El presidente Rafael Correa presentó una demanda
penal en contra de Francisco Vivanco, presidente nacional de diario La Hora: le
imputó la comisión del delito de desacato que contempla el artículo
230 del Código Penal, que establece: “El que con amenazas, amagos o
injurias, ofendiere al Presidente de la República o al que ejerza la Función
Ejecutiva, será reprimido con prisión de quince días a tres meses […]”. Esta es
una de las poquísimas ocasiones que se tiene noticia del uso local de esta
figura.
Sí se tiene numerosa noticia, en cambio, de la
naturaleza perniciosa de su uso. En 1994 la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos publicó el Informe sobre
la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, en el que argumentó que las leyes de desacato son
incompatibles con el artículo
13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos [derecho a la libertad de
expresión] porque reprimen la libertad de expresión necesaria para el
debido funcionamiento de una sociedad democrática (la lectura del Informe no
tiene pérdida). El Principio Undécimo de la Declaración
de Principios para la Libertad de Expresión, útil para entender este
derecho, establece: “Los funcionarios públicos están sujetos a un mayor
escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión
ofensiva a funcionarios públicos generalmente conocidas como ‘leyes de
desacato’ atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la
información”; en su interpretación de este principio, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos recordó que la Corte Europea de Derechos
Humanos considera que el uso de las leyes de desacato constituye “una censura,
que posiblemente disuade de formular críticas en el futuro” y de su propia
cosecha, añade la Comisión: “el temor a sanciones penales necesariamente
desalienta a los ciudadanos a expresar sus opiniones sobre problemas de interés
público, en especial cuando la legislación no distingue entre los hechos y los juicios
de valor”, como en efecto, la legislación penal ecuatoriana no distingue, y
continúa, “las leyes de desacato, cuando se aplican, tienen un efecto directo
sobre el debate abierto y riguroso sobre la política pública que el artículo 13
garantiza y que es esencial para la existencia de una sociedad democrática” y,
en este contexto, enfatiza que “las personalidades políticas y públicas deben
estar más expuestas –y no menos expuestas– al escrutinio y crítica del público.
“Dado que estas personas están en el centro del debate público y se exponen a
sabiendas al escrutinio de la ciudadanía, deben demostrar mayor tolerancia a la
crítica”. La Relatoría para la Libertad de Expresión ha reiterado en varios
informes estos postulados e incluso formuló una recomendación específica al
Estado ecuatoriano para que derogue las leyes de desacato. Pero el Estado se
resiste y mantiene todavía este, en palabras de la Comisión Interamericana,
“enclave autoritario heredado de épocas pasadas”, en su legislación penal.
Y para peor, ahora lo utiliza: esto debe
preocuparnos y mucho, porque se supone que este Gobierno tiene como uno de sus
principales ejes el respeto a los derechos humanos; pero el despropósito de
esta demanda penal nos ratifica que es precisamente el derecho a la libertad de
expresión, pilar fundamental de toda sociedad democrática, el derecho que este
Gobierno peor entiende y que, por eso mismo, provoca las “amenazas, amagos o
injurias” (en los términos de la propia ley que invoca) de su autoritarismo.
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