Publicado en diario El universo el 25 de agosto de 2005.
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Juan Pablo Toral expone una obra en el Salón de
Julio que se compone de cien vacas, idénticas unas a otras, uniformes, grises,
y alineadas de manera secuencial. En el arete de cada una de ellas consta, a
manera de sello e identificación, una cifra, que representa una fecha. Algunas
de ellas nos son familiares: el 29-01-1942, por ejemplo, que fue el día
que se firmó el Protocolo de Río de Janeiro (y también el día que el canciller
de Brasil, Oswaldo Aranha, le espetó al canciller ecuatoriano Tobar Donoso la
certera frase: “Aprendan a ser país, y luego reclamen sus derechos” -aún
seguimos en la fase de aprendizaje-), el 28-01-1912, el día del aciago
asesinato de Alfaro, o el 08-03-1999, el día en que se declaró el infame
“feriado bancario” y se inició, formalmente, el desastre de la banca nacional.
Otras fechas puede que no convoquen los hechos a la memoria pero no dejan de
ser manchas para la historia del país: constan allí los tratados de límites y
despojos, las batallas perdidas, las guerras civiles, los golpes de Estado, las
humillaciones y los abusos. Las muertes de Manuel Maldonado, de Juan Borja y de
Santiago Viola ordenadas por el dictador García Moreno, el asesinato de Monseñor
Checa y Barba en el momento que consagraba el cáliz, los crímenes de Estado de
Milton Reyes, de Abdón Calderón, de Nahím Isaías y de los hermanos Restrepo. La
muerte de Vicente Salazar, el primero de los jubilados en fallecer por causa de
su dignidad, y tantas otras historias, que suman en total cien, que pueblan los
libros o tienen un carácter mínimo, pero que, en todo caso y según insana
costumbre, tienden a naufragar en un mar de olvido. La obra obtuvo Mención de
Honor en el Salón de Julio y se titula, justamente, Hecatombe.
Es así, pues hecatombe, además de evocar la idea de desgracia o catástrofe, significa en la acepción etimológica que recoge el Diccionario de la Real Academia “sacrificio de cien reses vacunas u otras víctimas, que hacían los antiguos a sus dioses”. De esa definición se apropia Juan Pablo Toral para articular, de manera lúcida, la rememoración (incluso el rescate) en clave visual de cien fechas que son aciagas para la historia del Ecuador, con la intención de que sirvan al propósito de una necesaria catarsis social, producto de su análisis y su discusión, de su afán de no olvidarlas (pues como dijo Montalvo “ignorar los tiempos pasados es no ser aptos para los venideros”) para, eventualmente, superarlas. Esto, por supuesto, es una utopía. Pero es también, al mismo tiempo, un proceso necesario en aras de la expiación de los sentimientos de inseguridad y de derrota, del complejo de inferioridad de la mayoría de los ecuatorianos: en otras palabras, es una invitación a reflejarnos en el espejo roto de nuestra identidad. Y todo ello, con el afán de sacar algunas conclusiones sobre nosotros mismos que nos ayuden a conocernos y a enfrentar (sí, a enfrentar: la vida en sociedad tiene mucha más relación con la lucha que con la danza) de mejor manera la cotidianidad de la convulsionada sociedad en que vivimos. La propuesta que se deriva de Hecatombe, entonces, es conocer la historia para no condenarnos a su repetición y, en consecuencia, propiciar la exhumación de los hechos que la constituyen, pues solo quienes tienen el valor de asumir ese compromiso pueden asumir la fuerza necesaria para intentar el cambio de la realidad. Esa hecatombe, ese sacrificio de la historia, debe ser nuestra tarea ciudadana en aras de que su otro significado, el coloquial y común, no sea el vocablo que termine por mejor definir el devenir de nuestra vida como República.
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