Publicado en diario El universo el 16 de diciembre
de 2006.
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Los seres humanos tenemos el hábito de decirnos
mentiras piadosas para tornar más llevaderas las cargas de la realidad. Una de
esas muchas mentiras es la clásica frase "no hay novia fea, ni muerto
malo" cuya condición falaz es, por supuesto, muy evidente. Que las novias
feas existen es cuestión de darse una vuelta por las oficinas del Registro
Civil y acreditarlo con los propios ojos; y sobre que los muertos malos existen
tenemos un notorio ejemplo reciente: el domingo 10 de diciembre falleció en
Santiago de Chile el dictador Augusto Pinochet.
En enero de 1978, el policía italiano Eugenio
D'Alberto recibió una condena porque profirió a sus superiores una "ofensa
imperdonable": osó llamarlos "Pinochet". El juez de la causa entendió
que semejante mención suponía una "calificación injuriosa" porque
implicaba no otra cosa que el ejercicio del mando con "métodos de
naturaleza autoritaria y represiva". Las cifras oficiales lo confirman:
3.197 personas muertas o desaparecidas y aproximadamente 30.000 sometidas a
torturas a consecuencia de actos represivos de agentes estatales. Así, la
asociación de términos que hizo el juez italiano es casi impecable. Le faltó
solo añadir a su dictamen la precisión de la palabra "criminal".
A despecho de su vileza, todavía algunos insensatos
insisten en defender a Pinochet. Conozco bien sus argumentos; pueden sin
pérdida reducirse a dos. El primero supone que las víctimas de la represión que
encabezó este dictador fueron necesarias para vencer al enemigo comunista. Este
argumento es insostenible. El Informe Rettig probó con suficiencia la
existencia de desapariciones, ejecuciones, torturas, usos indebidos de la
fuerza y abusos de poder que carecieron de justificación alguna en el contexto
de la situación de contienda política.
Tales excesos no eran en absoluto necesarios; su ejecución constituyó, para
cualquier individuo con un mínimo de conciencia ética, no otra cosa que la
puesta en práctica de un execrable terrorismo de Estado.
El segundo de los argumentos le atribuye a la
dictadura de Pinochet el desarrollo económico de Chile. Este argumento es
vergonzoso y equivocado. Lo primero, porque este cálculo de costo/beneficio es
inaceptable cuando el costo para desarrollar la economía lo pagan con sus vidas
miles de personas; si alguno llega a consentirlo sin rubor, funde usted la
sospecha cierta de que se halla frente a un nazi o un idiota. Lo segundo,
porque la estabilidad de la economía chilena se relaciona tanto con las sólidas
instituciones y el acendrado respeto a la legalidad que se forjan a lo largo de
su historia y desde su independencia de España (en los tiempos de Diego
Portales y que constituyen una excepción para la región) como con méritos del
modelo económico que, como bien declaró el Ministro de Hacienda chileno con
ocasión de la muerte del dictador, no se pueden atribuir en exclusiva a la
dictadura de Pinochet. Lo que en materia económica sí puede atribuirse solo a
su dictadura es su inmensa fortuna personal, que este infame formó a partir de
actos de corrupción y de fraude tributario. Es decir, que además de criminal,
Pinochet también fue un vulgar ladrón. Escoja usted su manera de despreciarlo.
Yo le recomiendo ambas.
Pinochet murió y no recibió los funerales de Estado
que no merecía, porque no los merecen quienes usurpan el poder. Sus
simpatizantes acudieron a su velación a despedirse de su cadáver; sus víctimas,
familiares de las víctimas y detractores de su dictadura salieron a las calles
para festejar con champán su deceso. Sé muy bien dónde yo habría estado: copa
de champán en mano, celebrando la muerte de este triste apellido que se asocia
con el crimen y el terror y festejando el tránsito a los infiernos de este, sin
duda alguna, muerto malo.
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