Los recientes sucesos en Dayuma pusieron en evidencia varias cosas: que Correa carece de empacho alguno para solapar con pobres argumentos los abusos de la fuerza pública, que el chantaje no es práctica ajena a este Gobierno, que el término terrorismo es funcional a los intereses de las autoridades públicas (lo saben en Guayaquil quienes protestaron contra la Metrovía)… Estos sucesos también evidencian una práctica común del Poder Ejecutivo: dictar estados de emergencia como mecanismo para combatir la delincuencia común. Será esta abusiva práctica gubernamental, tan generosa en excesos y en violaciones de derechos humanos y contraria a las obligaciones internacionales del Estado, mi objeto de análisis en esta columna.
Ya en su Informe Anual de 1998 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos criticó que “combatir la delincuencia mediante la suspensión de garantías individuales, en virtud del estado de emergencia, no se ajusta a los parámetros exigidos por la Convención Americana para que sea procedente su declaración” y que el Estado “tiene y debe contar con otros mecanismos para canalizar el malestar social y combatir la delincuencia que no signifiquen la derogación de garantías esenciales de la población”. Más reciente y precisa, en julio de 2007, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el último caso que sentenció contra Ecuador, el Caso Zambrano Vélez y otros (que se refiere a la ejecución extrajudicial de tres personas por parte de la fuerza pública con ocasión de un estado de emergencia que Durán-Ballén declaró en 1993) estimó “absolutamente necesario enfatizar el extremo cuidado que los estados deben observar al utilizar las Fuerzas Armadas como elemento de control de la protesta social, disturbios internos, situaciones excepcionales y criminalidad común” y citó su jurisprudencia del Caso Montero Aranguren y otros (Retén de Catia), en la que con suma sensatez consideró que “los estados deben limitar al máximo el uso de las Fuerzas Armadas para el control de disturbios internos, puesto que el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales”.
Se supone que el Estado quiere hacerse cargo de estas críticas de los órganos internacionales de derechos humanos. En la audiencia del Caso Zambrano Vélez y otros en la que estuvo presente el procurador general del Estado, Xavier Garaicoa, el Estado expresó su supuesta voluntad de “democratizar el régimen de excepción” el que será “debidamente regulado y estrictamente monitoreado en la próxima Asamblea Constituyente” para “que se restrinja el uso indiscriminado que en ciertas ocasiones se puede dar del estado de excepción, de esa facultad que tiene el Poder Ejecutivo para decretar un estado de emergencia”. La cita es textual y no solo que lo señaló el Procurador, sino que también lo ordenó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el punto resolutivo noveno de su sentencia del Caso Zambrano Vélez y otros, en los siguientes cabales términos: “El Estado debe adecuar su legislación interna en materia de estados de emergencia y suspensión de garantías, en particular las disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional, a la Convención Americana sobre Derechos Humanos”. Los hechos, sin embargo y hasta ahora, contradicen de manera manifiesta esta orden y la supuesta voluntad que el Estado expresó en la audiencia. Me pregunto si la Asamblea Constituyente tendrá la estatura moral suficiente para cumplir con esta demanda de derechos humanos, que constituye asimismo una obligación de derecho internacional. Yo tengo mis dudas: hasta ahora la Asamblea Constituyente no prueba sino estar a la altura del más ramplón autoritarismo del Poder Ejecutivo. Y eso, señores, es un pésimo síntoma.
Estados de excepción
15 de diciembre de 2007
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