Publicado en diario El universo el 7 de octubre de
2006.
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Pascual Eugenio del Cioppo, presidente nacional del
PSC, consideró a la sociedad ecuatoriana como “religiosa, cristiana [y]
conservadora”; manifestó su honda preocupación por la enseñanza del uso de los
métodos anticonceptivos, mismos cuya importación prohibía en un proyecto de ley
y que fundamenta su condena a los libros Mi Sexualidad y Aprendiendo
a Prevenir porque constituyen “una invitación a tener relaciones sexuales”
en vista de que vuelve a los jóvenes expertos en su uso; recomendó la
abstinencia como “el camino correcto para llevar una vida sexual sana” porque
entiende “que es peligroso iniciarse sexualmente antes del matrimonio” e
importante para la persona “llegar virgen y santa al matrimonio” y declaró que
la educación sexual contradice la voluntad de las familias que prefieren que
sus hijos conozcan más tarde sobre esta. En materia de educación sexual, tal es
su ideario.
En relación con estas opiniones ofreceré, en
principio, solo un par de estadísticas que acaso nos preocupen y obliguen a la
reflexión: el 58% de las embarazadas y el 15% de los portadores del virus del
sida son adolescentes. Esta realidad se puede enfrentar desde distintas
actitudes. Una persona de profundas convicciones católicas puede practicar la
abstinencia y, obviamente, no cabe nada que objetarle: la ampara el artículo 23
numeral 11 de la Constitución. Otra puede decidir libremente usar un
preservativo para mantener una relación sexual y tampoco cabe hacerle ninguna
objeción: la ampara el artículo 23 numeral 25 de la Constitución. Como opciones
individuales, ambas son plenamente válidas.
No lo serían, sin embargo, si se refieren a
políticas de Estado en cuyo caso, sin duda alguna, debe optarse por una
política laica. La Constitución obliga al Estado a garantizarle a toda persona
la toma de decisiones responsables acerca de su vida sexual, adoptar políticas
de paternidad y maternidad responsables y ofrecer una educación laica en todos
sus niveles. En su laicidad, que mantiene desde 1906, el Estado no está
obligado a representar la postura moral de religión alguna; sí tiene, en
cambio, la obligación de otorgarles a sus habitantes la información adecuada
para que de manera libre y responsable decidan sobre tales aspectos de su
intimidad.
Esta información adecuada se denomina “educación
sexual” e implica una idónea enseñanza para que las personas, desde su
adolescencia, sepan cuidarse a sí mismas y a sus eventuales parejas y asuman la
libertad y la responsabilidad que implican sus actos, desde un prisma tanto
biológico como afectivo. No cabe tenerle prejuiciosos miedos a esta educación:
una estudiante de 18 años, Ana Bouting, opinó en uno de los diarios de la
ciudad que educar a los jóvenes sobre sexo no hará que estos “salgan corriendo
a tener relaciones” sino, por el contrario, “los hará meditar sobre las
consecuencias de sus actos” y que “sepan tomar las debidas precauciones”. Ana
Bouting sabe (todos lo sabemos, aunque algunos tiendan en ocasiones a
olvidarlo) que la ignorancia es una pésima consejera. Es también el único grave
defecto que en esta materia un país que se precie de civilizado no puede
permitirse.
En razón de lo expuesto, me complace profundamente
que el ideario que Pascual Eugenio del Cioppo representa no haya prosperado
durante la discusión de la Ley Orgánica Sustitutiva del Código de la Salud y
que se haya adoptado el capítulo sobre Salud Sexual y Reproductiva que, en
esencia, desarrolla estos postulados que menciono. Así debe mantenerse. Tengo
la firme convicción de que esta reforma sirve a los propósitos de la libertad y
la responsabilidad de los individuos que, con cita de Manual Azaña, “no sé si
hagan más felices a los hombres, pero lo que sí sé es que los hace más
hombres”. Que el Estado, en cumplimiento de sus obligaciones, sepa
garantizarnos el acceso a la libertad sexual; su uso responsable, como no
podría ser de otra manera, queda entonces en nuestras manos.
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