¿Libertarios?

23 de junio de 2007

El término libertario es un equívoco: puede utilizarse como sinónimo de anarquista (así lo reconoce, desde 1927 y casi sin variación, el Diccionario de la Real Academia: “Que defiende la libertad absoluta, la supresión de todo gobierno y toda ley”) o puede ser la traducción de la voz inglesa libertarian y significar una doctrina política que sostiene que todas las personas son dueñas de sus vidas y que, en consecuencia, tienen la libertad de utilizar sus cuerpos y propiedades como deseen con el solo límite del respeto a la libertad de los otros. En Ecuador, se supone que un movimiento representa esta ideología. Se llama, precisamente, Movimiento Libertario.

Me tomé la molestia de leer íntegra la ciberpágina del Movimiento Libertario y encontré muchas referencias que censuran la injerencia del Estado en la actividad económica de los individuos (en materia de impuestos, de regulación de contratos, de libertad de empresa), pero pocas referencias a la libertad individual (del tipo, “ningún gobierno, grupo organizado o persona puede violar los derechos fundamentales del individuo” o “los derechos individuales giran alrededor de tres conceptos: vida, propiedad y libres acuerdos entre los individuos”, para cuya suscripción es innecesaria la denominación de “libertario”) y ninguna propuesta específica, ninguna, en torno a cuestiones que sí conciernen a los auténticos libertarians, tales como la eutanasia, el matrimonio homosexual o el derecho al aborto. Jorge Hanníbal Zavala formuló esta observación en el artículo ‘¿Y dónde están… que no se ven?’, de su excelente ciberbitácora en la que criticó el silencio del Movimiento Libertario ante la presentación de las propuestas de la Conferencia Episcopal en la Comisión de Juristas del Conesup, porque él supone que los libertarios deben ser “personas convencidas de que las intromisiones del Estado en la vida social son inaceptables y deben ser combatidas” y porque “un ideal libertario afín con el objetivismo de Rand o coherente con Nozick no puede dejar de reconocer que la intervención de cualquier Iglesia en la legislación es poco menos que atentatoria contra la libre determinación, la libertad de conciencia y el respeto a la voluntad del vecino”, dicho lo cual, concluye Zavala: “Si la ideología del Movimiento Libertario guarda cualquier parecido con lo que el calificativo de libertario significa en el mundo, estarán de acuerdo con lo que afirmo y deberían tener el valor de decirlo. Si no, son un movimiento de derecha neoliberal para los cuales la libertad individual es sagrada excepto contra la opinión de la Conferencia Episcopal, en nada diferentes del PSC, por ejemplo, y deberían tener el valor de admitirlo”. Zavala les dirigió sendos correos electrónicos a dos autoridades del Movimiento Libertario preguntándoles sobre estos tópicos. Hasta la fecha, no tiene respuesta.

Un aliado de la causa libertaria, Friedrick von Hayek, afirmó: “Si pretendemos el triunfo en la gran contienda ideológica de esta época, es preciso sobre todo que nos percatemos exactamente de cuál es nuestro credo”. Yo quisiera suponer que los libertarios locales conocen bien su credo; parecería, eso sí, que carecen de las agallas suficientes para asumirlo. Para disipar esta duda sería oportuno que nos revelen si el nombre “libertario” es solo un membrete de corte oportunista (o sea, si son simples neoliberales) o si están dispuestos a asumir como propios los ideales de la libertad hasta sus últimas y radicales (no económicas) consecuencias. Ojalá no nos suceda como a Zavala, y tengamos respuesta.

Envidia (Aute)

16 de junio de 2007

La envidia es el sexto de los pecados capitales y es contraria al décimo mandamiento; San Gregorio Magno le atribuyó el origen de gravísimos defectos y la Iglesia Católica recomienda que se le oponga la virtud de la caridad. No me toca: yo suscribo plenamente la frase de Sabina, “me gusta que haya religiones porque me encanta pecar”, y por ende, no tengo ningún problema de conciencia en admitir que envidio. Preciso esta idea y admito que, en realidad, yo suelo admirar, por ejemplo, la prosa de Borges, la poesía del citado Sabina, el humor de Marx (obvio, de Groucho, porque el pobre Karl…), la vitalidad de Hemingway, los ideales de Gandhi, y sumo y sigo: de verdad podría citar decenas de personas, situaciones, ideas, el inventario excede, con mucho, los alcances de esta página. Pero el destinatario de mi envidia es uno solo y su nombre es Luis Eduardo Aute.

