Publicado en diario El universo el 2 de diciembre de
2006.
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No pocas razones justifican la inequívoca derrota de
Álvaro Noboa en el reciente balotaje: su inicial triunfalismo, su constante,
patética e irritante invocación divina, su aquiescencia a que participen en
campaña representantes de los desprestigiados partidos políticos, su paupérrima
oratoria de rogativo, impasible y dadivoso discurso, su minimización del
incidente de los formularios de vivienda en Manabí y su desmedida aparición
televisiva en los días de cierre de campaña por cortesía de sus canales
“amigos” que constituyó un claro abuso de la Ley de Elecciones y que evidenció
todavía más la extrema pobreza de carisma, lenguaje y propuesta del hombre más
rico del Ecuador. Se dice que perder es una cuestión de método; Noboa perfecciona
el suyo (las estadísticas lo prueban) con el pasar de las elecciones y los
años.
También es justo decir que las razones del triunfo
de Rafael Correa son, en buena medida, las razones de la derrota de Álvaro
Noboa: muchos de los votos que lo aúpan a Correa en el carro de la victoria
fueron votos de rechazo a aquel. Esto, por cierto, no destiñe sus propios
méritos de vencedor: sin duda, su plan de gobierno es más sólido y sintoniza de
mejor manera con el afán de cambio que es, dicho sea con ciertos matices, el
más claro legado de los procesos electorales de octubre y noviembre. En este
contexto brilla con fuerte luz propia la propuesta de Correa de instalar una
Asamblea Constituyente.
Lo dije en una columna reciente (‘Crítica de la
Constitución’, 18 de noviembre del 2006): modificar la Constitución Política es
una necesidad urgente. La Asamblea Constituyente tiene la importante misión de
eliminar las zonas oscuras de nuestra Constitución, entre otras, su hostilidad
a la participación política de la ciudadanía y al debate público, su negación
de las necesarias herramientas para exigir la rendición de cuentas a nuestros
dirigentes y su concesión de excesivos poderes al presidente y demasiadas
facilidades a grupos de interés para que presionen a nuestros representantes;
su propósito es acercar el Estado a los ciudadanos y tener nosotros la
posibilidad de exigirle en consecuencia. En esa columna expresé también mi
desconfianza por las reformas cosméticas que, no abrigo ninguna duda, haría a
este respecto el Congreso Nacional. No discuto, por supuesto, la importancia
del Congreso como institución en un sistema democrático, así como tampoco me
parece discutible que se reconozca que los diputados de este país han
deshonrado a esta institución con infame dedicación: la percepción ciudadana de
este hecho se reflejó en el elevado porcentaje que obtuvo el voto nulo en los
comicios del 15 de octubre.
Tengo la convicción de que el voto nulo es un
capital ciudadano y de este gobierno venidero que apostó por él. Su efecto
obvio fue restarle legitimidad a los diputados electos; ellos, si tienen un
mínimo de perspicacia, lo intuyen o lo saben. Hoy, por eso, me debato entre la
risa y la compasión cuando leo o escucho las patadas de ahogado de estos
diputados que se autoproclaman legítimos y útiles en aras de salvar su pellejo.
No son ni lo uno ni lo otro y es nuestra obligación hacérselo saber. Las
reformas que necesita este país no serán consecuencia del solo afán de este
gobierno, sino de una movilización ciudadana que de manera pacífica, lúcida y
lúdica sepa exigirlas. Fiel a la frase de Gramsci (“soy pesimista desde la
intelectualidad y optimista desde la voluntad”) observo no pocas dificultades
en el proceso de llevar a término los propósitos enunciados; pero, fiel a esa misma
frase, pondré el mayor de mis esfuerzos (espero contar con el de ustedes
también) para que en Ecuador se empiece, de una buena vez, a vivir en
democracia.
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