De casi tres decenas de Comisiones de la Verdad que desde 1974 se han constituido en cuatro continentes puede deducirse su perfil: 1) el Estado las crea de manera oficial; 2) su objetivo es la investigación de un patrón de abusos que sucedieron en el pasado; 3) su funcionamiento es temporal y oscila entre seis meses y dos años; 4) el resultado de su investigación se compila en un completo informe público. Se podría precisar, con palabras del filósofo Thomas Nagel, que el propósito de una Comisión de la Verdad es conocer y reconocer: Conocer en detalle los hechos que investiga para, con base en tal conocimiento, propiciar el reconocimiento de la responsabilidad del Estado en la comisión de esos hechos y la sanción a los responsables de los mismos. Yo recordé esta distinción en un comentario que publiqué en abril del 2006 que intitulé, precisamente “Conocer, reconocer”, donde argumenté que los mecanismos para que en el país se realice esa distinción eran posibles (comisiones de la verdad y órganos de la justicia nacional e internacional) y que concluí con estas palabras: “Solo hace falta la voluntad de los actores políticos. Acaso alguna vez despierte este país inmóvil”.
Y despertó. El Gobierno creó mediante decreto ejecutivo una Comisión de la Verdad (CV) cuyo objetivo es investigar “las violaciones de derechos humanos ocurridas entre 1984 y 1988, y otros casos especiales”, con lo cual también resucitó a León Febres-Cordero, quien argumentó, entre otras cosas, que la existencia de esta CV es inconstitucional porque viola el artículo 24 numeral 11 de la Constitución que imposibilita el juzgamiento “por tribunales de excepción o por comisiones especiales”. Febres-Cordero se equivoca: ese numeral se refiere a órganos que ejercen funciones judiciales (Zavala Baquerizo, Jorge, El Debido Proceso Penal, Pág. 39) y las comisiones de la verdad, en palabras de Priscilla B. Hayner, “no deben equipararse a órganos judiciales ni deben considerarse sustitutos de los tribunales” porque su mandato es otro, más amplio, y consiste en analizar “un patrón de acontecimientos, incluidas las causas y consecuencias de la violencia política [lo que] les permite ir mucho más lejos en sus investigaciones y conclusiones de lo que generalmente es posible en cualquier juicio de perpetradores individuales”.
Ese patrón de acontecimientos involucra, por lo pronto, 327 casos de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas, además de otros casos que se alleguen al conocimiento de la CV. En el contexto de esta investigación, la CV seguramente lidiará con mentiras, negativas y engaños, como también con recuerdos dolorosos de las víctimas y sus familiares; pero no deberá nunca apartarse del inequívoco propósito, en palabras de Hayner, de “establecer un registro exacto del pasado de un país, esclarecer sucesos inciertos, y levantar la cubierta de silencio y negación de un período de la historia”, porque como afirmó lúcidamente Michael Ignatieff, “el pasado es un argumento y la función de las comisiones de la verdad, como la función de los historiadores honestos, es simplemente purificar dicho argumento, reducir el espectro permisible de mentiras” y porque no existe posibilidad de futuro, léase bien, sin una crítica profunda de los hechos y los valores que se impusieron en el pasado. La CV es solo un primer paso en este necesario proceso de discusión crítica que, sin duda, nos involucra a todos, pésele a quien le pese.
Y despertó. El Gobierno creó mediante decreto ejecutivo una Comisión de la Verdad (CV) cuyo objetivo es investigar “las violaciones de derechos humanos ocurridas entre 1984 y 1988, y otros casos especiales”, con lo cual también resucitó a León Febres-Cordero, quien argumentó, entre otras cosas, que la existencia de esta CV es inconstitucional porque viola el artículo 24 numeral 11 de la Constitución que imposibilita el juzgamiento “por tribunales de excepción o por comisiones especiales”. Febres-Cordero se equivoca: ese numeral se refiere a órganos que ejercen funciones judiciales (Zavala Baquerizo, Jorge, El Debido Proceso Penal, Pág. 39) y las comisiones de la verdad, en palabras de Priscilla B. Hayner, “no deben equipararse a órganos judiciales ni deben considerarse sustitutos de los tribunales” porque su mandato es otro, más amplio, y consiste en analizar “un patrón de acontecimientos, incluidas las causas y consecuencias de la violencia política [lo que] les permite ir mucho más lejos en sus investigaciones y conclusiones de lo que generalmente es posible en cualquier juicio de perpetradores individuales”.
Ese patrón de acontecimientos involucra, por lo pronto, 327 casos de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas, además de otros casos que se alleguen al conocimiento de la CV. En el contexto de esta investigación, la CV seguramente lidiará con mentiras, negativas y engaños, como también con recuerdos dolorosos de las víctimas y sus familiares; pero no deberá nunca apartarse del inequívoco propósito, en palabras de Hayner, de “establecer un registro exacto del pasado de un país, esclarecer sucesos inciertos, y levantar la cubierta de silencio y negación de un período de la historia”, porque como afirmó lúcidamente Michael Ignatieff, “el pasado es un argumento y la función de las comisiones de la verdad, como la función de los historiadores honestos, es simplemente purificar dicho argumento, reducir el espectro permisible de mentiras” y porque no existe posibilidad de futuro, léase bien, sin una crítica profunda de los hechos y los valores que se impusieron en el pasado. La CV es solo un primer paso en este necesario proceso de discusión crítica que, sin duda, nos involucra a todos, pésele a quien le pese.
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