Publicado
en GkillCity el 18 de noviembre de 2011.
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Este
artículo es un recuento de las tres principales razones por las cuales no soy
una persona “religiosa”. O, puesto de otra manera, un recuento de las tres
principales razones por las cuales me convertí en una persona cuyas creencias
provienen de razones comprobables de forma empírica. El concepto de “religión”,
en este artículo, se refiere a la religión mayoritaria de la sociedad en la que
vivo, en la que fui criado y por la que fui bautizado: la religión de la
iglesia Católica, Apostólica y Romana.
La primera razón: el desprecio a la inteligencia.
La
Biblia empieza con la creación de la Tierra y la historia de la primera pareja
que la habita (Adán y Eva) que viven en el jardín del Edén. Dios le advirtió a
Adán: “Puedes comer todo lo que quieras de los árboles del jardín, pero no
comerás del árbol de la Ciencia del bien y del mal. El día que comas de él, ten
la seguridad de que morirás” (Gn. 2, 16-17).
Una serpiente desmiente a Dios y le dice a Eva: “No es cierto que morirán. Es
que Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán a ustedes
los ojos; entonces ustedes serán como dioses y conocerán lo que es bueno y lo
que no lo es” (Gn. 3, 4-5).
Eva comió de ese árbol “que era tan excelente para alcanzar el conocimiento”
(Gn. 3, 6) y le dio de comer a Adán. De resultas, se
dieron cuenta que estaban desnudos y sintieron vergüenza: se hicieron unos
taparrabos con hojas de higuera y se escondieron. Dios, “que se paseaba por el
jardín, a la hora de la brisa de la tarde” (Gn. 3, 8)
se enteró del asunto y los sentenció: a la mujer la condenó en los siguientes
términos: “Multiplicaré tus sufrimientos en los embarazos y darás a luz a tus
hijos con dolor. Siempre te hará falta un hombre, y él te dominará” (Gn. 3, 16);
al hombre, en estos: “Por haber escuchado a tu mujer y haber comido del árbol
del que Yo te había prohibido comer, maldita será la tierra por tu causa. Con
fatiga sacarás de ella el alimento por todos los días de tu vida” (Gn. 3, 17).
Acto seguido, los expulsó del jardín del Edén.
Este
texto bíblico es una fábula (no hay quien la tome en serio como “reconstrucción
histórica de hechos”) de cuyo texto se desprende que si Adán y Eva decidían,
por sí mismos, desafiar la prohibición de Dios de comer “del árbol de la
Ciencia del bien y del mal” es porque habrían optado por el conocimiento frente
a la obediencia. Pero no lo hicieron porque ni Adán ni Eva abrigaron por sí la
intención de desafiar la prohibición de Dios: lo hicieron a instancias del
Diablo representado en esta fábula por la serpiente. Del texto se desprende
también que Dios les ha mentido a Adán y Eva con el cuento de que morirán si
comen del árbol prohibido. La serpiente dice la verdad cuando lo desmiente a
Dios y le dice a Eva “que no morirán” y además le dice que, de comer de dicho
árbol, los dos serían “como dioses” y conocerían “lo que es bueno y lo que no
lo es”. Adán y Eva comieron y pagaron las consecuencias: Dios, que “paseaba por
el jardín” se enteró y los castigó de manera severa, con dolores y cargas
difíciles de soportar: tales fueron las terribles consecuencias de querer
saber.
La
fábula es terrible. Dios les miente a Adán y Eva sobre las consecuencias de
comer del “árbol de la Ciencia del bien y del mal” y luego, por haberse
atrevido a desafiar su mentira, los castiga de manera severa: a Dios se lo
asocia con el “bien”. El Diablo dice la verdad y propone el saber: lo desmiente
a Dios y persuade a Eva de que ella y Adán sean “como dioses” y que conozcan
por sí mismos “lo que es bueno y lo que no lo es”: al Diablo se lo asocia con
el “mal”. El mensaje es todo lo contrario del sapere aude inscrito
por Kant en este texto y es clarísimo: el conocimiento (el
pensar por cuenta propia, que es la base para procurarlo) es malo (¡no en vano
es el Diablo el que lo promueve!) y desafiarlo solo le hace daño al hombre (de
ahí que Adán y Eva, tras comer el fruto, sientan vergüenza y miedo –Gn. 3, 7
y 3, 10) y comporta castigo divino y maldición eterna.
