De los seis equipos sudamericanos que participaron en el mundial de
fútbol de Brasil, la selección ecuatoriana fue el único que no consiguió su
pase a los octavos de final. La razón de este fracaso es evidente: el equipo no
jugó bien. No tuvo creación en el mediocampo, ni transición eficaz de la
defensiva a la delantera (el pelotazo es la forma más torpe y primitiva de
cumplir ese propósito y fue la alternativa adoptada por el combinado nacional)
ni desborde por las puntas. Sus tres goles no fueron producto de creaciones
colectivas (dos provinieron de cobros de pelota parada y el restante de la
pesca de un rebote) y todos fueron obra de un único jugador. Y cuando más se
necesitaban los goles, en el partido definitorio contra Francia, estos no
aparecieron y ni cerca estuvo el equipo de hacerlos. En resumidas cuentas, tanto
el contexto regional como el desempeño colectivo no permiten la duda: la participación
de la selección nacional de fútbol en la cita mundialista fue un rotundo fracaso.
Es mejor llamar a las cosas por su nombre, porque maquillarlas no contribuye a
su superación.
Se puede explicar este fracaso en tres niveles de análisis. El
primero, el desempeño de los jugadores. Es imposible dudar de su entrega personal
(entre otras cosas, porque es una medida subjetiva) pero sí es posible juzgar
la eficacia de esa entrega. En el particular caso de Énner Valencia, el
resultado fue notable: él fue el autor de los tres goles de su equipo y su
figura descollante, la que avivaba la esperanza de acceder a la siguiente fase.
Juan Carlos Paredes jugó a buen nivel y hay que reconocer los esfuerzos exitosos
de Alexander Domínguez para sacar invicta su valla en el partido contra
Francia. Otros jugadores de quienes mucho se esperaba, en cambio, causaron una
honda decepción: Felipe Caicedo, Jefferson Montero y, sobre todo, el capitán
Antonio Valencia, de quien podría decirse que su mejor jugada fue, paradójicamente,
la de su expulsión: el equipo fluyó mejor con su ausencia. Pero no es justo
cargar las tintas en los jugadores. En buena medida, lo que ejecutaron en el
terreno de juego fue producto de lo que propuso la dirección técnica.
Esto nos conduce al siguiente nivel de análisis, la dirección de Reinaldo
Rueda. Las deficiencias de la selección en creación ofensiva son atribuibles a
la pobreza de su planteamiento, mezquino y defensivo. No se puede entender, por
ejemplo, que Rueda haya optado en el último partido el reemplazo de un
mediocampista para colocar a un defensa, cuando lo que había que hacer era
buscar una victoria o el equipo quedaba eliminado. Recién ingresó al delantero
al minuto 89, cuando poco o nada podía hacerse; cuando, en efecto, ya nada se
hizo. Pero también es cierto que echarle la culpa a Rueda tampoco es justo. Es
un tipo de hondas limitaciones, que se apaña como puede. Y que no tiene, para
apañarse, muchas alternativas. Esto nos lleva al tercer nivel de análisis: la
dirigencia de la Federación Ecuatoriana de Fútbol (FEF).
La FEF está presidida por Luis Chiriboga desde 1998, el mismo año en que
este individuo terminó su período como diputado (1996-1998) del Partido Social
Cristiano en el Congreso Nacional. Sobre el funcionamiento de la FEF bajo su
presidencia, pesan varios cuestionamientos. Por ejemplo, los hechos por los que
fue condenado Vinicio Luna levantaron graves sospechas sobre la transparencia
en su manejo; las declaraciones de Hernán Darío Gómez (quien afirmó en una
entrevista realizada en Colombia que en Ecuador se le imponía la convocatoria
de ciertos jugadores) generan sospechas sobre la conducción misma del equipo.
Esta práctica podría explicar el que para este mundial se haya convocado a Luis
Fernando Saritama (cuyo representante es el hijo del presidente de la FEF) y
podría explicar la presencia del mismo Reinaldo Rueda, quien compensaría sus visibles
limitaciones con una adecuada ductilidad. Una ductilidad que resultaría
conveniente a ciertos intereses creados dentro de la FEF, pero que sería un
obstáculo para el anhelado éxito del combinado nacional.
Un estado de cosas así, solo garantiza el fracaso. Si se hace una
comparación con lo sucedido en Colombia, un país cuya participación en esta
copa del mundo ha rozado la excelencia, uno puede entender la razón del éxito del
vecino país. Como lo contó Ramón Besa en un artículo publicado en el diario
español El País: “Nada más firmar su contrato en enero de 2012, Pékerman mandó
a los periodistas a la tribuna de prensa, a los directivos al palco y se
encerró con sus futbolistas en la sala de juego. Ordenó la federación, cambió
la manera de entrenar del equipo y el protocolo de las convocatorias, y le puso
método al talento…”.
En Colombia, el resultado de trabajar con seriedad tiene su
recompensa. En Ecuador, un escenario como ése (un director técnico competente,
un proceso comprometido y serio) es cosa de ciencia ficción. Una dirigencia de
16 años en el poder solo puede asegurar la repetición de sus fracasos (no hay
asombro en que su gran idea tras la eliminación del mundial sea, por supuesto, la
continuidad de Rueda) en un proceso que, de tan agotado y cuestionado (al menos
en el mundo de los hinchas que se expresan en las redes sociales, porque el
periodismo deportivo ni se anima a arriesgarse), ya apesta a muerto.
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