Nota: Una versión reducida de este artículo se publicó en El Universo con el título "Crítica a un prejuicio"
En mi columna del 1 de diciembre de 2007 (“Razones para la unión homosexual”) mencioné el curioso apoyo que el arzobispo de Guayaquil, Antonio Arregui, otorgó a la unión de parejas homosexuales cuando declaró (la cita es textual) en la edición de Diario Expreso del 5 de noviembre de 2007 que el membrete “matrimonio” era lo que realmente lo incomodaba: “Que arreglen con alguna fórmula legal el problema de la convivencia, la unión libre, por ejemplo, pero no cabe que se institucionalice con el sacramento matrimonial”. La propuesta que la Conferencia Episcopal Ecuatoriana (que el propio Antonio Arregui preside) remitió a la Asamblea Constituyente confirmó este apoyo: “la unión estable de una pareja, sin que importe su sexo u opción sexual, generará los derechos u obligaciones que reconozca la ley” dice clara y textualmente. Podría afirmarse, sin faltar a la verdad, que la postura que defiende el arzobispo Antonio Arregui, tanto en lo personal como en lo institucional, es inequívoca.
Y sin embargo Arregui, en actitud errática y reprochable, se desdijo de sus opiniones en una entrevista que publicó Diario El Universo el 4 de mayo de 2007: declaró que la redacción de la propuesta de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana era “un poco desafortunada” y afirmó que la interpretación que se hizo de ella era una “penosa confusión”; se despachó con frases como que la homosexualidad es “antinatural” y “aberrante” y expresó frontal su homofobia; finalmente, comparó el acto homosexual con la comisión de un delito. Estas opiniones del arzobispo Arregui merecen reproche, por la grave carga de ignorancia y de prejuicios que comportan. Procedo a criticarla:
1) Toda persona tiene derecho de profesar y divulgar su religión, pero ninguna (sí, ninguna, ni siquiera los solemnes creyentes en la religión de la mayoría) puede arrogarse el derecho, en una sociedad democrática, de pretender imponerle los dogmas de su religión a otras personas, ni tampoco de participar, en un debate público serio y robusto, con argumentos que se funden en esos dogmas y en los prejuicios de su fe. Toda persona tiene, por supuesto, el derecho de expresar sus argumentos (aunque sean, como en este caso, débiles) pero, en un debate público serio y robusto, este tipo de argumentos que consideran a la homosexualidad “antinatural” o “aberrante” no merecen crédito ninguno y tienen que ceder ante las conclusiones de la ciencia. La homosexualidad, para decirlo en breve y con referencia a autoridades como la Asociación Americana de Psiquiatría y la Organización Mundial de la Salud (entre otras y que, en este punto, entiéndaselo bien y pésele a quien le pese, son mucho mejores referencias que la Biblia o cualquier otro texto sagrado) no es ninguna enfermedad ni ninguna desviación sino, simple y llanamente, una orientación sexual, para todos los efectos tan natural como puede serlo la orientación sexual heterosexual.
2) La comparación del acto homosexual con la comisión de un delito es una torpeza mayúscula: no debe resultar difícil comprender que en el caso de un delito existe un daño que se le causa a otra persona, mientras que en el caso de la relación homosexual no existe daño a otra persona sino simplemente el consenso de dos personas en capacidad de dar su consentimiento.
3) La homofobia (o sea, en palabras del diccionario, “aversión obsesiva hacia las personas homosexuales”), a diferencia de la homosexualidad, sí suele requerir tratamiento. Le recomiendo, arzobispo Arregui, una visita a su psicólogo de confianza.
Finalmente: el reconocimiento de la unión de hecho de los homosexuales, visto sin prejuicios, constituye un importante avance en la creación de una sociedad más incluyente y democrática.
En mi columna del 1 de diciembre de 2007 (“Razones para la unión homosexual”) mencioné el curioso apoyo que el arzobispo de Guayaquil, Antonio Arregui, otorgó a la unión de parejas homosexuales cuando declaró (la cita es textual) en la edición de Diario Expreso del 5 de noviembre de 2007 que el membrete “matrimonio” era lo que realmente lo incomodaba: “Que arreglen con alguna fórmula legal el problema de la convivencia, la unión libre, por ejemplo, pero no cabe que se institucionalice con el sacramento matrimonial”. La propuesta que la Conferencia Episcopal Ecuatoriana (que el propio Antonio Arregui preside) remitió a la Asamblea Constituyente confirmó este apoyo: “la unión estable de una pareja, sin que importe su sexo u opción sexual, generará los derechos u obligaciones que reconozca la ley” dice clara y textualmente. Podría afirmarse, sin faltar a la verdad, que la postura que defiende el arzobispo Antonio Arregui, tanto en lo personal como en lo institucional, es inequívoca.
Y sin embargo Arregui, en actitud errática y reprochable, se desdijo de sus opiniones en una entrevista que publicó Diario El Universo el 4 de mayo de 2007: declaró que la redacción de la propuesta de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana era “un poco desafortunada” y afirmó que la interpretación que se hizo de ella era una “penosa confusión”; se despachó con frases como que la homosexualidad es “antinatural” y “aberrante” y expresó frontal su homofobia; finalmente, comparó el acto homosexual con la comisión de un delito. Estas opiniones del arzobispo Arregui merecen reproche, por la grave carga de ignorancia y de prejuicios que comportan. Procedo a criticarla:
1) Toda persona tiene derecho de profesar y divulgar su religión, pero ninguna (sí, ninguna, ni siquiera los solemnes creyentes en la religión de la mayoría) puede arrogarse el derecho, en una sociedad democrática, de pretender imponerle los dogmas de su religión a otras personas, ni tampoco de participar, en un debate público serio y robusto, con argumentos que se funden en esos dogmas y en los prejuicios de su fe. Toda persona tiene, por supuesto, el derecho de expresar sus argumentos (aunque sean, como en este caso, débiles) pero, en un debate público serio y robusto, este tipo de argumentos que consideran a la homosexualidad “antinatural” o “aberrante” no merecen crédito ninguno y tienen que ceder ante las conclusiones de la ciencia. La homosexualidad, para decirlo en breve y con referencia a autoridades como la Asociación Americana de Psiquiatría y la Organización Mundial de la Salud (entre otras y que, en este punto, entiéndaselo bien y pésele a quien le pese, son mucho mejores referencias que la Biblia o cualquier otro texto sagrado) no es ninguna enfermedad ni ninguna desviación sino, simple y llanamente, una orientación sexual, para todos los efectos tan natural como puede serlo la orientación sexual heterosexual.
2) La comparación del acto homosexual con la comisión de un delito es una torpeza mayúscula: no debe resultar difícil comprender que en el caso de un delito existe un daño que se le causa a otra persona, mientras que en el caso de la relación homosexual no existe daño a otra persona sino simplemente el consenso de dos personas en capacidad de dar su consentimiento.
3) La homofobia (o sea, en palabras del diccionario, “aversión obsesiva hacia las personas homosexuales”), a diferencia de la homosexualidad, sí suele requerir tratamiento. Le recomiendo, arzobispo Arregui, una visita a su psicólogo de confianza.
Finalmente: el reconocimiento de la unión de hecho de los homosexuales, visto sin prejuicios, constituye un importante avance en la creación de una sociedad más incluyente y democrática.
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