Publicado en revista Soho el 3 de febrero del 2012.
Estar contra los realities
es una toma de postura: es, de alguna manera, estar en contra del mundo que los
postula, del cual los realities son su pus. El mundo de los realities tiene en
común con la publicidad de la Lotería Nacional la idea de que cualquiera puede
ser exitoso, incluso a pesar de ser un imbécil. Dicho mensaje, en el caso de la
Lotería Nacional, está implícito: para elegir a la persona exitosa, no tienen
relevancia sus eventuales méritos, porque su único “mérito” es tener el boleto
ganador. Para su elección interviene el azar y su único éxito es el económico.
A diferencia de la Lotería
Nacional, en el caso de los realities, el mensaje de que cualquiera puede ser
exitoso, incluso a pesar de ser un imbécil, está explícito. La selección que se
ajusta a las necesidades de la industria del entretenimiento reemplaza al azar
para elegir a quienes integran el reality, y los selecciona, no solo incluso a
pesar de su eventual imbecilidad, sino en ocasiones teniendo ese dato como un
prerrequisito para su elección porque de esa forma se satisfacen mejor las
necesidades del reality, o sea, porque vende más. Su éxito es mediático
(concepto que incluye lo económico, pero que es más amplio) e involucra
necesariamente el extenso reconocimiento público de las personas seleccionadas.
El goce que con los realities se propone es, en resumidas cuentas, el de un
permanente asombro ante lo vulgar.
Ahora, no me tomen ustedes
a mal. Si quieren tomarse un whisky o fumarse un porro para reírse mientras
pispean en la tele las miserias de otros, están ustedes en “todo lo que es” su
legítimo derecho. En mi caso, yo casi nunca he mirado un reality, porque
observar la representación de otras personas parodiándose a sí mismas suele
darme mucha pereza. Solo recuerdo haber visto fragmentos de realities en dos
ocasiones: la primera, el año 2003, en que muy poco seguí lo de Gran Hermano, a
instancias de lo que escribió Roberto Aguilar en diario El Universo: por
curiosidad, la crítica de Aguilar me condujo a la tevé para confirmar cuán
esquemático y predecible fue el experimento de Ecuavisa. Y la segunda, en 2008,
en que me encontraba en Tennessee y la que para todos los efectos sería “mi
suegra” nos servía generosos vasos de George Dickel a tres personas que íbamos
a ver pelis y de repente se nos cruzó en pantalla Bret Michaels, el tipo de
Poison: era el final de uno de los tantos Rock of Love que condujo este fulano
en compañía de un amplio elenco de golfas, de las cuales tres habían
permanecido para exhibirlas ese día en pantalla, a las que Michaels, una tras
otra, se cepilló gustoso: lo que él balbuceaba como “amor verdadero” era un
soft porn de lástima, algo como lo que podría hacer Ecuavisa si le pone ganas.
Lo realmente hilarante del reality en cuestión era escuchar a Michaels
balbucear sus cosas: lo primero que se te podía venir a la cabeza era “pobre,
cómo lo han reventado las drogas al de Poison”. Ver ese único capítulo fue
placentero tanto como echarle un poco de salsa inglesa a una michelada; ver
toda la serie de ese balbuceante infradotado sería como beberse vasos enteros
de salsa inglesa.
Lo que digo, en
definitiva, es que participar del permanente asombro ante lo vulgar que
proponen los realities es suscribir los “procesos creativos” de Ricardo Arjona.
Esto, porque a Arjona lo que le interesa es vender sus discos y acomodar su
creatividad para darle a la gente lo que esta quiere escuchar (o mejor dicho,
lo que, gracias a los canales de distribución de las transnacionales del
entretenimiento, la gente termina por querer escuchar): lo suyo es la creación
de un producto que compren las masas. Que la creación de este producto
convierta a Arjona en un artista no auténtico es un reclamo moral que no tiene
cabida en la industria del entretenimiento, porque dicha industria presupone la
creación de productos tipo Arjona: esa es, precisamente, la esencia de su
negocio. Que la venta de dichos productos implique disminuir los estándares,
apelar a los estereotipos, abundar en los lugares comunes, no solo que no le
preocupa a nadie en la industria del entretenimiento, sino que es lo que dicha
industria busca, porque le conviene a su propósito de exhibir la vulgaridad que
persigue el asombro de sus espectadores, su goce frente a la pantalla de tevé.
Se la juegan sobre seguro, porque, como lo advirtió Ambrose Bierce en su
Diccionario del Diablo, el confort no es sino aquel “estado de ánimo producido
por la contemplación de la desgracia ajena”.
En todo caso, si alguien opta por considerar poético a Arjona por jalarle el pelo a una botella o emocionante el producto de la supuesta vida privada de un fulano cualquiera exhibida en la TV, eso es asunto de cada quien: a mí, en lo personal, esas cosas me provocan toda la pereza que no me da buscar el asombro en tantas otras cosas o el haber escrito esta diatriba, porque hacerla me ha divertido tanto como haber visto en su reality, fugazmente, al reventado de Poison.
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