Publicado en diario El universo el 20 de septiembre de 2005.
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Cinco años de reclusión en la prisión de Omsk,
Siberia, hicieron que en Recuerdos de la Casa de los Muertos Fiodor
Dostoievski escribiera que “el grado de civilización de una sociedad puede
juzgarse por el estado de sus prisiones”. El juez Cançado Trindade recordó ese
episodio con ocasión de su voto razonado a la sentencia del caso “Tibi contra la República del Ecuador” en
el cual la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado por las
degradantes condiciones que padeció el francés Daniel Tibi durante su
permanencia en la Penitenciaría del Litoral.
Dentro de las pruebas que se presentaron en el
proceso constó la declaración del investigador galo Allain Abellard, quien
concluyó que “la arbitrariedad, la falta de condiciones sanitarias, las
epidemias ignoradas y la corrupción generalizada eran eventos cotidianos” en la
“infernal” cárcel de Guayaquil. El perito Santiago Argüello Mejía, por su
parte, dictaminó una verdad cuando consignó que “el personal carcelario, en
complicidad con algunos internos, participa y valida un sistema de alquiler y
compra de espacios y organiza tráfico de drogas, alcohol y armas, lo que
aumenta los privilegios, las discriminaciones y agudiza la violencia” y, añadió
otras más, cuando enfatizó sobre la precariedad del “sistema carcelario de salud”
(es un decir) y sobre la más conspicua de nuestras señas de identidad nacional:
la impunidad para las violaciones de derechos humanos.
Con esos hechos probados, entre otros, la Corte
Interamericana sostuvo que las condiciones de detención de Tibi “no satisficieron
los requisitos materiales mínimos de un tratamiento digno” y que en sintonía
con el clima habitual de impunidad, “el Estado no ha investigado, juzgado ni
sancionado a los responsables de las torturas” a las que Daniel Tibi fue
sometido. La Corte, entonces, condenó al Estado ecuatoriano a “establecer un
programa de formación y capacitación para el personal judicial, del ministerio
público, policial y penitenciario, incluyendo el personal médico, psiquiátrico
y psicológico, sobre los principios y normas de protección de los derechos
humanos en el tratamiento de los reclusos” y obligó a la asignación
presupuestaria y a la creación de un comité para viabilizar tal cometido. Por
supuesto, poco o nada (más probablemente nada) hace el Gobierno para cumplir
esta obligación que desde el 7 de septiembre del 2004 se le impuso.
El caso de Daniel Tibi no es una excepción sino un
síntoma de la miríada de falencias del sistema penitenciario, donde el consumo
y tráfico de drogas, la posesión de armas y el hacinamiento son moneda
corriente. Si se suman los abusos al dictar prisión preventiva, la demora de
los trámites y la venalidad de sus jueces se consolida el atroz panorama de
nuestra demacrada institucionalidad. “Si esta cárcel sigue así/ todo preso es
político” son certeras palabras que cantan en clave de rock Patricio Rey y los
Redonditos de Ricota y que apuntan a la médula del problema carcelario, porque
el origen del drama de las prisiones se halla en la política, o mejor dicho, en
la ausencia de ella: la desidia del Gobierno y de nosotros, la sociedad civil,
que ante ese drama somos pasivos e inertes, nos hace a todos cómplices de ese
estado de cosas. Mientras, en esa tierra de nadie que son las prisiones, todo
preso es político, y la vida de cada uno de ellos, si la frase de Dostoievski
que abre estas líneas es cierta, sirve al propósito de poner en evidencia el
tamaño de nuestra barbarie.
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