De refilón, el texto sirve para justificar la inferioridad de la mujer en el
pensamiento católico: “te hará falta un hombre, y él te dominará”. En pocas
palabras, el kit completo.
No
habría mayor problema si esta fábula para enseñar el desprecio al conocimiento
y la conveniencia de obedecer se redujera a una de las posibles
interpretaciones de este relato. Lo grave es que este desprecio al conocimiento
se tradujo en hechos: baste recordar, por ejemplo, el “Índice de libros prohibidos” (“Index librorum
prohibitorum”) impuesto en 1559 por la Sagrada Congregación de la Romana y
Universal Inquisición, que prohibió toda la filosofía relevante “desde Montaigne
hasta Sartre, pasando por Pascal, Descartes, Kant, Malebranche, Spinoza, Locke,
Hume, Berkeley, Rousseau, Bergson y tantos otros –sin mencionar a los
materialistas, socialistas y freudianos- […]. La Biblia, con el pretexto de
contenerlo todo, impide el acceso a lo que no contiene. Durante siglos, el daño
fue considerable” (Michael Onfray, Tratado de ateología, Pág. 95). Como dato
curioso, Onfray cuenta que en el año de 1924 ingresaron al Índice los nombres
de “Pierre Larousse, culpable del Grand Dictionnaire universel (!), Henri
Bergson, André Gide, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre” y que ese mismo año
Adolf Hitler publicó Mi lucha: dicho autor, sin embargo, nunca se incluyó
en el Índice (Ibíd., Pág. 193). O puede recordarse su aversión a la ciencia de
la mano de su proceso contra Galileo (¡recién “rehabilitado”
en 1992!) o su repulsa de los ideales de libertad e igualdad postulados por la
revolución francesa, de manifiesto en la breve encíclica Quod Aliquantum publicada en 1791, de autoría del
Papa Pío VI:
“Este derecho monstruoso [de pensar, hablar y escribir e incluso de imprimir cualquier cosa que uno desee en materias religiosas] la Asamblea [francesa] lo reclama, sin embargo, como resultado de la igualdad y libertad natural de los hombres.[…]Después de haber creado al hombre en un lugar de delicias, ¿acaso Dios no lo amenaza de muerte si come de la fruta del árbol del bien y del mal? Con esta primera prohibición, ¿no le estableció Él límites a su libertad? […] Y a pesar de dejar al hombre libre voluntad de escoger entre el bien y el mal, ¿no le proporciona Dios los preceptos y mandamientos que lo salvarían ‘si él los observa’?[…]El hombre debe usar su razón antes que todo para reconocer a su Soberano Creador, en honrarlo y admirarlo, y someter su persona en todo a Él. Por lo tanto, desde su niñez, el hombre debe ser sumiso a quienes le son superiores en edad, debe regirse por sus instrucciones y sus enseñanzas, ordenar su vida de acuerdo a las leyes de la razón, de la sociedad y de la religión. Esta exaltación de la igualdad y la libertad, por lo tanto, son para él, desde el momento en que nace, no más que sueños imaginarios y palabras sin sentido”.
La
prohibición de acceder al conocimiento por sí mismo, el rechazo de los avances
científicos que no se corresponden con su doctrina, la oposición a los ideales
que desafían su autoridad, ejemplificados con los hechos descritos, no son
extraños a la historia de la iglesia. Dicho lo cual, no sostengo que no haya
existido ningún aporte de dicha institución a la historia intelectual de la
humanidad. Pero sí que sostengo que, más allá de algún aporte, sus fábulas
teóricas y sus prácticas concretas revelan una clara orientación de dicha
iglesia para “administrar el conocimiento” y esperar obediencia de sus
creyentes. Cuando una religión organizada se propone pensar por ti los aspectos
fundamentales de tu vida y esperar tu obediencia a lo que sus jerarcas decidan
es porque desprecia tu capacidad para resolver los aspectos fundamentales de tu
propia vida por ti mismo: desprecia, en definitiva, tu inteligencia. Por
cierto, que una persona se resigne a no pensar por sí mismo es, sin dudarlo,
una opción legítima. Simplemente, no es la mía.
