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La calientahuevos: la inextinguible.

3 de marzo de 2012

Publicado en revista Soho el 3 de marzo del 2012.

Tengo la convicción de que las calientahuevos nunca se extinguirán porque nunca faltarán mujeres que tengan esos problemas que el personaje de Carlos Valencia en la primera película de Sebastián Cordero bautizó (y caló en la jerga popular) como psicovaginales. Desde la orilla masculina, caracterizamos como problemas psicovaginales esa clara disonancia (o mejor dicho, esa arrechante diferencia) entre las manifestaciones evidentes de una mujer para incentivar a un hombre al sexo y el subsiguiente paso de ella de negarle la concreción de esos incentivos. Lo que provoca en nosotros, sobra decirlo, un mayúsculo empute.

Yo creo que la razón principal de este arrechante atributo de las calientahuevos es la inseguridad. Porque una mujer segura de sí misma no le ofrecería a un fulano las posibilidades de sexo que después no le cumplirá, salvo, por supuesto, que se las haya ofrecido por placer o por venganza, con la previa y malsana intención de después no cumplirlas para hacerle daño: si hace eso por placer es sadismo, si por venganza es maldad. En estos casos, el hombre debería huir a tiempo de la relación, porque nada bueno sacará de seguir en ese juego cruel. Y si opta por seguir allí, es porque el que tiene problemas es él, pues de entre todas las mujeres elige a las que le causan daño, o por decirlo en jerga barrial, a las que lo cojudean. Y un hombre debería saber escoger bien a sus mujeres, porque al final del día, el sexo funciona como un mercado: existe una oferta y una demanda, y lo que libremente convengan las partes involucradas en compartir sus intereses sexuales es asunto exclusivo de ellas (eso sí, técnicamente, a partir de cuatro participantes se llama orgía). Un jugador, interesado en participar, busca maximizar de manera inteligente sus opciones sexuales y andar de cojudo de una calientahuevos no contribuye a satisfacer ese noble propósito.

Pero las calientahuevos lo que suelen ser es inseguras, y eso es peor. Y lo es, porque una persona insegura no sabe exactamente lo que quiere, envía señales equivocadas, recibe respuestas que no desea: no sabe cómo aprovechar los momentos (el carpe diem, que recomendaba el romano Horacio) ni en su beneficio ni en el de nadie. Según el economista Carlo Cipolla, en su simpático panfleto Allegro ma non troppo, la conducta humana puede clasificarse en cuatro grupos: los inteligentes, que con sus actos se benefician a sí mismos y a los demás; los desgraciados, que se perjudican a sí mismos pero benefician al resto; los malvados, que se benefician a sí mismos pero perjudican a los demás, y los estúpidos, que se perjudican a sí mismos y al resto. Al menos hay que concederle a la calientahuevos que se describió en el párrafo anterior (la que trae de su ala a un cojudo) que actúa en beneficio propio, por lo cual, de acuerdo con esta clasificación de Cipolla, clasifica como persona malvada (razón por la cual una persona inteligente debería evitarla). Pero peor que una malvada, es una calientahuevos insegura, porque esa es una persona estúpida, que ni se procura para sí un beneficio ni puede procurarlo a otros. Y si en algo deberíamos todos estar de acuerdo es que la estupidez no es nunca cosa buena.

Contra la perjudicial actuación de las calientahuevos, yo sostengo una tesis sencilla en materia de sexo y es que lo que le pertenece al reino del deseo se le concede al deseo. La inteligencia sirve para azuzar el deseo, magnificarlo y convertirlo en erotismo, nunca para negarlo. Porque negar el deseo de raíz o reprimirlo por prejuicios absurdos es una opción propia de gente infeliz. Y si la inteligencia nos sirve a los seres humanos para algo, es para procurarnos felicidad, como sugería Aristóteles (por cientos de años, el magister dixit). Quien a estas alturas del partido no haya entendido que el sexo (cuando es realizado de manera consentida, informada y responsable) sirve para ser felices y no para lo contrario, que no le extrañe que se lo empiece a considerar una persona estúpida. En todo caso, ojalá estas líneas contribuyan a que alguna mujer se libere de sus prejuicios y estupideces (o sea, a que abandone la nefasta práctica de calientahuevos) y empiece a disfrutar del sexo, para sí y para otros. Y si desea agradecérmelo, acepto mamadas. Con mucho agrado. 

Pero no me hago muchas ilusiones. Ya lo dijo el viejo Einstein: "Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana". Hay calientahuevos para rato.

Contra los realities

3 de febrero de 2012

Publicado en revista Soho el 3 de febrero del 2012.

Estar contra los realities es una toma de postura: es, de alguna manera, estar en contra del mundo que los postula, del cual los realities son su pus. El mundo de los realities tiene en común con la publicidad de la Lotería Nacional la idea de que cualquiera puede ser exitoso, incluso a pesar de ser un imbécil. Dicho mensaje, en el caso de la Lotería Nacional, está implícito: para elegir a la persona exitosa, no tienen relevancia sus eventuales méritos, porque su único “mérito” es tener el boleto ganador. Para su elección interviene el azar y su único éxito es el económico.