Sucede que Aute no solo es el cantante que hace tres días encandiló a quienes asistimos a su recital en el ágora de la Casa de la Cultura en Quito; es, además de cantante, poeta, cineasta, pintor y persona de asombrosa lucidez. Este es el irreductible motivo de mi envidia: Aute interviene en todos estos ámbitos del arte y todos, todos, los ejecuta con altiva maestría. Como poeta publicó en 1975 La matemática del espejo y le siguieron varios libros de poemas y recopilatorios de sus canciones (valgan estas “poemigas” –como él mismo las llama– como ejemplo: “Abrázame fuerte, fuerte, muy fuerte… hasta que la muerte nos abrace” y “Los cuerpos, después del amor, huelen a alma”); como cineasta ha realizado varios cortometrajes y en el 2002 el colosal largometraje Un perro llamado dolor, y como pintor, su vocación más temprana y laureada, ha participado en decenas de exposiciones individuales y colectivas. De hecho, Aute admite que este es el ámbito artístico donde se siente más cómodo, a todo lo demás dice dedicarse como hobby. ¡Hobby?, por Dios, eso es casi hiriente.

Una persona como Aute, que describe con maestría un acto tan prosaico como la masturbación (“a veces recuerdo tu imagen, desnuda en la noche vacía / tu cuerpo sin peso se abre y abrazo mi propia mentira”), que precisa el exacto blasón de la belleza (“enemigo de la guerra y su reverso, la medalla / no propuse otra batalla que librar el corazón […] reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo / ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada… la belleza”) y que ha compuesto obras como Rosas en el mar, Alevosía, ¡Mira que eres canalla!, Vailima, Slowly, y decenas más de canciones que maravillan, solo por estas obras merece que se le tribute rendida admiración. Pero Aute es como Da Vinci, abarcativo y espléndido (¿Luis Leonardo Aute?) y en materia de arte todo lo que hace, y hace mucho (olvidaba que también es escultor), lo hace bien: es un Rey Midas que goza a plenitud de sus divinos dones. No sé a ustedes, pero todo esto a mí me provoca envidia, mucha, y la admito sin rubor. Recuerdo que Arthur Schopenhauer declaró que “nadie es realmente digno de envidia”: me permito, en esta página, rendirle mi envidioso homenaje a la genial excepción.

¡Ay, Jalisco!

9 de junio de 2007

En la voz México de su diccionario de vida titulado En Esto Creo, Carlos Fuentes reconoce que “la verbalidad mexicana, rica, mutable, serpentina” produce “la cortesía más natural y perfecta junto con la grosería más insoportable”. Ejemplo de lo segundo, cita Fuentes, el refrán “Jalisco nunca pierde”, síntoma de una terquedad a prueba de todo argumento. Jalisco nunca pierde se llamó una película que Jorge Negrete protagonizó en 1937; es también la telenovela casi diaria que se observa en este país.

Vale recordar este mexicano refrán porque define con precisión meridiana la actitud de este Gobierno con relación al derecho a la libertad de expresión: Jalisco de veras, nunca admite perder en materia de este derecho, justamente el que menos entiende. Un ajustado inventario prueba su falta de entendederas: el absurdo juicio por desacato contra diario La Hora, las generalizaciones apresuradas del Presidente, sus contradicciones con el Ministro de Gobierno, su penosa comprensión de la polisemia, sus exabruptos contra periodistas de opinión y el apoyo del Gobierno a las medidas que impetró Chávez contra RCTV en Venezuela. A estas notorias calamidades se suman los reparos de Correa para la firma de la Declaración de Chapultepec: tales reparos podían esperarse de la cortedad de miras de un dictócrata como Gutiérrez, pero nunca de un académico como Correa. (Tenemos que admitirlo: Correa en algunos aspectos se parece demasiado, ¡ay de nosotros!, a quienes dice despreciar: en materia de libertad de expresión posee un ideario análogo al de Gutiérrez y en materia de autoritarismo es un aventajado pupilo de Febres-Cordero).

La Declaración de Chapultepec se adoptó en Ciudad de México, en el castillo de ese nombre, el 11 de marzo de 1994. Decenas de presidentes y primeros ministros de la región e innumerables figuras públicas la firmaron: se la considera un decálogo contentivo de los principios fundamentales para ejercer la libertad de prensa y expresión. Correa solo la firma si la desnaturaliza: pretende incluirle la posibilidad de iniciar acciones penales por supuestos “delitos contra la fe pública”. Yo manifesté mi opinión sobre procesos judiciales y libertad de expresión en columnas anteriores ("Libertad de opinar", 05.V.07; "El delito de desacato", 19.V.07) y la resumo en una frase: suelen utilizarse para acallar las voces críticas. El académico Presidente debería saber que la libertad de expresión, como escribió George Orwell en la introducción de Rebelión en la Granja, “si significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír” y que si de verdad desea mejorar la opinión pública puede en efecto hacerlo, obviamente no mediante el fácil y absurdo expediente de iniciar acciones penales, sino mediante la presentación de una mayor cantidad y mejor calidad de argumentos en defensa de sus ideas que contribuyan al debate crítico, condición sine qua non para la existencia de una sociedad libre y democrática. Así lo sugirió, con sensatez y hace casi 150 años, el filósofo inglés John Stuart Mill en un libro cuyo título es, precisamente, Sobre la Libertad.

