Publicado en diario El universo el 1 de diciembre de 2005.
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Bush se repantiga en su silla, muy cómodo y lejano.
Ojea una revista o conversa, sonrisa ladeada y socarrona mediante, con sus
asesores. No se inquieta, pues sabe que juega el juego de la política americana
con vasta ventaja. Tampoco se preocupa de intervenir (enhorabuena, pues mucho
no se puede confiar de la oratoria de quien dijo que África era un país o que
refirió que muchas de las importaciones de EE.UU. –oh, sorpresa- vienen de
ultramar) pues con un par de primarias exposiciones le basta y le sobra para
instalar el orden (o casi) en casa. Además, para la defensa de su posición
tiene a sus áulicos, Paul Martin, de Canadá y Vicente Fox, de México, sus
socios en el NAFTA.
Esta despreocupación de George W. Bush sucedió en el marco de la IV Cumbre de las Américas, que la OEA organizó en Mar del Plata los primeros días de noviembre intitulada “Crear trabajo para enfrentar la pobreza y fortalecer la gobernabilidad democrática”. La pompa del título enunciaba un compromiso necesario para el desarrollo que, sin embargo, se opacó porque el fantasma del ALCA orondo recorrió los pasillos de la Cumbre y se coló por invitación especial de Estados Unidos en una agenda que no lo contemplaba. Y vaya si pesó bastante: una discusión que debió concluir a la 12:30 para pasar a un comedido almuerzo de naderías se prolongó hasta las 18:30 con el solo propósito de introducir el ALCA en la Declaración Final donde sobrevivió, fraccionado, en un párrafo 19 que afirma que algunos países de América lo apoyan y que otros (Venezuela y los países del Mercosur) no. Una clara solución de compromiso, alejada de la vida plena que pretendía insuflarle Estados Unidos y también de la muerte anticipada que un retórico Chávez le decretó en la paralela III Cumbre de los Pueblos.
En ese contexto, La mayoría de los gobernantes americanos fueron conscientes de su rol de meros comparsas de la fiesta texana de las Américas. San Cristóbal y las Nieves, Barbados u Honduras, ergo, América Central y el Caribe no pueden considerarse, salvo por la ficción jurídica que la palabra supone, países soberanos. Y lo propio fue cierto para los países andinos, salvo para uno, Venezuela, y la excepcionalidad se extendió a un bloque entero, el Mercosur, quienes fueron los únicos voceros de la resistencia y de un pensamiento que difiere del hegemónico.
Pero, por supuesto, no basta aquello para que Bush pierda su sonrisa socarrona, pues su juego de cartas marcadas no lo obliga ni siquiera a desgastarse (para ello tiene a Irak, a los huracanes de su política interna). Para atacar a Venezuela, cuyo presidente enfatiza sus críticas a Estados Unidos y ejecuta o propone varios proyectos que merecen un análisis más detallado (Telesur, Petrocaribe, ALBA) utiliza a su paje mexicano Vicente Fox, con la previsible intención de aislar a Venezuela de los países del Mercosur. Y es evidente que Venezuela no la tiene sencilla: el demagógico Hugo Chávez es un blanco cómodo para la prensa facilona y su política exterior depende demasiado de su bonanza petrolera.
En contraste, el Mercosur sí tiene la posibilidad de ejercer una política con un liderazgo más sólido (Argentina, Brasil) y con una proyección más sustentable, en aras de otorgarle sentido a la incipiente Comunidad Sudamericana de Naciones, esa nueva promesa del Sur. Aunque para que ello suceda se deba luchar contra las imposiciones de Estados Unidos y contra la larga tradición de fracasos de integración que padecemos desde el Congreso Anfictiónico de Panamá que convocó Bolívar en 1826. En breve, entonces, la tarea de Sudamérica es trocar la pregunta que encabeza estas líneas por la clara afirmación que canta Serrat con letra de Mario Benedetti: que el Sur también existe.
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