Publicado en GkillCity el 3 de noviembre de 2011.
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Un
amigo me contó que uno de los empleados de su oficina le había comentado de su
estrategia para protegerse del mal de ojo y que él se había burlado de su
creencia. Yo le repliqué que era cuestión de perspectiva, que él y yo
conocíamos mucha gente que cree todavía que un ángel se presentó ante una
virgen para contarle que el Espíritu Santo iba a venirse sobre ella y el poder
del Altísimo iba a cubrirla para que nazca el Hijo de Dios (Lc. 1, 35) y que eso suena
tanto o más delirante que la creencia en el mal de ojo.
Pero
en realidad, sin importar cuán delirante suene su creencia religiosa, toda
persona tiene el derecho a profesar su religión o sus creencias: nuestra Constitución
garantiza dicho derecho en el artículo 66 numeral 8, así como también se lo
garantiza en tratados internacionales (que son de jerarquía constitucional y
directa aplicación por disposición del artículo 424 de la Constitución) como el
Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (artículo 18) y la Convención
Americana sobre Derechos Humanos (artículo 12): el derecho a la libertad de
religión o de creencias, en todos estos casos, incluye la protección de “las
creencias teístas, no teístas y ateas, así como el derecho a no profesar
ninguna religión o creencia” (acá, Párr.
2).
Esta
protección del derecho a la libertad de religión o de creencias, ciertos
creyentes piensan (en particular, los pertenecientes a la religión mayoritaria
de su sociedad) que los autoriza a una cierta inmunidad sobre su religión o sus
creencias (que implica una escasa o nula receptividad a las críticas sobre
ellas). Esta idea es equivocada: el derecho a la libertad de religión o de
creencias “no incluye el derecho a tener una religión o unas creencias que no
puedan criticarse ni ridiculizarse” (acá,
Párr. 36). Lo que sucede es que dichos creyentes confunden la libertad de
religión con la protección que les otorga el delito de difamación religiosa,
que sanciona las expresiones adversas que desacrediten a las creencias
religiosas.
En
Ecuador, el artículo 161 del Código Penal (dentro del capítulo “De los crímenes
y delitos contra la religión”) que se promulgó en tiempos de García Moreno
contemplaba sanciones de “tres a seis años de reclusión menor” para la
“inobservancia de preceptos religiosos”, la mofa o el desprecio “de los
sacramentos o misterios de la Iglesia” y la persistencia en propalar “doctrinas
o máximas contrarias al dogma católico”: dicha disposición se derogó en tiempos
de la revolución liberal, en 1906 (acá,
Pág. 10-11), o sea que en el país no existe hace 105 años. En el orden
internacional, se considera que la difamación de una religión o unas creencia
“puede ofender a las personas y herir sus sentimientos religiosos, pero no
entraña necesariamente, o por lo menos de forma directa, una violación de sus
derechos” (acá,
Párr. 37) por lo que el concepto de difamación de las religiones “tiene cada vez
menos acogida a nivel internacional” y su sanción “puede ser contraproducente y
puede tener consecuencias adversas para los integrantes de las minorías
religiosas, los creyentes que disienten, los ateos, los artistas y los
académicos” (acá,
Párr. 44). La supuesta inmunidad que ciertos creyentes le atribuyen a su
religión o sus creencias, en realidad, no existe.
Dicha
supuesta inmunidad no existe porque el pleno ejercicio de la libertad de
religión, lejos de procurar sanciones para las expresiones, requiere
precisamente lo contrario, esto es, una plena libertad para expresarlas. Así,
el derecho a la libertad de expresión se considera como “un aspecto fundamental
del derecho a la libertad de religión o de creencias” (acá,
Párr. 41). Para el derecho a la libertad de expresión, ni las creencias ni las
instituciones son, por sí mismas, merecedoras de protección: “las restricciones
de la libertad de expresión no deben usarse para proteger instituciones
particulares ni nociones, conceptos o creencias abstractas como los símbolos
patrios o las ideas culturales o religiosas, salvo que las críticas
constituyan, en realidad, una apología del odio nacional, racial, religioso que
incite a la violencia” (acá,
Párr. 64 –de hecho, la razón para no otorgar dicha protección es la misma razón
por la cual no merece protección jurídica el
delito de desacato). En resumidas cuentas, la libertad de expresión no
protege la creencia abstracta (por ejemplo) en la inmaculada concepción de la
virgen, pero protege, eso sí, a las personas que tengan esa creencia cuando contra
ellas se dirija un discurso de odio religioso que incite a la violencia por
razón de su creencia en la inmaculada concepción de la virgen: ese discurso de
odio religioso que incita a la violencia es uno de los llamados “discursos
prohibidos”, que son los únicos que no encuentran amparo en el derecho a la
libertad de expresión. Fuera de esas específicas circunstancias, las religiones
y las creencias se encuentran abiertas al debate, como corresponde en una
sociedad democrática, en la cual se protege “no sólo la difusión de las ideas e
informaciones que sean recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o
indiferentes, sino también de las que ofenden, chocan, inquietan, resultan
ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población, puesto que
así lo exigen los principios de pluralismo y tolerancia propios de las
democracias” (acá,
Párr. 21)
Lo
que sí se protege de manera expresa en el derecho a la libertad de religión o
de creencias es el derecho a “la libertad de elegir la religión o las
creencias, comprendido el derecho a cambiar las creencias actuales por otras o
adoptar opiniones ateas, así como el derecho a mantener la religión o las
creencias propias” (acá, Párr.
5), lo que se ha considerado “una dimensión jurídicamente necesaria de la
libertad de religión” (acá,
Párr. 80).
Porque
uno puede tener, por supuesto, muchos motivos para ejercer su derecho
(reconocido en la Constitución de manera específica) de cambiar de religión o
de creencias. En nuestra sociedad, por ejemplo, en relación con la religión
mayoritaria, el catolicismo, uno podría motivarse en razones morales (por
rechazar ciertas doctrinas o prácticas institucionales de la iglesia católica)
o simplemente porque adquirió una nueva fe, cualquiera que ésta sea. Lo
importante es el reconocimiento del derecho “absoluto y no sujeto a limitación
alguna” (acá,
Pág. 10, Párr. 58) que toda persona tiene para, de conformidad con la
Constitución y los tratados internacionales, cambiar su religión o sus
creencias, sea que decida hacerlo a otra creencia teísta, no teísta o atea, o que
decida no profesar religión o creencia alguna.
El
ejercicio de la libertad de religión y de creencias comporta que otras personas
puedan sentirse ofendidas o heridas en sus sentimientos religiosos en razón de
dicho ejercicio. Pero en una sociedad democrática y respetuosa de la autonomía
de las personas, lo que en materia de su religión o sus creencias haga cada una
de ellas al amparo de su derecho a la libertad de religión reconocido en la
Constitución e instrumentos internacionales es, en definitiva, un asunto de su
entera y personal libertad.
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