Libertad: Joaquín Sabina canta en Pájaros de Portugal “qué pequeña es la luz de los faros, de quien sueña con la libertad”. En materia de expresión esta libertad es, en efecto, diminuta, porque el autoproclamado ciudadano vigía de este faro insiste en pretender apagarla en nombre de una patria que él (¡Ay, Jalisco!) supone ya de todos. Es insensato pero evidente: la terquedad, para Correa, es virtud.

Banksy

2 de junio de 2007

“Pequeña gente retorcida sale cada día y afea esta gran ciudad. Dejando sus trazos idiotas, invadiendo comunidades y haciendo que la gente se sienta sucia y utilizada. Solo toman, toman y toman, y no dejan nada a cambio. Son malvados y egoístas, y hacen del mundo un lugar horrible. Los llamamos agencias de publicidad y urbanistas”. Esta denuncia la hace quien también interviene en paredes, túneles y señales de tránsito, pero de forma artística. Su nombre es Banksy y su lugar de trabajo es el espacio público londinense, pero también Nueva York, España, México o el muro que contra las leyes internacionales construye Israel en Cisjordania. Importantes museos lo conocen: en el Británico introdujo una piedra tallada con un hombre primitivo (¿un político ecuatoriano?) arrastrando un carrito de supermercado y en el Metropolitano de Nueva York filtró el cuadro de una mujer de época portando una máscara antigás (que tituló “Tienes unos ojos hermosos”). También Disneylandia: allí, el 11 de septiembre, colocó un muñeco inflable vestido a la usanza de los prisioneros de Guantánamo en una montaña rusa, como reclamo a favor de los derechos de los presos en ese territorio. A su reciente exposición Barely Legal (Apenas Legal) en Los Ángeles asistieron Angelina Jolie, Brad Pitt, Jude Law y Keanu Reeves, pero no supieron identificar a quien se considera el artista callejero más importante de Reino Unido. Nadie puede: solo se conocen de Banksy sus buzos con capucha. Se lo supone originario de Bristol y de 30 años. Se sabe, sí, que sus obras aparecen en películas de Woody Allen, que cuestan cientos de miles de dólares y que su arte es provocar.

Lejos de Banksy, en Guayaquil, se impone una estética distinta. El Municipio, mediante ordenanza de mayo del 2001, no matiza intervención alguna aunque sea artística (establece “sanciones punitivas y pecuniarias contra aquellas personas que ensucien y atenten contra el ornato de la ciudad y las buenas costumbres de la comunidad”, que implica la privación de libertad por un máximo de siete días). Lo supo el artista Daniel Adum, quien pintó la silueta de unos cerditos “como crítica o reflexión hacia los políticos que llenan de afiches y ensucian la suciedad”. Un correo electrónico les atribuyó un significado macabro a los cerditos y provocó inmediata histeria en Samborondón. A Adum se lo obligó a borrar su obra (se le eximió de la prisión que le correspondía; su condición de pariente de autoridades municipales acaso influyó en esa deferencia). Esta historia nos revela no solo dos maneras distintas de entender la estética (una abierta, que permite su expresión e incluso la celebra, y otra, la local y cerrada, que solo la entiende desde la censura) sino el vislumbre de una curiosa y patética dimensión política, e incluso ética. En palabras del antropólogo Xavier Andrade: “[…] tristeza causan, en cambio, el lenguaje clasista bajo el cual los chanchitos fueron enmarcados, los estigmas existentes sobre los jóvenes de estratos populares, y, la gradual abolición del espacio público en Guayaquil. Finalmente, compelidos a cubrirlos con pintura, sus autores delinearon a brochazos otra fantasmagoría: aquella que nos recuerda que las paredes que alguna vez fueron apropiadas para expresar ideas son ahora meros dispositivos de un sentido del “ornato” tan perverso como la propia idea de una ciudad amurallada” (Cerditos en el Espacio). En efecto, no son pocas las reflexiones que se pueden hacer a partir de una obra, o de su ausencia. En ocasiones, el silencio es también un ruido atronador.