Aeromal me cobra 64.34 dólares una mañana de resaca por llevarme a Quito y yo les pagué 65 cash. Le debo 50 centavos dijo la dependienta, con amago de sonrisa necesitada de cuidado dental. Yo pienso son 66 y le replico pero quiero mis 50 centavos, con amago de seriedad imposible con mis ojeras de 06h35am. Al final, ambos sonreímos: sabemos que es causa perdida.
Me desperté a las 06h00am o casi, una camisa celeste sobre el pantalón que fue de ayer, cepillo, desodorante y perfume: conseguí un vuelo para las 07h05am. Paso la revisión de rigor (que prueba lo desangelados que son los aeropuertos) y entro a la sala de embarque, y allí está, allí está el accidente de Contraloría. Parece una italianita del sur, pálida, de pelo oscuro y sonrisa perfecta, atiende en una ventanilla de una entidad pública: es todo un oasis, un accidente, un lujo. Y estaba esa mañana, live, en el aeropuerto. Se mantiene parca, colgada de su iPod y poseedora de una muy lejana cara de do-not-disturb-me please que intimida a todo prójimo. Distante pero divina (los dioses son así: de allí que mantengan su vigencia). Doy un rodeo, averiguo la puerta de embarque de Aeromal, me siento a menos de un metro de distancia. Hojeo un libro (Crítica de la Constitución, de Gargarella)… por alguna extraña y azarosa razón, uno se siente ingenioso a las 06h44am y se dispone a interrumpir aquella plácida y preciosa cara de do-not-disturb-me pero suena, de repente suena el Última llamada a los pasajeros… y era conmigo y al apuro. No pude arriesgar, no pude siquiera experimentar la melancolía (o sea, esa dicha de estar triste, según Hugo) de acaso citar aquella hermosa y sabia frase de F. S. Fitzgerald, “hablo con la autoridad que me da el fracaso”. Nada de nada, rien de rien: cerré el libro, me desentendí, me fui.
Subo al avión. Mi asiento es el último y no se dobla. Solo quiero un café y no me llega. Leo la prensa, que parece haberse impreso ese día para confirmar el dicho de Wilde de que “leer los periódicos es llegar a la convicción de que solo lo ilegible sucede”. Me río de las cosas de la noche anterior. Observo a mi vecino de viaje, que dormita entre papeles de certero aburrimiento. Tiene aspecto de infeliz funcionario. Siento un poco de compasión, pero solo un poco y sonrío. Sé que pronto lo olvidaré: el funcionario es portador de unas de esas características caras (vuelta Wilde) que, una vez vistas, no se recuerdan nunca jamás. Llega mi café, al fin, me pongo a escribir.
Me desperté a las 06h00am o casi, una camisa celeste sobre el pantalón que fue de ayer, cepillo, desodorante y perfume: conseguí un vuelo para las 07h05am. Paso la revisión de rigor (que prueba lo desangelados que son los aeropuertos) y entro a la sala de embarque, y allí está, allí está el accidente de Contraloría. Parece una italianita del sur, pálida, de pelo oscuro y sonrisa perfecta, atiende en una ventanilla de una entidad pública: es todo un oasis, un accidente, un lujo. Y estaba esa mañana, live, en el aeropuerto. Se mantiene parca, colgada de su iPod y poseedora de una muy lejana cara de do-not-disturb-me please que intimida a todo prójimo. Distante pero divina (los dioses son así: de allí que mantengan su vigencia). Doy un rodeo, averiguo la puerta de embarque de Aeromal, me siento a menos de un metro de distancia. Hojeo un libro (Crítica de la Constitución, de Gargarella)… por alguna extraña y azarosa razón, uno se siente ingenioso a las 06h44am y se dispone a interrumpir aquella plácida y preciosa cara de do-not-disturb-me pero suena, de repente suena el Última llamada a los pasajeros… y era conmigo y al apuro. No pude arriesgar, no pude siquiera experimentar la melancolía (o sea, esa dicha de estar triste, según Hugo) de acaso citar aquella hermosa y sabia frase de F. S. Fitzgerald, “hablo con la autoridad que me da el fracaso”. Nada de nada, rien de rien: cerré el libro, me desentendí, me fui.
Subo al avión. Mi asiento es el último y no se dobla. Solo quiero un café y no me llega. Leo la prensa, que parece haberse impreso ese día para confirmar el dicho de Wilde de que “leer los periódicos es llegar a la convicción de que solo lo ilegible sucede”. Me río de las cosas de la noche anterior. Observo a mi vecino de viaje, que dormita entre papeles de certero aburrimiento. Tiene aspecto de infeliz funcionario. Siento un poco de compasión, pero solo un poco y sonrío. Sé que pronto lo olvidaré: el funcionario es portador de unas de esas características caras (vuelta Wilde) que, una vez vistas, no se recuerdan nunca jamás. Llega mi café, al fin, me pongo a escribir.
1 comentarios:
Tu artículo sobre Garantías Constitucionales publicado en la página web de El Universo me trajo a tu blog, y me ha parecido excelente. Hago mi comentario en este post en particular porque me ha parecido el más natural, y como por alguna razón la política no es lo mío (no sé si esto sea bueno o malo), disfruté muchísimo más leyéndolo. Te felicito y en este instante estoy agregando tu página a Mis Favoritos. Un saludo.
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