Publicado en GkillCity el 25 de junio de 2012.
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En
una clase de derecho de familia que recibí cuando universitario, un profesor
defendió el artículo del Código Civil que establecía un límite temporal para
reclamar la paternidad. Un artículo redactado en el siglo XIX, que no se
compadecía con los avances científicos que permitían la acreditación de la
filiación en cualquier momento a través de la prueba de ADN y que el profesor,
sin embargo, defendía con enjundia. Porque, según nos dijo él teatralizando, si
un hombre podía dudar de quién era su padre, “¿cómo podría ese hombre mirarse
al espejo?”. La lección del profesor, en resumidas cuentas, era que el derecho
debía optar por amparar la ignorancia porque eso era lo moralmente conveniente.
Pero
en democracia es al revés: el derecho debería optar no por “la ignorancia” sino
por la información y no porque sea “lo
moralmente conveniente” sino para permitir que cada persona se forme juicio por
sí misma y decida sobre sus propios asuntos: cada persona es el mejor juez de
sí misma y su opción moral debe ser respetada, salvo que dañe a terceros. El
debate a hacerse es cómo se definen y se regulan en las leyes esos asuntos que
atañen a cada uno decidir por su propia cuenta y riesgo. Y eso nos conduce,
inevitablemente, a debatir sobre ese gran expropiado de las decisiones
autónomas: el cuerpo.
Todos
somos nuestro cuerpo, pero no podemos decidir plenamente sobre eso que somos.
La mayoría de los Estados han expropiado a sus ciudadanos algunas importantes
decisiones sobre lo que cada persona podría querer que suceda en su propio
cuerpo. Si una persona quisiera experimentar el placer de alterar su
conciencia, le ilegalizan las sustancias; si quisiera por su orientación sexual
tener parejas de su mismo sexo, le discriminan el acceso a ciertos derechos; si
quisiera alterar su gestación, la amenazan con la cárcel; si quisiera bajo
ciertas circunstancias terminar su vida, se lo impiden.
Son
cuatro asuntos (el uso de drogas, el reconocimiento legal no discriminatorio de
parejas homosexuales, el aborto y la eutanasia) que habría que debatirlos de
manera plural y profunda. Hago notar que, en la práctica, su prohibición
usualmente no evita que se cometan sino que empeora las ocasiones de cometerlo
con los consecuentes riesgos y posibles daños. Y que, en la teoría, si fuera de
prohibirlos por supuestos principios de “orden natural”, en realidad, el principio que
debería prevalecer es el de autonomía personal, porque ese es el derecho
amparado por la Constitución (artículo 66 numeral 5) en un Estado que se ha
comprometido a “garantizar la ética laica como sustento del quehacer público y
el ordenamiento jurídico” (artículo 3 numeral 4). En una célebre sentencia de
la Corte Constitucional colombiana con la cual se despenalizó el consumo
personal de droga en el vecino país, el magistrado Carlos Gaviria Díaz lo
expuso con la claridad y precisión que él acostumbra: “Cuando
el Estado resuelve reconocer la autonomía de la persona, lo que ha decidido, ni
más ni menos, es constatar el ámbito que le corresponde como sujeto ético:
dejarla que decida sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo,
sobre el sentido de su existencia. Si la persona resuelve, por ejemplo, dedicar
su vida a la gratificación hedonista, no injerir en esa decisión mientras esa
forma de vida, en concreto, no en abstracto, no se traduzca en daño para
otro. Podemos no compartir ese ideal de vida, puede no compartirlo el
gobernante, pero eso no lo hace ilegítimo. Son las consecuencias que se siguen
de asumir la libertad como principio rector dentro de una sociedad que, por ese
camino, se propone alcanzar la justicia”. (Sentencia C-221/94, Párr. 6.2.4 –el resaltado es
del original)
En
las circunstancias anteriores el Estado debería abstenerse y cada vez lo hace
más. En otras, en cambio, debería intervenir con el propósito de satisfacer el
derecho de los ciudadanos a buscar y a recibir información, a través de
facilitar su acceso a la información pública y de proveerlo con la información
suficiente para la toma de sus decisiones. El propósito de esta intervención
estatal lo ha sintetizado con claridad el teórico liberal Bruce Ackerman: “No
es tarea del Estado responder a las preguntas fundamentales de la vida, sino
equipar a todos los individuos con las herramientas que necesitan para ser
responsables de sus propias respuestas” (El futuro de la revolución liberal, Pág. 29).
Un
Estado con menos moralismo y más información, que devuelva y respete los
derechos de cada persona sobre su propio cuerpo y que garantice el acceso y la
provisión de información suficiente para que cada quien tome sus propias y
razonadas decisiones morales, en uso de su libertad.
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