El derecho al agua

27 de octubre de 2007

La Observación General No 15 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas (en adelante, “El Comité”) establece que el derecho humano al agua es “el derecho de todos a disponer de agua suficiente, salubre, aceptable y asequible para el uso personal y doméstico”. Esta Observación General No 15 instituye las siguientes tres obligaciones para los Estados partes en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Ecuador lo es desde el 24 de enero de 1969): la de respetar, que exige que los Estados “se abstengan de injerir de manera directa o indirecta en el ejercicio del derecho al agua”; la de proteger, que exige que los Estados “impidan a terceros que menoscaben en modo alguno el derecho al agua” y la de cumplir, que se subdivide en la obligación de facilitar, que implica que los Estados “adopten medidas positivas que permitan y ayuden a los particulares y las comunidades a ejercer el derecho”, la de promover, que implica que los Estados adopten “medidas para que se difunda información adecuada”, y la de garantizar, que implica que el Estado haga efectivo el derecho “en el caso en que los particulares o los grupos no están en condiciones, por razones ajenas a su voluntad, de ejercer por sí mismos ese derecho con ayuda de los medios a su disposición”. El Comité no está solo: varios tratados y declaraciones reconocen este derecho y Relatores de Naciones Unidas desde sus propios ámbitos (Jean Ziegler desde el derecho a la alimentación, Miloon Kothari desde el derecho a una vivienda adecuada y El Hadji Guissé desde el derecho al agua potable y saneamiento) confirman también sus dichos y observaciones.

Utilizar esas referencias del derecho internacional para discutir el derecho al agua es un asunto no menor: solo el 2.5% del agua que en el mundo existe es dulce (o sea, de uso humano), 1.200.000.000 personas no tienen acceso al agua potable (y se estima que en el 2025 serán 3.000.000.000) y el 85% del agua potable lo consume solo el 12% de la humanidad. Hoy en muchos países se compran ominosas “tarjetas prepago” para su consumo y las empresas tienen el “derecho de cortar” su suministro (sucede en Nigeria, Tanzania, Ghana y Australia, por ejemplo). La tendencia a privatizar, que se concentra en pocas empresas (Suez, Vivaldi, Siemens, Unión Fenosa, Iberdrola, Bechtel –cuya cara en Guayaquil es Interagua, con no pocos cuestionamientos desde, por ejemplo, la Comisión de Control Cívico de la Corrupción y el Observatorio Ciudadano de Servicios Básicos) entiende al agua como un bien económico cuando, en realidad, como reconoce el Comité el agua “debe tratarse como un bien social y cultural”.

Las estrategias ante esta preocupante realidad principian por constitucionalizar el derecho al agua (existen varios antecedentes: Uruguay, Etiopía, Sudáfrica, Uganda, Irán y Zambia). Esta constitucionalización servirá como parámetro para el establecimiento de la legislación secundaria y políticas públicas correspondientes, y con base en estos antecedentes, se permitirá la adecuada defensa judicial del derecho al agua para quienes sientan que se les viola este derecho humano.

La inclusión del derecho humano al agua en la nueva Constitución es, entonces, trascendental para efectos de tornar efectiva su exigibilidad y su garantía. Ojalá que los asambleístas electos discutan la precisión de sus términos y sus alcances (la Observación General No 15 puede servirles de válida referencia) y lo incorporen en el texto constitucional, en debida forma.

Bijari ('Galinha')

20 de octubre de 2007

El escritor mexicano Juan Villoro declaró que Tokio o México son ciudades tan inabarcables que descalifican cualquier afán totalizador; toda incisión en su realidad puede hacerse solo desde una parte, siempre incompleta y transitoria. De México doy fe (Tokio me aguarda todavía en algún recodo del camino); doy fe, en tiempo presente y en Brasil, que el análisis de Villoro puede aplicarse también a Sao Paulo y Río de Janeiro.

Me ocuparé en esta columna de Sao Paulo. Situaré lejos de mí todo afán totalizador: decir que Sao Paulo tiene 10’886.518 habitantes (si incluimos su zona metropolitana, 19’949.261), que cubre un espacio de 1.524 km², que su lema es Non Ducor, Duco (que significa, "No soy conducido, conduzco"), que su altitud media es 769 metros o que se fundó en 1554 por padres jesuitas para la catequización de los indios del sector, son solo predicados de un sujeto genérico y triste. Me acercaré a su intensa vitalidad y a su compleja trama social desde la perspectiva, particular pero lúcida, de un grupo de urbanistas, artistas y arquitectos paulistas que se interesan en “las poéticas relacionadas con la existencia humana en el contexto urbano”, cuyo oficio es realizar intervenciones urbanas, perfomances, videos y diseños gráficos y de web que sirvan como herramientas útiles “para establecer posibilidades de experiencias con las que cuestionar la realidad”. (Excúsenme, por cierto, mi pobre traducción del portugués). Este grupo se llama a partir de la calle donde empezaron a crear sus obras: su nombre es Bijari, opera en Sao Paulo desde 1996, e información amplia sobre sus actividades puede hallarse en su generosa ciberpágina www.bijari.com.br

