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¿Libertarios? (10 años después)

23 de junio de 2017


Hace diez exactos años, escribí el artículo ¿Libertarios?, publicado en diario El Universo.

En ese artículo del 2007 preguntaba si los libertarios estarían a la altura de defender “los ideales de la libertad hasta sus últimas y radicales (no económicas) consecuencias”. Diez años después, han demostrado que no. Como lo decía Jorge Hannibal Zavala, a quien cité en ese artículo, “son un movimiento de derecha neoliberal para los cuales la libertad individual es sagrada excepto contra la opinión de la Conferencia Episcopal, en nada diferentes del PSC, por ejemplo y deberían tener el valor de admitirlo” (1).

Pero es incluso peor: los “libertarios” son tan turros en el Ecuador que ni siquiera pueden hacer la defensa de la vertiente económica de su doctrina. El terremoto del 16 de abril de 2016 era una oportunidad de oro para ello.

En Manabí, a raíz del terremoto, algunos comerciantes intentaron aprovecharse de la situación y elevar los precios de venta de sus productos. Varias personas protestaron de manera airada contra ellos en las redes sociales. Jamás vi a ningún “libertario” salir en defensa de la libertad de esos comerciantes manabitas de vender su producto al precio que fije el mercado.

El libro de Michael J. Sandel Justice. What’s the right thing to do? empieza con un caso análogo (la elevación de los precios tras los efectos del huracán Charley en la Florida) para discutir sobre la justicia (2). Para un libertario, es simple: es un tema de libertades. A un libertario no le cabría ninguna duda: “Ni verga, ese man es libre de vender sus productos como mejor le aproveche”. Esto es así, porque la doctrina libertaria funciona a plenitud en la medida en que tritura empatías.

Pero en lo que atiende a los “libertarios” en el Ecuador: un libertario (AKA “Don Verga”) aquí, por lo general, es un tipo inconsistente en la esfera pública con las ideas económicas y morales que dice defender.

Ser “libertario”, en Ecuador, es abusar de una etiqueta.

(1)¿Libertarios?’. Una vez anunciaron en las elecciones del 2013 un primer “candidato libertario”. De primeras, le preguntaron por el aborto y el “libertario” en cuestión se declaró en contra (¡?). Sería libertario, tiro: “Soy libertario, en todo lo que no ofenda a la Madre Dolorosa”.
(2) Sandel, Michael J., ‘Justice. What’s the right thing to do?, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 3-5. Una aproximación a las ideas de Michael Sandel sobre moral y mercados en ‘Market and morals’.

Don Verga y los límites del mercado

4 de mayo de 2017

Jimmy Kimmel pregunta:

“If your baby is going to die, and it doesn’t have to, it shouldn’t matter how much money you make. I think that’s something that, whether you’re a Republican or a Democrat or something else, we all agree on that, right?

En ese momento, Don Verga (AKA “Libertario”) alza la mano para manifestar su contrariedad. Y es posible que empiece una diatriba solipsista.

En esencia, lo que emotivamente Kimmel quiere decirnos es que ciertas cosas no deberían ser libradas a las fuerzas del mercado. Michael Sandel, racionalmente, justifica (en inglés) el porqué.

El libertarianismo del proleta

27 de enero de 2016


Complemento imperfecto a "El complemento perfecto" (la seguimos...)

9 de agosto de 2009


El amigo Juan Carlos Pérez García escribió un último comentario en una entrada de hace algunos días que se tituló El complemento perfecto y que se refería a una carta de Karina León que publicó el diario El Universo. En cinco puntos y en sintonía con lo dicho sobre liberalismo igualitario en la entrada inmediata anterior, replico lo dicho por el amigo JCPG en su comentario:

1) Lo primero que diría sobre el comentario de JCPG es que concuerdo en algunos puntos. Concuerdo, primero, en que el hombre es egoísta y busca su propio interés. Coincido en que ese egoísmo puede ser virtuoso, así como también en que ese egoísmo puede movilizar la economía. Asimismo, concuerdo en que a las empresas suelen interesarle sus clientes,empleados, acreedores y accionistas.

