Vélez y otros en la que estuvo presente el procurador general del Estado, Xavier Garaicoa, el Estado expresó su supuesta voluntad de “democratizar el régimen de excepción” el que será “debidamente regulado y estrictamente monitoreado en la próxima Asamblea Constituyente” para “que se restrinja el uso indiscriminado que en ciertas ocasiones se puede dar del estado de excepción, de esa facultad que tiene el Poder Ejecutivo para decretar un estado de emergencia”. La cita es textual y no solo que lo señaló el Procurador, sino que también lo ordenó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el punto resolutivo noveno de su sentencia del Caso Zambrano Vélez y otros, en los siguientes cabales términos: “El Estado debe adecuar su legislación interna en materia de estados de emergencia y suspensión de garantías, en particular las disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional, a la Convención Americana sobre Derechos Humanos”. Los hechos, sin embargo y hasta ahora, contradicen de manera manifiesta esta orden y la supuesta voluntad que el Estado expresó en la audiencia. Me pregunto si la Asamblea Constituyente tendrá la estatura moral suficiente para cumplir con esta demanda de derechos humanos, que constituye asimismo una obligación de derecho internacional. Yo tengo mis dudas: hasta ahora la Asamblea Constituyente no prueba sino estar a la altura del más ramplón autoritarismo del Poder Ejecutivo. Y eso, señores, es un pésimo síntoma.

¡Arriba las manos!

8 de diciembre de 2007

¡Arriba las manos!… Esto es el Estado. Así se llama el disco que el grupo argentino Las Manos de Filippi editó en 1998. (Alguno de ustedes puede, muy lícitamente, entenderlo como el subtítulo de la Constitución que ese año se aprobó. Y sí, también.) Las letras de Las Manos de Filippi las definió el periodista Cristian Vitale como una “diatriba visceral contra el sistema, las instituciones, y los hombres que la representan”. Casi no se los conoce fuera de Argentina; sí se les conoce, en voz de Gustavo Cordera, vocalista de la Bersuit, la célebre canción Sr. Cobranza. La escribieron ellos.



¡Arriba las manos!... Esto es el Estado también son palabras adecuadas para describir la omnipotencia que se endilgó para sí la Asamblea Constituyente. Los artículos 2 y 3 de su Mandato Constituyente No 1 consolidan esa omnipotencia, ante la cual inútil resulta el recordatorio a los asambleístas de mayoría de que tan grandilocuente redacción no la autoriza el Estatuto que nosotros les aprobamos; inútil, porque los asambleístas se han probado impermeables, en este punto, a los argumentos de derecho: su discurso fuerte es la legitimidad que el pueblo ecuatoriano les otorgó en elecciones. (Y legitimidad, en el diccionario de uso del asambleísta de mayoría, significa “regalada gana”. ¿Les suena?)

Legitimidad: en su nombre, los asambleístas de mayoría olvidan las sensatas palabras de Manuel Villarán (que las escribió hacia 1923 pero están más vigentes que nunca): “Toda mayoría, cualquiera que sea el partido a que pertenezca, se entiende que debe abstenerse de violar ciertas garantías comunes que forman un terreno vedado y cuya intangibilidad es la regla aceptada del juego político”. Olvidan también, más concisa y precisa, más directa en su mensaje para este absurdo omnipotente de la Asamblea Constituyente, esta certera frase del francés François Fénelon: “El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”

No se me malinterprete: yo coincido con la necesidad de realizar profundos cambios en las instituciones del Estado (porque habría que ser imbécil o masoquista para añorar el retorno del gobierno de esos partidos políticos); pero no puedo coincidir con las formas con las cuales hoy se manifiesta esta necesidad (y estoy seguro que muchos de los asambleístas de mayoría tampoco coincidirían, si fueran minoría u oposición: tal es la embriaguez del poder). Por eso, el ¡Arriba las manos! de esta columna evoca un acto reprochable: la toma por asalto de las instituciones del llamado “poder constituido”, que se traduce en el hecho cierto de que los plenos poderes terminan por negar en la práctica el Estado de derecho que afirman garantizar.

