Publicado en diario El Telégrafo, el 18 de junio del 2014, con el título "Australia es un modelo a seguir sobre la explotación de recursos naturales".
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A principios del siglo
pasado, Argentina y Australia tenían varios puntos en común: vastos territorios
con recursos naturales abundantes y climas templados, poblaciones escasas que
se incrementaron con un flujo enorme de inmigración europea y que obtuvieron un
alto nivel de alfabetización producto de la educación masiva, además de un
producto interno bruto per cápita de dimensiones similares. Un observador
externo podría haber avizorado por aquel entonces que Argentina y Australia
tendrían, de cara al futuro, un parecido desarrollo.
Sin embargo, a partir de
1930, la situación empezó a cambiar. Mientras Argentina estancó su desarrollo
económico, Australia mantuvo un alto nivel de crecimiento, que al día de hoy (por
ejemplo) lo ubica en el segundo lugar en el Índice de Desarrollo Humano
elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Se
han explorado varias razones para esta divergencia entre Argentina y Australia.
Pero me quiero enfocar en una de ellas, pues resulta de actualidad para el
debate público en Ecuador: el adecuado aprovechamiento de los recursos naturales.
Para Australia, este aprovechamiento se alcanzó no por la abundancia de los
recursos (un factor que, por sí mismo, no explica nada), sino por los arreglos
institucionales y por las decisiones políticas que, a lo largo de su historia,
favorecieron una adecuada distribución de la renta proveniente de su
explotación.
En Ecuador, la explotación
de los recursos naturales tiene la oposición de quienes sostienen el argumento
de la “maldición de la abundancia”. El más reconocido vocero de este argumento
es Alberto Acosta, expresidente de la Asamblea Constituyente que originó la
Constitución de Montecristi adoptada el año 2008. En el prólogo de su libro delmismo nombre, Acosta señala que la explotación de los recursos naturales en
Ecuador “concentra la riqueza del país en pocas manos, mientras se generaliza
la pobreza”, y asocia a su explotación una serie de consecuencias nefastas,
entre ellas, el menoscabo de la institucionalidad, la corrupción generalizada y
el deterioro del medio ambiente.
La pregunta clave es si
estamos, como país, condenados a repetir este estado de cosas. La respuesta,
para quienes se oponen a la explotación de recursos naturales, es que siempre que
se los explote ésas serán las consecuencias, por lo que la única forma de
evitarlas es con su no explotación. Por supuesto, este dilema (explotación mala
vs. no explotación) no es la única respuesta posible. El 25 de junio del año
pasado, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)
realizó un debate abierto sobre prevención de conflictos y recursos naturales,
con la participación de representantes de organismos internacionales, de los
Estados y de la sociedad civil. Entre los participantes en ese debate estuvo el
vicesecretario general de la ONU, Jan Eliasson, quien reconoció la existencia
de la llamada “maldición de los recursos” en la experiencia de varios países
(principalmente africanos), pero quien supo advertir que existía una
alternativa a ese supuesto dilema: “si se manejan inteligentemente”, explicó
Eliasson, “la extracción de los recursos naturales puede y debe ser el
fundamento para el desarrollo sustentable y una paz duradera”. Y añadió que la
colaboración de organismos internacionales, los Estados miembros y el sector
privado, se puede “ayudar a transformar la maldición de los recursos en una
bendición de los recursos, en el mejor de los casos”.
El caso australiano es
ilustrativo de un adecuado uso de la explotación de los recursos naturales. No
es tampoco el único. Y vale recordarlo, su explotación es siempre una opción
legítima. La explotación de recursos naturales no encuentra prohibición alguna por
razones medioambientales en el derecho internacional: la Declaración deEstocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, de 1972, y la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992, la admiten expresamente (“De
conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y los principios del derecho
internacional, los Estados tienen el derecho soberano de aprovechar sus propios
recursos según sus propias políticas ambientales y de desarrollo…”, afirma
claramente la más reciente de dichas declaraciones, en su principio segundo).
En definitiva, no hay tal
cosa como estar condenados a la “maldición de la abundancia”. Ésa es, tan solo,
una posibilidad (la peor) entre otras. La tarea de una sociedad poseedora de
recursos naturales abundantes (es el caso del Ecuador) y preocupada por su
desarrollo económico y social es explotar de manera inteligente y responsable dichos
recursos, para convertir la supuesta condena a esta “maldición de la
abundancia” (condena que es una forma de tercermundismo mental, muestra de un arraigado
complejo de inferioridad) en la “bendición de la abundancia” de la que hablaba el
vicesecretario de la ONU, Jan Eliasson. Que en otros países ha funcionado así,
como lo demuestra (un ejemplo entre muchos) el caso de Australia.
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