“Pequeña gente retorcida sale cada día y afea esta gran ciudad. Dejando sus trazos idiotas, invadiendo comunidades y haciendo que la gente se sienta sucia y utilizada. Solo toman, toman y toman, y no dejan nada a cambio. Son malvados y egoístas, y hacen del mundo un lugar horrible. Los llamamos agencias de publicidad y urbanistas”. Esta denuncia la hace quien también interviene en paredes, túneles y señales de tránsito, pero de forma artística. Su nombre es Banksy y su lugar de trabajo es el espacio público londinense, pero también Nueva York, España, México o el muro que contra las leyes internacionales construye Israel en Cisjordania. Importantes museos lo conocen: en el Británico introdujo una piedra tallada con un hombre primitivo (¿un político ecuatoriano?) arrastrando un carrito de supermercado y en el Metropolitano de Nueva York filtró el cuadro de una mujer de época portando una máscara antigás (que tituló “Tienes unos ojos hermosos”). También Disneylandia: allí, el 11 de septiembre, colocó un muñeco inflable vestido a la usanza de los prisioneros de Guantánamo en una montaña rusa, como reclamo a favor de los derechos de los presos en ese territorio. A su reciente exposición Barely Legal (Apenas Legal) en Los Ángeles asistieron Angelina Jolie, Brad Pitt, Jude Law y Keanu Reeves, pero no supieron identificar a quien se considera el artista callejero más importante de Reino Unido. Nadie puede: solo se conocen de Banksy sus buzos con capucha. Se lo supone originario de Bristol y de 30 años. Se sabe, sí, que sus obras aparecen en películas de Woody Allen, que cuestan cientos de miles de dólares y que su arte es provocar.
Lejos de Banksy, en Guayaquil, se impone una estética distinta. El Municipio, mediante ordenanza de mayo del 2001, no matiza intervención alguna aunque sea artística (establece “sanciones punitivas y pecuniarias contra aquellas personas que ensucien y atenten contra el ornato de la ciudad y las buenas costumbres de la comunidad”, que implica la privación de libertad por un máximo de siete días). Lo supo el artista Daniel Adum, quien pintó la silueta de unos cerditos “como crítica o reflexión hacia los políticos que llenan de afiches y ensucian la suciedad”. Un correo electrónico les atribuyó un significado macabro a los cerditos y provocó inmediata histeria en Samborondón. A Adum se lo obligó a borrar su obra (se le eximió de la prisión que le correspondía; su condición de pariente de autoridades municipales acaso influyó en esa deferencia). Esta historia nos revela no solo dos maneras distintas de entender la estética (una abierta, que permite su expresión e incluso la celebra, y otra, la local y cerrada, que solo la entiende desde la censura) sino el vislumbre de una curiosa y patética dimensión política, e incluso ética. En palabras del antropólogo Xavier Andrade: “[…] tristeza causan, en cambio, el lenguaje clasista bajo el cual los chanchitos fueron enmarcados, los estigmas existentes sobre los jóvenes de estratos populares, y, la gradual abolición del espacio público en Guayaquil. Finalmente, compelidos a cubrirlos con pintura, sus autores delinearon a brochazos otra fantasmagoría: aquella que nos recuerda que las paredes que alguna vez fueron apropiadas para expresar ideas son ahora meros dispositivos de un sentido del “ornato” tan perverso como la propia idea de una ciudad amurallada” (Cerditos en el Espacio). En efecto, no son pocas las reflexiones que se pueden hacer a partir de una obra, o de su ausencia. En ocasiones, el silencio es también un ruido atronador.
Lejos de Banksy, en Guayaquil, se impone una estética distinta. El Municipio, mediante ordenanza de mayo del 2001, no matiza intervención alguna aunque sea artística (establece “sanciones punitivas y pecuniarias contra aquellas personas que ensucien y atenten contra el ornato de la ciudad y las buenas costumbres de la comunidad”, que implica la privación de libertad por un máximo de siete días). Lo supo el artista Daniel Adum, quien pintó la silueta de unos cerditos “como crítica o reflexión hacia los políticos que llenan de afiches y ensucian la suciedad”. Un correo electrónico les atribuyó un significado macabro a los cerditos y provocó inmediata histeria en Samborondón. A Adum se lo obligó a borrar su obra (se le eximió de la prisión que le correspondía; su condición de pariente de autoridades municipales acaso influyó en esa deferencia). Esta historia nos revela no solo dos maneras distintas de entender la estética (una abierta, que permite su expresión e incluso la celebra, y otra, la local y cerrada, que solo la entiende desde la censura) sino el vislumbre de una curiosa y patética dimensión política, e incluso ética. En palabras del antropólogo Xavier Andrade: “[…] tristeza causan, en cambio, el lenguaje clasista bajo el cual los chanchitos fueron enmarcados, los estigmas existentes sobre los jóvenes de estratos populares, y, la gradual abolición del espacio público en Guayaquil. Finalmente, compelidos a cubrirlos con pintura, sus autores delinearon a brochazos otra fantasmagoría: aquella que nos recuerda que las paredes que alguna vez fueron apropiadas para expresar ideas son ahora meros dispositivos de un sentido del “ornato” tan perverso como la propia idea de una ciudad amurallada” (Cerditos en el Espacio). En efecto, no son pocas las reflexiones que se pueden hacer a partir de una obra, o de su ausencia. En ocasiones, el silencio es también un ruido atronador.
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