La segunda razón: el rechazo al cuerpo.-
La
Biblia contiene numerosas prohibiciones referidas a actos (o imposiciones, como
en el caso de la circuncisión) relacionados con el propio cuerpo. En
el Antiguo Testamento, en el Levítico (capítulo 15) se enumeran las prohibiciones de
Yavé en materia de “impurezas” sexuales; en el Nuevo Testamento, la prédica del
apóstol San Pablo es la mejor evidencia del rechazo al cuerpo como doctrina de
la iglesia. Así, dicho apóstol recomienda a sus fieles que “[h]uyan de las
relaciones sexuales prohibidas [porque] el que tiene esas relaciones sexuales
peca contra su propio cuerpo. ¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu
Santo que han recibido de Dios y que están en ustedes? Ya no se pertenecen a sí
mismos” (1 Cor. 6, 18-19) y les recuerda que Cristo “cambiará nuestro
cuerpo miserable usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y
lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su gloria” (Fil. 3, 21).
Tal
es el telón de fondo. Las disposiciones modernas de rechazo al cuerpo
elaboradas por la iglesia se desarrollan en la Carta de los agentes sanitarios elaborada
por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios (aprobada
y confirmada íntegramente por la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora
de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición). En dicha
carta se contienen disposiciones que son expresamente contrarias a algunos
postulados liberales básicos tales como la legalización de las drogas (Párr. 94), el
aborto (Párr. 139) y la eutanasia (Párr. 150). Para peor, existe una
práctica religiosa a la que se suele endosarle (desde la perspectiva de un
católico) el atributo de ser “paradigma de bondad”, en la cual se estima que la
no intervención para paliar el sufrimiento corporal de un moribundo es un don
de Dios: en palabras de esa “facilitadora
de la muerte” (como la llamó Martín Caparrós) que fue la Madre
Teresa de Calcuta: “hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte,
sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento”. This
is sick.
El
rechazo al cuerpo tiene, además, consecuencias específicas para la situación de
la mujer en el pensamiento católico. Como se ha visto, en el libro de Génesis
se coloca a la mujer bajo el dominio del hombre; el apóstol San Pablo, en la
primera carta a los Corintios, considera que la mujer soltera y la virgen deben
preocuparse “de ser santas en su cuerpo y en su espíritu” (1 Cor, 7, 34) y ordena a la mujer casada que “no se separe
de su marido” (1 Cor, 7, 10) porque “está ligada a su marido
mientras éste vive” (1 Cor, 7, 39). En realidad, al pensamiento católico le
interesa la mujer en cuanto esté sujeta a cumplir el propósito de la
procreación (porque Dios dijo: “Sean fecundos y multiplíquense” –Gn. 1, 28)
y sometida al imperio de lo masculino (las leyes civiles de este país, con
disposiciones tales como la prohibición a las mujeres de administrar sus bienes
por sí mismas o la obligación de seguir al marido adonde éste decida residir,
constituían hasta hace poco fiel reflejo de esta consideración de
inferioridad). Este propósito de la procreación, tal como lo entiende la
iglesia, le provoca aversiones: contra el matrimonio o la unión homosexual (cuya condena, por este
motivo y por considerarla “contraria a la recta razón” (?) -Párr. 6-, le corresponde a la Congregación para
la Doctrina de la Fe, en el documento Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento
legal de las uniones de personas homosexuales) y contra el uso de
los anticonceptivos, postura que (a guisa de ejemplo) defendió en un reciente viaje a África Benedicto XVI.
La
postura de la iglesia Católica, Apostólica y Romana es contraria a postulados
básicos de la autonomía individual en materia de actos sobre
el propio cuerpo. Es, por supuesto, legítimo defender la postura de la iglesia.
Yo me he situado, con razones (como varios enlaces de este artículo lo prueban)
en una orilla opuesta a dicha postura.
