Se debate si el término Dios debe o no debe incluirse en el preámbulo de la Constitución; yo argumento que no debe. Mi postura la divido, primero, en una crítica a las razones de quienes sostienen que sí debe incluirse ese término y, segundo, en la postulación de las razones jurídicas para excluirlo.
Las razones de quienes sostienen que sí debe incluirse el término Dios pueden reducirse, sin pérdida, a las siguientes: 1) el argumento mayoritario (la mayoría de los ecuatorianos creen en Dios); 2) el argumento de “si llevamos a Dios en el corazón, porque no llevarlo en las leyes”; 3) el argumento de “si no ponemos a Dios en la Constitución, se legalizarán cosas aberrantes” (como se supone que son el aborto o el matrimonio homosexual).
Sobre el primer argumento: lo sostienen quienes suponen que la democracia es una “democracia de mayorías” (en este caso específico, de la mayoría de creyentes). Sostener esta concepción “estadística” de la democracia es útil para desconocer las posturas de las minorías, en este caso de la minoría de no creyentes o de creyentes sobre los que existen extendidos prejuicios (por ejemplo, la comunidad Glbtt). Cabe rechazar esta peligrosa y excluyente concepción “estadística” de la democracia y suscribir una “democracia constitucional” (son palabras de Ronald Dworkin) que, tanto en lo legislativo como en lo judicial, proteja tanto los derechos de las mayorías como los derechos de las minorías y que, de manera fundamental, se oriente hacia la protección de estas últimas.
Sobre el segundo argumento, la distinción es evidente: llevar a Dios “en el corazón” tiene un significado (profundo o no, pero siempre irreductiblemente personal) para el individuo creyente, que los otros y el Estado tienen la obligación de respetar (en virtud del derecho a la libertad de conciencia y religión); llevarlo “en las leyes” o en el preámbulo de la Constitución tiene consecuencias jurídicas que examinaré más adelante y que no son admisibles en una auténtica democracia. Sobre el tercer argumento, pues se trata de la clásica falacia de “pendiente resbaladiza”. La ejecución de esta falacia, en el caso concreto, ni prueba que una cosa se derive necesariamente de la otra, ni prueba tampoco que el aborto o la unión homosexual sean aberrantes. En realidad, toda persona sensata tendría que admitir que cada uno de estos temas, en buena lógica, amerita discutírselos por cuerda separada, en virtud de su especificidad y de sus propios argumentos.
Mis razones jurídicas para la exclusión del término Dios se reducen, en esencia, a que los preámbulos de las constituciones (Dios no aparece en los preámbulos de las constituciones de 1843, 1861, 1878, 1897, 1906, 1929, 1945) tienen un transcendental valor interpretativo del contenido de la Constitución y en un Estado laico (cuya laicidad en ningún momento se discute) incorporar una referencia a Dios es introducir un sesgo religioso en la interpretación del texto constitucional. Ese sesgo religioso es, por supuesto, inadmisible. Dios, sea lo que sea que signifique para las personas que creen en él, cumple un rol importante en la vida de esos creyentes (que merece, por supuesto, respeto y protección); pero no cumple ninguno en una interpretación constitucional que defienda los valores de un auténtico Estado de Derecho, que respete y proteja los derechos de todos (incluidos los no creyentes y las personas sobre quienes las creencias religiosas tienen extendidos prejuicios) y los valores de una laica y auténtica democracia. De ahí que suscriba la sensata y risueña opinión de Bonil, en su columna de este lunes, en la que un rollizo Dios se pregunta: ¿El nombre de Dios en la Constitución? Suscribo plenamente su respuesta: Dios no quiera.
Las razones de quienes sostienen que sí debe incluirse el término Dios pueden reducirse, sin pérdida, a las siguientes: 1) el argumento mayoritario (la mayoría de los ecuatorianos creen en Dios); 2) el argumento de “si llevamos a Dios en el corazón, porque no llevarlo en las leyes”; 3) el argumento de “si no ponemos a Dios en la Constitución, se legalizarán cosas aberrantes” (como se supone que son el aborto o el matrimonio homosexual).
Sobre el primer argumento: lo sostienen quienes suponen que la democracia es una “democracia de mayorías” (en este caso específico, de la mayoría de creyentes). Sostener esta concepción “estadística” de la democracia es útil para desconocer las posturas de las minorías, en este caso de la minoría de no creyentes o de creyentes sobre los que existen extendidos prejuicios (por ejemplo, la comunidad Glbtt). Cabe rechazar esta peligrosa y excluyente concepción “estadística” de la democracia y suscribir una “democracia constitucional” (son palabras de Ronald Dworkin) que, tanto en lo legislativo como en lo judicial, proteja tanto los derechos de las mayorías como los derechos de las minorías y que, de manera fundamental, se oriente hacia la protección de estas últimas.
Sobre el segundo argumento, la distinción es evidente: llevar a Dios “en el corazón” tiene un significado (profundo o no, pero siempre irreductiblemente personal) para el individuo creyente, que los otros y el Estado tienen la obligación de respetar (en virtud del derecho a la libertad de conciencia y religión); llevarlo “en las leyes” o en el preámbulo de la Constitución tiene consecuencias jurídicas que examinaré más adelante y que no son admisibles en una auténtica democracia. Sobre el tercer argumento, pues se trata de la clásica falacia de “pendiente resbaladiza”. La ejecución de esta falacia, en el caso concreto, ni prueba que una cosa se derive necesariamente de la otra, ni prueba tampoco que el aborto o la unión homosexual sean aberrantes. En realidad, toda persona sensata tendría que admitir que cada uno de estos temas, en buena lógica, amerita discutírselos por cuerda separada, en virtud de su especificidad y de sus propios argumentos.
Mis razones jurídicas para la exclusión del término Dios se reducen, en esencia, a que los preámbulos de las constituciones (Dios no aparece en los preámbulos de las constituciones de 1843, 1861, 1878, 1897, 1906, 1929, 1945) tienen un transcendental valor interpretativo del contenido de la Constitución y en un Estado laico (cuya laicidad en ningún momento se discute) incorporar una referencia a Dios es introducir un sesgo religioso en la interpretación del texto constitucional. Ese sesgo religioso es, por supuesto, inadmisible. Dios, sea lo que sea que signifique para las personas que creen en él, cumple un rol importante en la vida de esos creyentes (que merece, por supuesto, respeto y protección); pero no cumple ninguno en una interpretación constitucional que defienda los valores de un auténtico Estado de Derecho, que respete y proteja los derechos de todos (incluidos los no creyentes y las personas sobre quienes las creencias religiosas tienen extendidos prejuicios) y los valores de una laica y auténtica democracia. De ahí que suscriba la sensata y risueña opinión de Bonil, en su columna de este lunes, en la que un rollizo Dios se pregunta: ¿El nombre de Dios en la Constitución? Suscribo plenamente su respuesta: Dios no quiera.
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