Podría, tras la visita que les hice a su lugar de trabajo, escribir largamente sobre sus obras (la generosidad de Geandre Tomazoni y de Rodrigo Araújo validaría esa intención) y de cómo se interpela su ciudad a partir de las mismas: cómo cuestionan los usos del espacio público, la represión de las autoridades locales, el afán desmedido de los grupos privados y la indiferencia ante la realidad de los otros (obras como Estão vendendo nosso espaço aéreo, Splac - Salão de Placas, Fashion Vive son ejemplos interesantes, se consultan en su ciberpágina). Pero me valdré solo de una obra, sencilla pero efectiva, titulada simplemente Galinha (Gallina) para destacar este particular acercamiento a la complejidad social de Sao Paulo: con el objeto de observar las diferentes reacciones que provoca, se suelta una gallina en Largo de Batata, zona depauperada de la ciudad; y en breve, la misma gallina se suelta frente al shopping Iguatemi, que dista un kilómetro del lugar anterior y es frecuentado por las personas pudientes de la ciudad. Se registraron en video sus reacciones: en Largo de Batata las personas interactuaron con la gallina, hicieron bromas de su presencia, disfrutaron su aparición; en el shopping, las personas se asustaron, se sintieron incómodas y apareció finalmente la policía para terminar el espectáculo y retornar a la normalidad. Dos reacciones distintas que posibilitan la reflexión... ¿qué pasaría con Galinha en nuestra ciudad? Lo sospechan y es cierto: se trata, para aproximarse a esta megalópolis, solo de una mirada, entre las millones posibles. Pero este tipo de miradas que Bijari propone, esto es, las miradas de la duda y la pregunta, que provocan y proponen diálogos y reflexión, son las miradas necesarias y críticas, que debemos, como un jardín de las dudas, cultivar.

Guayaires

13 de octubre de 2007

Hace varios años, todavía en sus tiempos de ficticia economía boyante, recorrí por vez primera las calles de Buenos Aires. Me fascinó: su vida cultural y nocturna, su arquitectura, el mate, el culto de la amistad, su comida (¡aguanten los asaditos!), su bebida (los tintos, el amargo fernet), sus minas (con su imposible dosis de histeria), su tango, su rock y la inefable sensación de participar de un delirio colectivo teñido de afanes, exilios, fracasos, y revestido (sea dicho con palabras de Joaquín Sabina, el más porteño de los gallegos) del “tango añil de la melancolía”. Hice entonces dos juramentos: el primero, siempre volver (que lo cumplo con fervor cívico y periodicidad anual) y el segundo, que cuando mi situación económica lo permita, le compraré un departamento a mi madre, sea en Palermo o en Recoleta. Sé bien que ahora este juramento toma estado público.

Ya entonces me impresionó mucho constatar que quienes de mi ciudad tienen la posibilidad de viajar al exterior prefieran una ciudad tan desangelada como lo es Miami y no prefieran (por las razones que tanto me fascinan a mí y por tantas otras) esta delirante metrópoli austral. Una serie de hechos (la dominación cultural de los EE.UU., la dependencia económica de nuestro país, la frecuencia de los vuelos) podrían intentar una justificación de esta preferencia; mucho menos justificable es el intento de convertir a Guayaquil en su pobre simulacro: de hecho, el llamado proceso de “Regeneración Urbana” crea unos pocos retazos de esa simulación, en los cuales la noción de “espacio público” es una cosa que administran otros, con un silbato y muy pocas ideas. He escuchado, con una mezcla ambigua de risa y de horror, que a esta vana pretensión algunos la denominan guayami.

