Publicado el viernes 18 de noviembre de 2022 en diario Expreso.
Para decirlo de manera gráfica: durante 30 años (durante el período de mayor crecimiento urbano de Guayaquil) se puso la basura debajo de la alfombra. Mucha basura. Muchísima. Y vinieron los capitalistas salvajes, levantaron la alfombra y han encendido un ventilador gigante. Estamos basureados.
El crecimiento urbano de Guayaquil ha sido un caldo de cultivo para que surjan los capitalistas salvajes. Ha sido un crecimiento urbano cuya ejecución de obras y servicios se ha basado en la capacidad económica del beneficiario (llevada a un extremo sádico según el cual, donde ello no resultaba rentable, simplemente la ejecución de obras y servicios no se daba) y, por ende, ello debía resultar en una creciente población receptora de obras y servicios de segunda clase, una que malvive en los amplios cinturones de miseria que rodean la ciudad.
Un informe de la Corporación Andina de Fomento del año 2013 definió así el crecimiento urbano de estos sectores de Guayaquil: “lotes pequeños para las viviendas, aceras y accesos estrechos, limitadas áreas verdes, y en general una clara tendencia hacia la impermeabilización del suelo urbano”. Añadió que esta forma de ocupación del espacio eleva la temperatura de la ciudad, produce erosión y aumenta la contaminación. Y precisó que, en estos sectores, los servicios se prestan de una forma escalonada: “Se observa que el abastecimiento de agua es el primer servicio que se atiende, seguido de alcantarillado sanitario y, finalmente, siguiendo un enfoque tradicional ligado a la instalación exclusivamente de obras de conducción, se atiende el drenaje pluvial.”
No es difícil comprender que unas personas que, además de ser pobres, reciben unas obras y servicios de segunda (si es que los reciben) se encuentran en unas circunstancias muy difíciles para superar su situación de pobreza. Esas personas viven en lo que se conoce como “trampas de la pobreza”.
Y si todo lo que puede ofrecer Guayaquil a esas personas entrampadas en la pobreza es esta vida de segunda clase, realmente no existe un ideal de comunidad que ellas se sientan obligadas a respetar. Y aquí es cuando surge el capitalista salvaje, que es aquel que se enrola en la empresa ilegal de traficar drogas para escapar de su pobreza, de manera rápida y violenta, sin respetar al resto de la comunidad, imponiéndose a bala.
En rigor, no es una situación que empieza hace uno o dos años, ni hace diez, ni siquiera hace treinta años cuando inició el modelo socialcristiano (ya modelo a secas, porque ahora no hay quien lo moteje de “exitoso”). Es una situación que atraviesa la historia de la ciudad: unas élites que miran a la inmensa mayoría como meros recursos. El surgimiento de estos capitalistas salvajes es un subproducto de esta incesante mirada, acentuada en las últimas tres décadas.
Pero ocurre que hoy la situación se les está yendo de las manos. Sin un ideal compartido de comunidad, sin sólida institucionalidad, sin voluntad política de cambiar las condiciones estructurales que son el caldo de cultivo de los capitalistas salvajes, todo lo que se puede esperar es violencia, vacunas, balas.
Después de años de exclusión y olvido, el ventilador está encendido.
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