Cierro: si a Hugo Chávez, supuesto campeón latinoamericano de la legitimidad electoral, las mayorías ya le negaron sus favores este domingo 2, el Presidente Correa (que tal parece es lampiño, pero concédaseme la metáfora) y su elenco de co-asambleístas harían bien en poner sus barbas en remojo: porque es probable que estos vientos de omnipotencia sacudan unos polvos que, en el futuro, podrían convertirse en aquellos lodos que empantanen el proceso de cambio que aprobamos la mayoría. Y más que recordar al numinoso Alfaro (como lo sentenció lúdica y lúcidamente Alfonso Reece en su columna de este lunes), o mejor, debajo de su cara tallada que pende sobre la cabeza de Alberto Acosta, yo aconsejo que coloquen para recordarla siempre, la sensata frase de François Fénelon: porque incluso los cambios radicales necesitan, para su ejecución, la justa ponderación que les conceden el equilibrio y la mesura. Y todavía no estamos tarde para comprenderlo.

Razones para la unión homosexual

1 de diciembre de 2007

Mi argumento de esta columna apela a la filosofía liberal; quien mejor la formula es el ex Magistrado de la Corte Constitucional de Colombia Carlos Gaviria Díaz. Él nos enseña que “lo que cada persona puede hacer es reclamar del Estado un ámbito de libertad que le permita vivir su vida moral plena, pero no exigirle que imponga a todos como deber jurídico lo que una persona vive como obligación moral” cuyo lógico corolario es la evidente constatación de que “hay comportamientos que solo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir”. Con fundamento en tales antecedentes se construyen sólidos argumentos para admitir, en el seno de una sociedad democrática y en nombre de las libertades individuales, la unión de parejas homosexuales. (Sugiero la consulta, para ilustrarse con la lucidez de su filosofía liberal, del libro Sentencias. Herejías Constitucionales, de autoría de Carlos Gaviria Díaz.)

Desde una postura conservadora puede contraargumentarse que la homosexualidad es inmoral y atenta contra la religión dominante (Católica, Apostólica y Romana) y otras confesiones. Varias personas, desde su fe y su moral, repudian la homosexualidad. La tolerancia (valor fundamental de toda sociedad democrática) obliga a respetar esta particular creencia. Pero cabe argumentar en contrario de esa postura que lo que una sociedad democrática no puede permitirse es mezclar el ámbito privado de las creencias personales con el ámbito de las políticas públicas: el derecho a profesar una religión es distinto a la pretensión de convertir esa religión en una política pública (recuérdese a Gaviria: no puede exigírsele al Estado que imponga a todos como deber jurídico lo que una persona –en este caso, desde su moral religiosa- vive como su obligación moral). Una sociedad democrática tampoco puede permitirse un único concepto de moralidad: como sugiere el filósofo checo Ernst Tugendhat “un concepto de la moralidad que no deja abierta la posibilidad de concepciones variadas de lo moral tiene que parecernos hoy inaceptable”.

Muy bueno para el argumento liberal es contar con curiosos apoyos (matiz verbal mediante): el Arzobispo de Guayaquil, Antonio Arregui, en una entrevista que realizó Rubén Darío Buitrón y que se publicó en Diario Expreso el lunes 5 de noviembre declaró que a la unión de parejas homosexuales la pueden llamar “de cualquier forma, menos matrimonio”, y recalcó: “Que arreglen con alguna fórmula legal el problema de la convivencia, la unión libre, por ejemplo, pero no cabe que se institucionalice con el sacramento matrimonial”. Por esa misma fecha, en una entrevista televisiva que María Josefa Coronel realizó al Presidente de la República éste sostuvo un criterio análogo: que se regule la convivencia de la pareja homosexual, sin llamarla matrimonio.

No creo que exista problema, porque el membrete de la unión homosexual es irrelevante: lo importante es garantizar que no se les discrimine el acceso a los beneficios propios de una convivencia en pareja. Por lo demás, satisface saber que las más altas autoridades eclesiásticas y civiles concuerdan en la posibilidad de regularlas y adhieren a una tendencia de respeto e inclusión de enorme predicamento: hoy, en territorios de distintas latitudes (Canadá, España, Holanda, Bélgica, Sudáfrica, y puede sumarse una decena más) y también en clave regional y cercana (la Ciudad Autónoma de Buenos Aires desde 2002 y la provincia argentina de Río Negro; la Ciudad de México D.F. desde 2006 y el Estado mexicano de Coahuila) se reconoce la unión de parejas homosexuales. Ecuador tiene la ocasión, en este proceso constituyente, de hacerse cargo de este reclamo que se formula desde la no discriminación y el respeto a la libertad de los otros y desde la filosofía liberal más ilustrada.