¡Arriba las manos!… Esto es el Estado. Así se llama el disco que el grupo argentino Las Manos de Filippi editó en 1998. (Alguno de ustedes puede, muy lícitamente, entenderlo como el subtítulo de la Constitución que ese año se aprobó. Y sí, también.) Las letras de Las Manos de Filippi las definió el periodista Cristian Vitale como una “diatriba visceral contra el sistema, las instituciones, y los hombres que la representan”. Casi no se los conoce fuera de Argentina; sí se les conoce, en voz de Gustavo Cordera, vocalista de la Bersuit, la célebre canción Sr. Cobranza. La escribieron ellos.
¡Arriba las manos!... Esto es el Estado también son palabras adecuadas para describir la omnipotencia que se endilgó para sí la Asamblea Constituyente. Los artículos 2 y 3 de su Mandato Constituyente No 1 consolidan esa omnipotencia, ante la cual inútil resulta el recordatorio a los asambleístas de mayoría de que tan grandilocuente redacción no la autoriza el Estatuto que nosotros les aprobamos; inútil, porque los asambleístas se han probado impermeables, en este punto, a los argumentos de derecho: su discurso fuerte es la legitimidad que el pueblo ecuatoriano les otorgó en elecciones. (Y legitimidad, en el diccionario de uso del asambleísta de mayoría, significa “regalada gana”. ¿Les suena?)
Legitimidad: en su nombre, los asambleístas de mayoría olvidan las sensatas palabras de Manuel Villarán (que las escribió hacia 1923 pero están más vigentes que nunca): “Toda mayoría, cualquiera que sea el partido a que pertenezca, se entiende que debe abstenerse de violar ciertas garantías comunes que forman un terreno vedado y cuya intangibilidad es la regla aceptada del juego político”. Olvidan también, más concisa y precisa, más directa en su mensaje para este absurdo omnipotente de la Asamblea Constituyente, esta certera frase del francés François Fénelon: “El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”
No se me malinterprete: yo coincido con la necesidad de realizar profundos cambios en las instituciones del Estado (porque habría que ser imbécil o masoquista para añorar el retorno del gobierno de esos partidos políticos); pero no puedo coincidir con las formas con las cuales hoy se manifiesta esta necesidad (y estoy seguro que muchos de los asambleístas de mayoría tampoco coincidirían, si fueran minoría u oposición: tal es la embriaguez del poder). Por eso, el ¡Arriba las manos! de esta columna evoca un acto reprochable: la toma por asalto de las instituciones del llamado “poder constituido”, que se traduce en el hecho cierto de que los plenos poderes terminan por negar en la práctica el Estado de derecho que afirman garantizar.
Cierro: si a Hugo Chávez, supuesto campeón latinoamericano de la legitimidad electoral, las mayorías ya le negaron sus favores este domingo 2, el Presidente Correa (que tal parece es lampiño, pero concédaseme la metáfora) y su elenco de co-asambleístas harían bien en poner sus barbas en remojo: porque es probable que estos vientos de omnipotencia sacudan unos polvos que, en el futuro, podrían convertirse en aquellos lodos que empantanen el proceso de cambio que aprobamos la mayoría. Y más que recordar al numinoso Alfaro (como lo sentenció lúdica y lúcidamente Alfonso Reece en su columna de este lunes), o mejor, debajo de su cara tallada que pende sobre la cabeza de Alberto Acosta, yo aconsejo que coloquen para recordarla siempre, la sensata frase de François Fénelon: porque incluso los cambios radicales necesitan, para su ejecución, la justa ponderación que les conceden el equilibrio y la mesura. Y todavía no estamos tarde para comprenderlo.
¡Arriba las manos!... Esto es el Estado también son palabras adecuadas para describir la omnipotencia que se endilgó para sí la Asamblea Constituyente. Los artículos 2 y 3 de su Mandato Constituyente No 1 consolidan esa omnipotencia, ante la cual inútil resulta el recordatorio a los asambleístas de mayoría de que tan grandilocuente redacción no la autoriza el Estatuto que nosotros les aprobamos; inútil, porque los asambleístas se han probado impermeables, en este punto, a los argumentos de derecho: su discurso fuerte es la legitimidad que el pueblo ecuatoriano les otorgó en elecciones. (Y legitimidad, en el diccionario de uso del asambleísta de mayoría, significa “regalada gana”. ¿Les suena?)
Legitimidad: en su nombre, los asambleístas de mayoría olvidan las sensatas palabras de Manuel Villarán (que las escribió hacia 1923 pero están más vigentes que nunca): “Toda mayoría, cualquiera que sea el partido a que pertenezca, se entiende que debe abstenerse de violar ciertas garantías comunes que forman un terreno vedado y cuya intangibilidad es la regla aceptada del juego político”. Olvidan también, más concisa y precisa, más directa en su mensaje para este absurdo omnipotente de la Asamblea Constituyente, esta certera frase del francés François Fénelon: “El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”
No se me malinterprete: yo coincido con la necesidad de realizar profundos cambios en las instituciones del Estado (porque habría que ser imbécil o masoquista para añorar el retorno del gobierno de esos partidos políticos); pero no puedo coincidir con las formas con las cuales hoy se manifiesta esta necesidad (y estoy seguro que muchos de los asambleístas de mayoría tampoco coincidirían, si fueran minoría u oposición: tal es la embriaguez del poder). Por eso, el ¡Arriba las manos! de esta columna evoca un acto reprochable: la toma por asalto de las instituciones del llamado “poder constituido”, que se traduce en el hecho cierto de que los plenos poderes terminan por negar en la práctica el Estado de derecho que afirman garantizar.
Cierro: si a Hugo Chávez, supuesto campeón latinoamericano de la legitimidad electoral, las mayorías ya le negaron sus favores este domingo 2, el Presidente Correa (que tal parece es lampiño, pero concédaseme la metáfora) y su elenco de co-asambleístas harían bien en poner sus barbas en remojo: porque es probable que estos vientos de omnipotencia sacudan unos polvos que, en el futuro, podrían convertirse en aquellos lodos que empantanen el proceso de cambio que aprobamos la mayoría. Y más que recordar al numinoso Alfaro (como lo sentenció lúdica y lúcidamente Alfonso Reece en su columna de este lunes), o mejor, debajo de su cara tallada que pende sobre la cabeza de Alberto Acosta, yo aconsejo que coloquen para recordarla siempre, la sensata frase de François Fénelon: porque incluso los cambios radicales necesitan, para su ejecución, la justa ponderación que les conceden el equilibrio y la mesura. Y todavía no estamos tarde para comprenderlo.
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