A diferencia de la Lotería Nacional, en el caso de los realities, el mensaje de que cualquiera puede ser exitoso, incluso a pesar de ser un imbécil, está explícito. La selección que se ajusta a las necesidades de la industria del entretenimiento reemplaza al azar para elegir a quienes integran el reality, y los selecciona, no solo incluso a pesar de su eventual imbecilidad, sino en ocasiones teniendo ese dato como un prerrequisito para su elección porque de esa forma se satisfacen mejor las necesidades del reality, o sea, porque vende más. Su éxito es mediático (concepto que incluye lo económico, pero que es más amplio) e involucra necesariamente el extenso reconocimiento público de las personas seleccionadas. El goce que con los realities se propone es, en resumidas cuentas, el de un permanente asombro ante lo vulgar.

Ahora, no me tomen ustedes a mal. Si quieren tomarse un whisky o fumarse un porro para reírse mientras pispean en la tele las miserias de otros, están ustedes en “todo lo que es” su legítimo derecho. En mi caso, yo casi nunca he mirado un reality, porque observar la representación de otras personas parodiándose a sí mismas suele darme mucha pereza. Solo recuerdo haber visto fragmentos de realities en dos ocasiones: la primera, el año 2003, en que muy poco seguí lo de Gran Hermano, a instancias de lo que escribió Roberto Aguilar en diario El Universo: por curiosidad, la crítica de Aguilar me condujo a la tevé para confirmar cuán esquemático y predecible fue el experimento de Ecuavisa. Y la segunda, en 2008, en que me encontraba en Tennessee y la que para todos los efectos sería “mi suegra” nos servía generosos vasos de George Dickel a tres personas que íbamos a ver pelis y de repente se nos cruzó en pantalla Bret Michaels, el tipo de Poison: era el final de uno de los tantos Rock of Love que condujo este fulano en compañía de un amplio elenco de golfas, de las cuales tres habían permanecido para exhibirlas ese día en pantalla, a las que Michaels, una tras otra, se cepilló gustoso: lo que él balbuceaba como “amor verdadero” era un soft porn de lástima, algo como lo que podría hacer Ecuavisa si le pone ganas. Lo realmente hilarante del reality en cuestión era escuchar a Michaels balbucear sus cosas: lo primero que se te podía venir a la cabeza era “pobre, cómo lo han reventado las drogas al de Poison”. Ver ese único capítulo fue placentero tanto como echarle un poco de salsa inglesa a una michelada; ver toda la serie de ese balbuceante infradotado sería como beberse vasos enteros de salsa inglesa.

Lo que digo, en definitiva, es que participar del permanente asombro ante lo vulgar que proponen los realities es suscribir los “procesos creativos” de Ricardo Arjona. Esto, porque a Arjona lo que le interesa es vender sus discos y acomodar su creatividad para darle a la gente lo que esta quiere escuchar (o mejor dicho, lo que, gracias a los canales de distribución de las transnacionales del entretenimiento, la gente termina por querer escuchar): lo suyo es la creación de un producto que compren las masas. Que la creación de este producto convierta a Arjona en un artista no auténtico es un reclamo moral que no tiene cabida en la industria del entretenimiento, porque dicha industria presupone la creación de productos tipo Arjona: esa es, precisamente, la esencia de su negocio. Que la venta de dichos productos implique disminuir los estándares, apelar a los estereotipos, abundar en los lugares comunes, no solo que no le preocupa a nadie en la industria del entretenimiento, sino que es lo que dicha industria busca, porque le conviene a su propósito de exhibir la vulgaridad que persigue el asombro de sus espectadores, su goce frente a la pantalla de tevé. Se la juegan sobre seguro, porque, como lo advirtió Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo, el confort no es sino aquel “estado de ánimo producido por la contemplación de la desgracia ajena”. 

En todo caso, si alguien opta por considerar poético a Arjona por jalarle el pelo a una botella o emocionante el producto de la supuesta vida privada de un fulano cualquiera exhibida en la TV, eso es asunto de cada quien: a mí, en lo personal, esas cosas me provocan toda la pereza que no me da buscar el asombro en tantas otras cosas o el haber escrito esta diatriba, porque hacerla me ha divertido tanto como haber visto en su reality, fugazmente, al reventado de Poison.