La tercera razón: la propensión a la violencia.-
La
Biblia es un libro violento. En Los pésimos ejemplos de Dios, Pepe Rodríguez
desmenuza el contenido de dicho texto (que es “palabra de Dios, en cuanto
escrita por inspiración del Espíritu Santo”, según el Catecismo
de la Iglesia Católica, Párr. 81) y relata la existencia de
“versículos que relatan conductas y hechos violentos negativos y absolutamente
opuestos a cualquier cultura religiosa, perpetrados por Dios y su pueblo” que
se relacionan con “matar/dar muerte violenta” en el número de 1106 (la forma
favorita de matar es la lapidación, con 90 casos), que se relacionan con
“relatos de guerra” en el número de 964, que se relacionan con “exterminios
masivos” en el número de 515 (la expresión “no dejar sobrevivientes” consta en
233 casos), que se relacionan con “armamentos de guerra” en el número de 509,
que se relacionan con “expolio de bienes ajenos” en el número de 128, que se
relacionan con “esclavos (sometimiento y/o compraventa”), en el número de 144,
que se relacionan con “sentimientos y hechos violentos contra el prójimo” en el
número de 787 y que se relacionan con violencia contra las mujeres, en el
número de 96. En total, existen al menos, según Rodríguez, unos 4339
versículos, “una cantidad de texto enorme, equivalente a algo más de la mitad
del Nuevo Testamento- que, asumiendo la forma de leyes divinas y/o sucesos
promovidos y/o protagonizados por el mismísimo Dios, resultan totalmente
rechazables por su contenido, sentido y ejemplo de conducta dejado a la
posteridad” (Rodríguez, Pág. 30-31).
El
propio Cristo, a quien se supone modelo de virtudes, también es persona
violenta, que profiere maldiciones contra los fariseos y los escribas
hipócritas (Lc. 11, 42-52), que condena al infierno a quienes no
creen en él (Lc. 10, 15 y 12, 10),
que anuncia la ruina de Jerusalén y la destrucción del templo (Mc. 13), que declara que quien no está con él está
contra él (Lc. 11, 23) y que enseña que no ha venido a traer la paz,
sino la espada (Mt. 10, 34).
Creo, como Bertrand Russell en ¿Por qué no soy cristiano?, que “ninguna persona
profundamente humana pued[e] creer en el castigo eterno” (Pág. 34) y que
“ninguna persona un poco misericordiosa siembr[a] en el mundo miedos y
terrores” (Pág. 35) como los que se describen en estos versículos de los
evangelios. Ni qué decir, como lo destaca Russell, de los puercos de
Gadar (Mc. 5, 1-14), “donde ciertamente no fue compasivo para
con los puercos el meter diablos en sus cuerpos y precipitarlos colina abajo
hasta el mar. Hay que recordar que Él era omnipotente, y pudo hacer fácilmente
que los demonios se fueran; pero eligió meterlos en los cuerpos de los cerdos”
(Pág. 36), o de la historia de la higuera que Cristo maldijo (“Nunca jamás coma
ya nadie fruto de ti” le dijo a una higuera que no producía frutos (?)
–Mc. 11, 14) que es “muy curiosa, porque aquélla no era
temporada de higos, y en realidad no se podía culpar al árbol” (Pág. 36). En
cualquier barrio de este mundo, a estas dos historias se las consideraría
“maldad gratuita”. Ni Cristo se libera de cometer ruindades.
Ni
Dios ni Cristo podrían considerarse, en consecuencia, como no propensos a la
violencia. No se diga, entonces, de las barbaridades que a lo largo de los
siglos han cometido sus intérpretes (por fiel interpretación, ignorancia o mala
fe) como supo ponerlo de relieve José Saramago en
este conciso artículo. Visto lo visto no es difícil querer situarse,
entonces, lo más lejos posible de semejantes predicadores.
Estas
son, expuestas en breve, mis tres principales razones. Todas están documentadas
(principalmente, en fuentes religiosas) y todas y cada de las afirmaciones de
este escrito pueden discutirse: no son dogmas de fe. Pero por lo pronto, para
mí, constituyen razones suficientes para ejercer mi libertad de solicitarle, de
manera tan comedida como bien fundada (en su motivación y en el derecho que la
ampara) a la iglesia Católica, Apostólica y Romana que elimine mis datos de sus
registros, que no me cuente entre “los suyos”, porque no lo soy. Porque, en
definitiva, una institución que desprecia a la inteligencia, rechaza el cuerpo
y propende a la violencia, es una institución a la que no tengo interés de
pertenecer.
Estas
son mis razones para firmar esta Solicitud al Arzobispado que se postula en esta
edición de la página.
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