Según
el teutón Rudolf von Ihering, “colocando de un lado
los bienes sociales, de otro las penas, se posee la escala de los valores de la
sociedad”. Para el caso de nuestro delito de injuria: de un lado, el bien
social de proteger la honra, del otro unas penas desproporcionadas y contrarias
a la deliberación sobre asuntos de interés público. Si se juzgara nuestro
código penal a partir de su delito de injuria, podría suponerse que se trata de
un código con un profundo sesgo antidemocrático -lo que una lectura del resto
del código no hace sino confirmar, por supuesto.
El
delito de injuria está redactado en términos imprecisos y ambiguos, que
permiten una aplicación discrecional de sus desproporcionadas penas; disuade de
manera general los discursos críticos en el espacio público y protege de manera
especial a las autoridades públicas. Su celo por la protección del derecho a la
honra es incluso ridículo: el que se sancione hasta por un año ofensas en
“actos singulares” (Art. 501) o el que expresiones tan insulsas como “gordo” o
“colorada” puedan costarle a una persona cuatro noches en el tarro (Arts. 490
cc 606 num. 15) son ridiculeces; el que se prohíba la introducción de injurias
“publicadas en órganos de publicidad del extranjero” en estos tiempos del
Internet y la comunicación digital no es solamente ridículo, es también
anacrónico.
Pero
no tanto como para extrañarse: los anacronismos en nuestro código penal son, en
realidad, moneda corriente. Como bien supo advertirlo el gallego Jiménez de
Asúa no muchos años después de su entrada en vigor, nuestro código penal “es un
Código cronológicamente nuevo, que debe figurar entre los antiguos”. Si un
código penal del año 1938 (que es el año de la adopción de nuestro código
penal, durante el gobierno del Gral. Enríquez Gallo) mereció para la época de
su aparición el mote de “antiguo” es porque su ideología penal era todavía
expresión del siglo anterior, el XIX, positivista en materia penal y
conservador en lo moral.
Y es de esa época, y no sólo lo digo ideológica sino también textualmente, nuestro delito de injuria, específicamente del año 1872 cuando bajo el gobierno de García Moreno se adoptó un código penal que reguló la injuria en términos casi idénticos a los vigentes. De hecho, la única modificación sustancial (además del aumento de las penas, que son hoy más altas que las de una época conservadora en la que existía y se aplicaba la pena de muerte) es que el código de 1872 postulaba un principio de igualdad legal en su artículo 485 (que decía, “la calumnia o injuria contra toda autoridad o cuerpo constituido serán castigadas de la misma manera que las dirigidas contra los individuos”) que nuestro código penal de 1938 reemplazó por un principio de jerarquía que protege de manera especial y agravada a la autoridad (Art. 493). Esa es la única modificación sustancial después del código conservador del siglo XIX: la ruptura de un principio de igualdad y la incorporación de un principio profundamente anti-democrático en la medida en que ha contribuido, por la amenaza de una pena máxima de tres años, a inhibir el debate crítico sobre las personas que formulan y aplican nuestras políticas públicas.
Que
en el año 1938 esa modificación sustancial haya podido pasar es porque los
autores de nuestro código penal, Andrés F. Córdova y Aurelio Aguilar Vásquez, no se privaron de
hacerle incrustaciones de la doctrina fascista que en esa época causaba furor.
Los autores salpicaron el código con ideas del código fascista italiano de 1930
y, como el celo por la protección de esa abstracción llamada Estado y de sus
autoridades es una de las ideas características del fascismo, es probable que
la protección especial a la autoridad en el artículo 493 sea consecuencia de
las veleidades fascistas de un cañarejo y un azuayo.
Todo
esto le otorga unos perfiles sombríos al delito de injuria: legislación del
siglo XIX, de signo conservador e incrustaciones fascistas (¿un “fascismo
conservador”? He
visto eso antes) que está plenamente vigente en una sociedad democrática
del siglo XXI y que es, además, aplicada por sus más altas autoridades. Lo
sombrío del delito de injuria es que, visto lo visto, en la escala de valores
que postuló von Ihering al principio de este artículo, la libertad de expresión
no le resulta de ninguna relevancia. Lo realmente sombrío, en definitiva, es
que personas importantes se tomen en serio el delito de injuria para aplicarlo,
cuando lo verdaderamente responsable sería tomárselo en serio para evitar que
se lo aplique más, o sea, para que se ordene su expulsión del ordenamiento
jurídico. Sobran razones para hacerlo, la principal de ellas el que una
legislación como la del delito de injuria contradice de forma radical la
abierta deliberación de asuntos de interés público, que es un componente
fundamental de una sociedad liberal y democrática.
Actuar
de manera verdaderamente responsable es, por ejemplo, presentar una acción
pública por inconstitucionalidad contra el delito de injuria, proponer su
expulsión del ordenamiento jurídico y debatir las razones para hacerlo. Y eso
es lo que hemos hecho en GkillCity. Acá el inicio, en esta edición.
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