A pesar de la anterior constatación y del título de esta columna, no intentaré la vana pretensión de su antípoda, esto es, de convertir a Guayaquil en un sucedáneo de Buenos Aires, en Guayaires: esa es, por supuesto, una notoria imposibilidad. Fui yo mismo, además, quien reivindicó en un artículo reciente ("Citámbulos", del 8 de setiembre de 2007) el que aprendamos a “asombrarnos de los detalles que singularizan (a despecho de las intenciones de convertirla en “genérica”) a nuestra ciudad, que la tornan única y que le conceden, en real definitiva, su entrañable y extraña belleza”. Pero sí quiero en esta columna enfatizar que mirar hacia este puerto (“junto al río inmóvil”, como dijera Borges) es útil para aprender a disfrutar de nuestra ciudad, de manera distinta y más intensa. El espacio de esta columna es diminuto para decirlo, pero valga admirar de Buenos Aires la apropiación de los espacios públicos que hacen sus ciudadanos y las iniciativas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (por ejemplo, la exquisita “Noche de los Museos”, en la que gustoso participé el sábado pasado) para promover diversas actividades culturales y ciudadanas. Solo son botones de muestra, que bien podríamos imitar: el énfasis que quiero transmitir, en definitiva, es la necesidad de propiciar en Guayaquil la búsqueda, creación y exhibición de sus matices y de sus riquezas culturales, la apropiación de los espacios públicos por parte de nosotros, sus ciudadanos, y la discusión pública de las políticas de las autoridades que nos administran. Son unas cuantas reflexiones (que espero contribuyan a una necesaria discusión) que remito desde un café de esta fascinante ciudad.

In(ter)versión en la obra de Alfaro

6 de octubre de 2007

El término inversión admite varias acepciones. Una de tantas se refiere a la posibilidad, de acuerdo con la Real Academia de la Lengua Española, de “emplear, gastar, colocar un caudal” y de “emplear u ocupar el tiempo”. Estas acepciones, en estos días que corren y con relación a la obra de Eloy Alfaro, tienen enorme predicamento: hoy se cita a Alfaro con corajudo entusiasmo y para todos los efectos, desde la derecha y desde la izquierda, se proclama con insistencia la viva herencia de su obra y se construye una obra en Montecristi de su rostro en la sede de la Asamblea… Se invierte, en definitiva, caudales y tiempo en, dicho sea con términos borgianos, “fatigar la infamia” en el supuesto ejercicio de homenajear su memoria.

El término inversión significa también “cambiar, sustituyéndolo por sus contrarios, la posición, el orden o el sentido de las cosas”. Y esta acepción se la puede aplicar también a la obra de Alfaro, en concreto y con crítica lúcida: este es, precisamente, el propósito de la intervención urbana que realizó el artista Óscar Santillán, con su obra titulada El arrastre. Repetición de un monumento que no se ha hecho, en la que Santillán repite en resina la escultura de Alfredo Palacio (el célebre “No me empujes”) que representa a Eloy Alfaro en cabeza de las masas, con la inversión, eso sí, de la posición que tiene Alfaro: en la obra de Santillán, Alfaro no aparece a la cabeza de esas masas, sino que es arrastrado por ellas. Como bien destaca Xavier Andrade, en los tiempos que corren “Alfaro está siendo nuevamente arrastrado, sugiere directamente la nueva obra de Oscar Santillán”: lo arrastramos, en uso de entre otros hostiles métodos, mediante el oportunismo ramplón de su invocación continua y la retórica vacía de los carajazos que lo adornan.

La intervención urbana de Santillán se realizó los días 27, 28 y 29 de septiembre en las calles Villamil y Alberto Reina, en pleno sector de la Bahía, y consistió en colocar sobre un precario mesón blanco la imitación de la escultura de Alfaro con la inversión anotada de su posición y permitir que la obra interactúe con las gentes que transitan en ese populoso sector de la ciudad y motive la reflexión, porque en palabras de Santillán, “los predicadores y los políticos profesionales afirman, siempre afirman; yo he decidido tomar la posición del que pregunta, como que nada sabe”. El Universo y El Comercio realizaron una cobertura de la intervención de Santillán y la excelente ciberbitácora de Rodolfo Kronfle Chambers registra varias fotos, un video y los textos de Xavier Andrade ‘Arrastrando a Alfaro’ y el de justificación de la obra, escrito por el propio Santillán. También pueden ustedes consultar la ciberbitácora de Santillán y realizar sus comentarios.

“Existe la sospecha de que nos complace una imagen del pasado como una postal memorable, congelado, para evitar descubrirnos cómplices de un delito prolongado”, escribe Santillán en el texto que justifica su obra. Y ese delito, me permito agregar yo, lo encubrimos a diario mediante la vacía retórica de ocasión. La intervención urbana de Santillán intenta develar esa sospecha mediante la provocación, la interacción con las gentes y la discusión pública. Solo resta desear que esta experiencia visual y reflexiva sea fecunda y se multiplique.