El argentino Pablo Slonimsqui acaso no lo sepa pero
su libro Derecho de Admisión. La igualdad y el principio de
no-discriminación como reglas de interpretación para su ejercicio
razonable, leído en el contexto de Guayaquil, comporta graves críticas a las
políticas públicas que en “Zona Regenerada” cometen sus autoridades (léase, el
Municipio local) y sus adláteres (léase, algunas de sus fundaciones). El
derecho de admisión, en palabras de Slonimsqui, es “la facultad que tienen
tanto el Estado como los particulares para limitar o restringir el acceso o la
permanencia de las personas a un determinado lugar, servicio, prestación, actividad
o status jurídico”. Esta facultad de restricción, por supuesto, tiene lógicos
límites: 1) para aceptar la legitimidad de una medida que restrinja el
derecho de admisión y permanencia “deberá cumplirse un estándar probatorio más
elevado que el de la mera racionalidad, acreditando que el mismo es
estrictamente necesario para el cumplimiento de un fin legítimo”; 2) la
constatación de que el Municipio tiene la facultad discrecional de restringir
el derecho de admisión y permanencia “de manera alguna puede constituir un
justificativo de su conducta arbitraria, puesto que es precisamente la
razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga
validez a los actos de los órganos del Estado”.
En Guayaquil, en la llamada “Zona Regenerada” se restringe
el derecho de admisión y permanencia de, entre otros, vendedores informales,
mendigos, homosexuales (a quienes, por citar un ejemplo, no se les permite
realizar la marcha del Orgullo Gay). Las supuestas razones que se ofrecen para
la restricción de este derecho son la aparente defensa de conceptos tan vagos e
imprecisos como “orden público” o “moral pública”. Pues vale decirlo con
énfasis: la referencia a tales conceptos sólo puede validar la aplicación de
una restricción al derecho de admisión y permanencia siempre que se pruebe con
suficiencia que no existe ninguna otra medida menos lesiva para cumplir con los
fines que esa restricción se propone. En el caso del Municipio local, este
análisis ni siquiera se ha intentado.
En la práctica, quienes ejecutan las políticas
públicas del Municipio local en esta materia (esto es, Policía Metropolitana y
guardianías privadas que contratan las Fundaciones, usualmente armadas de
pistolas, escasas ideas y un silbato) criminalizan los actos de quienes son excluidos,
los privan de sus bienes e incluso de su libertad. Cabe recordarle a las
autoridades locales que, aún en el supuesto no consentido de que los actos que
combaten constituyeran una infracción, deberían tener la decencia de pensar la
frase del filósofo inglés Thomas Hill Green (1836-1882), profesor del Balliol
College de Oxford, quien escribió que “antes de penar a alguien por la comisión
de un delito, deberíamos asegurarnos de que esa persona tuvo la posibilidad
equitativa de no cometerlo”. La obligación de una autoridad lealmente
interesada en la construcción de una sociedad democrática e inclusiva es
detenerse a pensar si cuando aplica la ley no la está utilizando para mantener
la situación de postergación (de pobreza, de discriminación) que empuja a los
postergados a desafiarla. La obligación, insisto, de una autoridad democrática
(pero, ¿es que cabe alguna duda?) es buscar, con genuino interés, la
alternativa que menos discrimine y promover el diálogo plural y la inclusión.
Es evidente que todo esto, al Municipio local, ni le ha interesado ni le
interesa.
Tales serían las preocupaciones propias de una
autoridad democrática. Que el Municipio local ejerce autoridad, no cabe duda
alguna; el atributo “democrática”, ese, ese es el que le falla.
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