Publicado en GkillCity el 23 de junio de 2011.
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Hoy son 25 años y un día, pero lo recuerdo como ayer:
a principios del partido, mi viejo recibió a un amigo para conversar de
negocios y se sentaron en una mesa situada en un altillo, desde donde hablaban
a voces y bebían whisky; mi viejo, ocasionalmente,
me preguntaba el resultado.
Yo tenía ocho años y poco más, miraba fijamente la
pantalla donde las patrias de John Ward y Juan López se enfrentaban en
un match del Mundial del ’86 y le
respondía a mi viejo con el entusiasmo propio de la edad pero, muy en el fondo,
sentía un infantil cabreo de que esté en una reunión de negocios en vez de
mirar el partido conmigo. De repente, en
la pantalla, Maradona la pisa en mitad de la cancha y empieza a correr con la
pelota atada al pie: seis ingleses atrás y once segundos después, con la pelota
adentro del arco y el gol más hermoso de la historia de los mundiales celebrándose
con el puño en alto junto al banderín del córner, se convierte en el feliz y
épico vengador de la humillada patria de Juan López y de millones de argentinos. A mí, en realidad, todo este cuento de la
patria me importaba nada, lo mío era tan simple y tan feliz como gritar el
mejor gol que en mis pocos años de fútbol mis ojos habían visto.
Lo mío era gritarlo e ir a gritarle a mi viejo en su
reunión, sin nada de esa vaina que llaman respeto
a los mayores, que se lo había perdido, que se había perdido el mejor gol
del mundo. Corrió al monitor y sorbió su
whisky, frente a la pantalla, para multiplicar el deleite (que es lo que yo
haría) de verlo en esas repeticiones con la R gigante en el extremo de la pantalla. Me acarició la cabeza y dijo: “tenías razón.
El mejor gol de la historia de los mundiales”.
Aquel gol en el que la gesta épica le rinde su mayor homenaje a la
estética de la jugada: el mejor de todos, como su autor.
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