La Escuela Politécnica del Litoral (Espol) invitó al jurista argentino Roberto Gargarella para que dicte una conferencia magistral en la ceremonia de su cuadragésimo noveno aniversario. Gargarella desarrolló el propicio tema “El juego de la democracia. Los límites de la coerción”. Me permitiré, en esta columna, resumir sus urgentes y sensatas ideas.
Para hablar de democracia, Gargarella nos propone revisar la historia: sugiere que pensemos la coyuntura actual a partir de las tradiciones políticas que han imperado desde la fundación de la República. Gargarella destaca los efectos de las tres tradiciones que, con distinto énfasis, han ejercido el poder en la región: las tradiciones conservadora, liberal y radical. (Vale decirlo: en Ecuador, en general y en el siglo XIX en particular, predomina la tradición conservadora: de hecho, acaso nadie en América latina represente de manera más perfecta -y atroz- que García Moreno la fanática unión de la espada y la cruz.) La tradición conservadora suprime la libertad (valor característico de la tradición liberal) y la igualdad (valor característico de la tradición radical) en nombre de sus dioses y de sus arcanos. Las tradiciones liberal y radical, de su parte, de imperio menos estable y más efímero, han sacrificado en nombre de la imposición de su valor característico, el valor de la otra tradición en disputa.
Es ante este escenario histórico que Gargarella nos invita a reflexionar sobre la propuesta de una tradición distinta, que respete tanto la libertad como la igualdad, defienda la solidez de la democracia y los derechos de los individuos y sirva, en definitiva, para fortalecer “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Esta tradición puede precisarse en el respeto de los siguientes cuatro compromisos: 1) la resistencia a la imposición del presidencialismo y sus maniqueas consecuencias (“o están conmigo o están contra mí”): el Presidente debe aceptar las críticas que se le formulen, aunque le pesen; 2) la separación del ámbito privado de las creencias personales del ámbito de la vida pública: el derecho de profesar una religión es distinto (muy distinto) a la pretensión de convertir esa religión en una doctrina pública; 3) el entendimiento de que un gobierno democrático debe apoyarse en la expresión de la mayoría de los miembros de su sociedad pero tomando en muy debida cuenta que esa expresión mayoritaria no debe manejarse mediante encuestas (¡Vinicio Alvarado!) sino mediante discusiones críticas y, en particular y dicho sea con énfasis, escuchando la voz de los disidentes: en este ejercicio reside la esencia de la auténtica democracia participativa; 4) el énfasis en la concreción del valor igualdad (tan cercano en nuestra retórica, tan lejano en nuestra práctica) guardando, eso sí, el debido respeto hacia los derechos de los individuos.
Gargarella concluye con una reflexión que proviene del “Padre de la Constitución” norteamericana, James Madison, quien afirmó que para la creación de sólidas instituciones no se debe pensar que éstas serán ocupadas por ángeles sino por demonios: la pregunta a responder, entonces, es “¿estamos preparados para resistir que en nuestras instituciones quien ocupe el puesto sea nuestro enemigo?” Gargarella nos entrega las claves para una serie de reflexiones hechas a partir de la historia, desde la teoría política y para la solidez democrática de nuestra sociedad, cuya necesidad de discusión es evidente y cuya urgencia está en su contraste con los actos de este Gobierno de numerosos rasgos conservadores y autoritarios. Cierro satisfecho: en esta columna solo quise ser el modesto salieri de un gran maestro y transmitirles algunas de sus interesantes ideas para propiciar esta necesaria discusión.
Para hablar de democracia, Gargarella nos propone revisar la historia: sugiere que pensemos la coyuntura actual a partir de las tradiciones políticas que han imperado desde la fundación de la República. Gargarella destaca los efectos de las tres tradiciones que, con distinto énfasis, han ejercido el poder en la región: las tradiciones conservadora, liberal y radical. (Vale decirlo: en Ecuador, en general y en el siglo XIX en particular, predomina la tradición conservadora: de hecho, acaso nadie en América latina represente de manera más perfecta -y atroz- que García Moreno la fanática unión de la espada y la cruz.) La tradición conservadora suprime la libertad (valor característico de la tradición liberal) y la igualdad (valor característico de la tradición radical) en nombre de sus dioses y de sus arcanos. Las tradiciones liberal y radical, de su parte, de imperio menos estable y más efímero, han sacrificado en nombre de la imposición de su valor característico, el valor de la otra tradición en disputa.
Es ante este escenario histórico que Gargarella nos invita a reflexionar sobre la propuesta de una tradición distinta, que respete tanto la libertad como la igualdad, defienda la solidez de la democracia y los derechos de los individuos y sirva, en definitiva, para fortalecer “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Esta tradición puede precisarse en el respeto de los siguientes cuatro compromisos: 1) la resistencia a la imposición del presidencialismo y sus maniqueas consecuencias (“o están conmigo o están contra mí”): el Presidente debe aceptar las críticas que se le formulen, aunque le pesen; 2) la separación del ámbito privado de las creencias personales del ámbito de la vida pública: el derecho de profesar una religión es distinto (muy distinto) a la pretensión de convertir esa religión en una doctrina pública; 3) el entendimiento de que un gobierno democrático debe apoyarse en la expresión de la mayoría de los miembros de su sociedad pero tomando en muy debida cuenta que esa expresión mayoritaria no debe manejarse mediante encuestas (¡Vinicio Alvarado!) sino mediante discusiones críticas y, en particular y dicho sea con énfasis, escuchando la voz de los disidentes: en este ejercicio reside la esencia de la auténtica democracia participativa; 4) el énfasis en la concreción del valor igualdad (tan cercano en nuestra retórica, tan lejano en nuestra práctica) guardando, eso sí, el debido respeto hacia los derechos de los individuos.
Gargarella concluye con una reflexión que proviene del “Padre de la Constitución” norteamericana, James Madison, quien afirmó que para la creación de sólidas instituciones no se debe pensar que éstas serán ocupadas por ángeles sino por demonios: la pregunta a responder, entonces, es “¿estamos preparados para resistir que en nuestras instituciones quien ocupe el puesto sea nuestro enemigo?” Gargarella nos entrega las claves para una serie de reflexiones hechas a partir de la historia, desde la teoría política y para la solidez democrática de nuestra sociedad, cuya necesidad de discusión es evidente y cuya urgencia está en su contraste con los actos de este Gobierno de numerosos rasgos conservadores y autoritarios. Cierro satisfecho: en esta columna solo quise ser el modesto salieri de un gran maestro y transmitirles algunas de sus interesantes ideas para propiciar esta necesaria discusión.
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