Los álter ego del abogado Nebó

13 de julio de 2009


Las figuras públicas están sujetas a interpretaciones que pueden representarse con personajes imaginarios y sentido del humor: el abogado Nebó es una de ellas. Los otros días recordé la historia que escribió Carlos Andrés Vera para la revista Soho (edición No 63, con Karen Martínez, uyuyuy, en la portada) en la que incorpora a un álter ego del abogado Nebó, un personaje de nombre Androide Nobot, al que Vera describe como “temible Nobot, un mecanismo androide creado por los pelucones” y que en su historia se encuentra a las órdenes del malvado Febrescorleone (“¡Oye, Nobot! ¡Sácale la madre a este serrano!”) y ataca al cholito (así, en la historia Nobot “toma al cholito y lo levanta en sus brazos”) quien en respuesta a este ataque de Nobot se convierte en el Hombre Verde (parodia de Hulk que representa, es obvio, a Rafael Correa) “una masa de músculos y mal carácter. Nobot, a pesar de ser androide y no tener sentimientos, se pone pálido del miedo. El Hombre Verde lo aplasta de un puñetazo, dejando a Nobot noqueado”. Tal es el primer álter ego posible del abogado Nebó, cortesía de Vera. Pero su lado violento y represivo no se agota en esa representación y nos da chance para pensar otro álter ego, uno que personifique el espíritu de cuerpo de la Policía Metropolitana, un personaje acrítico, brutal y celoso guardián del orden establecido que siempre lo beneficia, el férreo oficial Nebocop, variación malona y con mostacho de Robocop, que tendría como soundtrack una versión tropical de este tema de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y quien apatrullaría la ciudad para perseguir a los malos, o sea, a todos aquellos que no se parezcan y no piensen como él y que no merezcan entonces la autonomía (de su voluntad).

Ahora, las representaciones de este servil Androide Nobot que ideó Carlos Andrés Vera o el represivo Nebocop de mi autoría son álter egos del lado, digámoslo así, menos grato del abogado Nebó. Como todo individuo que haya visto un comercial de Axe, el bien y el mal conviven en ti y el abogado Nebó no podría ser la excepción. Detrás de su facha de hombre duro y de su constante apelación genital y otras muestras de machismo tropical podría suponerse que existe una persona que respeta a los que piensan y actúan distinto a él, tolerante y de buen sentido del humor, que se olvida de los grandes y vacíos eslóganes (autonomía, blablá) y disfruta de alterar su conciencia, de participar en un workshop de hula hula y de imitar los pasos de Michael Jackson en Thriller: o sea, todo un Nobopop (una aproximación a esa representación en la foto abajo y su soundtrack, acá). Yo no tengo ninguna certeza de que Nobopop conviva en el abogado Nebó y dejo expresa constancia de que ese álter ego es el menos probable de todos (pero, ¿quién sabe?: el que daba las órdenes para matar a los niños judíos en las cámaras de gas acariciaba a su perro al llegar a casa y escuchaba a Mozart) pero es quien en su casi segura imposibilidad mejor me cae, un tipo piola. E imaginárselo con un hula hula celeste y blanco no tiene precio (para todo lo demás existe la Policía Metropolitana, ¡chiale!).

P.S.- Escribo Nebó porque es una variante popular de pronunciar su apellido, como en la frase “ya llené la solicitum para el abogado Nebooó” (habría que escucharlo a mi pana Fernando Ampuero decirlo, te desternillas de la risa).



Casi Soho

5 de julio de 2009


El 18 de junio Marcela Noriega me escribió un mensaje en el feisbuc en el que me dice, “estamos haciendo un especial de Cine y me encargaron entrevistar a cinco personas de Guayaquil. Solo es una pregunta: ¿cuáles son las tres películas que te marcaron y por qué?”. Yo, que no suelo revisar mi feisbuc tan a menudo (pero incremento mi frecuencia cada vez más) abrí el mensaje al día siguiente y respondí deuan que sí, que “porsupollo”. Pero demorarse un día, en términos de periodismo, puede resultar muy tarde y en esta ocasión lo fue. A Marcela le contestaron Santiago Roldós y Cynthia Viteri y completó el número. I’m out: me quedé con las ganas de aparecer en mi revista favorita.

Solo para el récord, yo habría respondido a esa pregunta con la mención de una película que ya la conocen quienes leen este blog desde hace algún tiempo, Cinema Paradiso (por razones que apunté acá y por el prolijo proceso de edición, acá) y habría añadido a la lista Il sorpasso (con esa actuación de Vittorio Gassman que es un canto a la vitalidad) y The clockwork orange (una película que he visto decenas de veces y que me vuela los sesos). Es difícil decidir tres películas entre tantas que uno ha visto, pero el significado biográfico de esas tres me hacen decidirme por ellas. Y solo para el récord, me habría encantado aparecer en esta edición No 79 de Soho, entre la prosa de Esteban Michelena y las tetas de Mirelly Barzola (un bombón, ecuatoriana de nación e hija del noble e ínclito cantón Nobol –me encanta que salgan ecuatorianas en Soho y que terminemos de una buena vez con la penosa pacatería que nos caracteriza). Yo ahí habría estado felish, Polito, felish. Pero las entrevistas no salieron en esta edición y saldrán supongo, en la No 80. Ya hubiera querido estar yo, entonces (arrojemos la hipótesis) entre la prosa de Juan Fernando Andrade y otras tetas de producción local, que ojalá estén así, tan melón con pezón de sandía como las de la Barzola. Pero no será en esta ocasión, ojalá en otra, yo dichoso.