Publicado en diario El Telégrafo el 25 de junio del 2014.
Australia comenzó su vida
como territorio colonial de una potencia europea cuando a Gran Bretaña se le
ocurrió poner en práctica una solución para la sobrepoblación de sus cárceles.
En enero de 1788, once barcos (con 756 convictos a bordo de seis de ellos) arribaron
a territorio australiano: entre aquel año y el de 1850, un total de 162.000
convictos fueron trasladados hacia esta lejana colonia penitenciaria para que
cumplan con su condena. Ya a inicios del siglo XX, el primero de enero de 1901,
Australia se convirtió en un Estado independiente de Gran Bretaña (aunque nominalmente
la reina Isabel II es todavía, al día de hoy, su Jefa de Estado).
Como Estado independiente,
una de las primeras discusiones claves en Australia fue sobre cuál debería ser
su ciudad capital. La disputa era entre las dos grandes ciudades del sudeste
australiano, Sydney y Melbourne. Su solución fue salomónica: se decidió la
creación ex novo de una ciudad para
que funcione como la capital del naciente Estado australiano. Fue así como surgió Canberra en 1913, como antes había surgido Washington para capital de los Estados
Unidos de América, o como surgirían después Brasilia para Brasil e Islamabad
para Pakistán.
Canberra es una ciudad que
está en las antípodas de Guayaquil. Su tiempo de creación es similar. Si bien
Guayaquil se fundó en el siglo XVI (el 15 de agosto de 1534, como ha sido
demostrado por historiadores competentes), la mayor parte de la ciudad se quemó
en el gran incendio de 1896: no hay construcción en su centro histórico (ni en
ninguna parte de ella) que anteceda a esta fecha. A diferencia de la capital
australiana (cuya construcción empezó tan solo diecisiete años después de este
desastre/oportunidad para Guayaquil) la llamada “Perla del Pacífico” ha sido una
ciudad de escasa (escasísima) planificación. En general, su crecimiento ha sido
el producto de invasiones de tierras por migrantes pobres, que han vivido una
situación de carencia de servicios básicos y de abandono institucional hasta su
eventual legalización (e incluso, a pesar de ésta).
Canberra, por oposición a
Guayaquil, es una ciudad de grandes avenidas, de escaso tráfico y de
infraestructura adecuada para el transporte en bicicleta; de limpias calles, enormes
áreas verdes y un lago artificial en pleno centro de la ciudad; de agua potable
que puede beberse desde el grifo y de una calidad de aire envidiable para
cualquier capital del mundo. Su “secreto” es conmovedoramente sencillo: desde
que fue pensada como capital de la Commonwealth
de Australia, se planificó su desarrollo para producir estos resultados que son
envidiables para todo aquel que haya crecido en una ciudad como Guayaquil, con
un tráfico caótico, infraestructura inexistente para bicicletas (y la poca existente,
ineficaz), número ridículo de áreas verdes y torpe devoción por las palmeras (porque
las palmeras son al área verde, lo que el autogol es al gol: cuenta en el
marcador, sí, pero juega a la contra; habría que preguntarse, sobre este
despropósito urbano, cui bono), un
hermoso ambiente natural contaminado en los últimos cincuenta años de
crecimiento urbano que ha terminado por estrangular los esteros ante la codicia
de unos pocos inescrupulosos, la desidia de una mayoría de ciudadanos y la
inercia (connivencia con el gran capital) de sus autoridades. Eso, por no decir
nada de los constantes riesgos de inundación (cuya gran e irresponsable “solución”
de las autoridades locales es la escasez mental de echarle la culpa a otros) o
el desastre ambiental producto de la sobreexplotación de las canteras en la vía
a la costa.
El dato curioso es que en
la lista de las diez ciudades en el mundo con mejores condiciones para vivir
según el “liveability ranking” (ranquin
de condiciones de vida) elaborado por el Economist
Intelligence Unit (perteneciente al The
Economist Group) constan cuatro ciudades australianas, pero ninguna de
ellas es Canberra. Ese mérito le corresponde a Melbourne (1), Adelaide (5),
Sydney (7) y Perth (9), las que el lector podrá sin dificultad imaginar a años
luz de Guayaquil en las cinco categorías principales de este ranquin
(estabilidad, salud, cultura y ambiente, educación e infraestructura). Pero el
solo hecho de recorrer la capital de Australia por unos cuantos días, conduce a
la impresión de que también la recientemente centenaria Canberra se encuentra
en las antípodas de Guayaquil y que es ésta, Guayaquil, una ciudad que se ha
conformado con poco, con vivir mal y con tratar mal a los que menos tienen.
No es nada difícil, por
cierto, suponer la defensa de aquellos que (no importa qué se diga, ni las
razones que soporten esos dichos) defienden a ultranza la administración municipal
en Guayaquil: que eso es en el primer mundo, que es muy lejos de nuestra
realidad, que no se puede aplicar, etc. Nada nuevo bajo el sol guayaco: tan
solo una muestra más del conveniente tercermundismo mental, de esa supuesta condena
provinciana a hacer las cosas mal que caracteriza a muchas personas (algunas
bienintencionadas, otras no) en nuestra sociedad ecuatoriana.
P.S.- Para un caso de tercermundismo mental bienintencionado, ver el artículo inmediato anterior.
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