Este 9 de octubre conmemoramos el aniversario del día en que Guayaquil se independizó de España, siendo la primera ciudad que se declaró independiente de las que conformaron el Ecuador en 1830 (pues el 10 de agosto de 1809 en Quito no fue independentista, fue autonomista; no trató de romper con España, fue un reacomodo en ella).
El 9 de octubre de 1820, tras una revuelta que duró una madrugada y su amanecer, las autoridades reunidas en el Cabildo de Guayaquil firmaron un acta que de forma inequívoca expresó que se había “declarado la independencia, por el voto general del pueblo”. La bandera que representó este momento fue de colores celeste y blanco.
En seguida, el 8 de noviembre se reunió un Colegio Electoral compuesto por 57 representantes de la provincia de Guayaquil. Tras tres días de sesiones ellos dictaron un “Reglamento Provisorio de Gobierno”, en el que se afirmó que la provincia de Guayaquil se encontraba en “entera libertad para unirse a la grande asociación que le convenga” en la América del Sur. Para Olmedo, este 8 de noviembre que se reunieron los 57 representantes fue el día de la libertad de Guayaquil. Ese día flameó, de seguro, la celeste y blanco.
Pero Bolívar la mandó a arriar, cuando en julio de 1822 entró a Guayaquil acompañado de un ejército de “bravos colombianos” para sumarla manu militari como el extremo Sur de la República de Colombia. Durante 1822 y 1830, Quito, Cuenca y la violentada Guayaquil fueron colombianos. Se los llamó “Distrito del Sur” y, de manera casi invariable, fueron gobernados como un territorio de ocupación militar (con estado de excepción y hombre de armas al mando).
Cuando en 1830 ese Distrito del Sur se separó de Colombia, se abandonó la sujeción a un centro colombiano (Bogotá) pero no se ganó una plena autonomía. Bolívar lo entendió bien, cuando escribió que los ecuatorianos “todavía son colonos y pupilos de los forasteros: unos son venezolanos, otros granadinos, otros ingleses, otros peruanos, y quién sabe de qué otras tierras los habrá también”. Y Bolívar también vio claramente que aquella dominación extranjera sobre el Ecuador iba a ser temporal: “esos Jefes del Norte van a ser echados de ese país’. Y así ocurrió.
Como lo hizo el polemista Roberto Leví Castillo, bien se podría hablar de unos años de “ocupación grancolombiana” del Ecuador entre 1822 y 1845. Ello tiene sentido, dado que tantos extranjeros gobernaron: un venezolano fue su Presidente como por diez años, hubo una pléyade de ministros de todas partes, y lo más importante, tuvieron los extranjeros el control, tanto por su alto mando como por su elemental composición, del Ejército. (En un país paupérrimo, allí estaba la plata.)
A esta “ocupación grancolombiana” la quebró la revolución del 6 de marzo de 1845, capitaneada en lo militar por el general guayaquileño Antonio Elizalde y dirigida en lo civil por un triunvirato compuesto por los guayaquileños Olmedo, Noboa y Roca. Como se dice en su Acta, la revolución marcista se hizo para vindicar “el honor y dignidad de este país, humillado por algunos años bajo el yugo extraño de un poder absoluto”.
Y aquel día de verdadera autonomía para el Ecuador, volvió a ondear la libertaria bandera celeste y blanco.
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