2) Sobre este último punto (sobre quiénes les interesan a las empresas), me permito introducir un matiz. Hay empresas a quienes sólo les interesan esas personas y hay empresas que asumen también su responsabilidad social. Porque es evidente que las empresas tienen responsabilidad social, aunque no quieran admitirla. La tienen en relación con los consumidores, con el ambiente, con la prohibición de monopolios y oligopolios, por ejemplo. O sea, las empresas no pueden engañar a los consumidores con falsa publicidad, ni pueden no hacerse responsables de las deficiencias de los productos que venden o de los servicios que prestan, ni pueden estos productos o servicios contaminar el ambiente ni tampoco pueden distorsionar el mercado en beneficio de unos pocos o de un solo (oligopolio o monopolio). Es que es evidente que si en una sociedad no existe ninguna regulación para el comportamiento de las empresas, a éstas lo más probable es que les importe un carajo engañar a los consumidores, responsabilizarse de los daños que ocasionan, contaminar el ambiente, o distorsionar el mercado para beneficiarse de una cancha marcada a su favor. Es, entonces, precisamente esta alta probabilidad (que se fundamenta en el egoísmo tan humano al que JCPG ha hecho referencia) y la necesidad de proteger el interés de todos los demás individuos de una sociedad a no ser engañados, a tener posibilidades de reclamos por daños sufridos, a no vivir en ambiente contaminado, a tener acceso a la más amplia y de mejor calidad gama de bienes y servicios que ofrezca el mercado, la que justifica (en principio) una serie de regulaciones al libre mercado.

3) Ahora, entrémosle al tema de las maquilas y vamos por partes. Primero, es erróneo mirar el asunto como una “relación contractual libre”. Ese es todo el núcleo de la crítica que formulé al artículo de Gabriela Calderón de varios meses atrás y que muy bien lo refleja El Roto en su viñeta de la entrada anterior (acá, algunas de El Roto). Es erróneo mirarlo así, por dos razones fundamentales. La primera de esas razones, por el concepto “libre” inserto en esa frase, porque ese concepto de libertad es miserable: o te sometes a estas reglas que yo impongo (que trabajen menores de edad, que trabajen por 12 ó más horas, que trabajen en condiciones laborales miserables, que trabajen por un sueldo de centavos de dólar la hora) o te mueres de hambre: no es difícil convenir que esa libertad se reduce a nada. Es evidente que solamente es libre de imponer las normas uno de los miembros de la “relación contractual libre”, que puede desechar al otro a placer, mientras que a la otra parte sólo le resta someterse a esas normas. Llamar a eso libertad es decir que un tipo encadenado a un poste que puede mover los deditos se mantiene libre, es reducir la libertad a un concepto vacío de contenido. Ahora, la segunda y más importante razón: si se plantea esta “relación contractual libre” en términos de acción racional, es evidente que la mayoría de las personas escogerían el contrato que lo somete a esas condiciones atroces a no tener ningún trabajo: es la diferencia que existe entre ganar una miseria y no ganar nada. Pero lo que yo sostengo no es analizar la relación contractual en sí misma, sino el concepto de sociedad que valida ese tipo de “relaciones contractuales libres”. Porque la relación contractual entre A (empleador) y B (empleado) no sucede en el vacío, ni está impedida de cualquier análisis que desde afuera puede hacerse de la misma. En ese sentido, yo opongo al concepto de Estado liberal de derecho (que es el que valida una “relación contractual libre” en el sentido que antes apuntado) un concepto de Estado social de derecho, que garantice ciertos mínimos a todos sus habitantes, precisamente para que esas “relaciones contractuales libres” de evidente explotación (porque ganar una miseria o morirse de hambre es una condición de atroz explotación, y no es la única opción posible si salimos del dogma libertario –el que, curiosa paradoja, de tanto defender la libertad a ultranza termina por vaciarla de contenido) no puedan tener cabida, ni permitan la “buena conciencia” de repartir migajas.

4) Estoy en profundo desacuerdo con el mecanismo que JCPG sugiere para medir el desarrollo de un país. El crecimiento económico es una variable importante, pero no es ni la única, ni la más importante. Las cifras macroeconómicas maquillan desigualdades, injusticias, distorsiones. De hecho, la medición del desarrollo de los países se la hace con relación al índice de desarrollo humano, que abarca parámetros de vida larga y saludable, educación y nivel de vida digno. Una medición que (no cabe duda) es mucho más adecuada que las solas cifras macroeconómicas.

5) Finalmente, rechazo todos esos “sustitutos del cuco” tan caros a la derecha biempensante (esto es, la que nunca piensa en nada y hace permanentes loops de lugares comunes como sustituto penoso del pensamiento). Que el Estado planificador fracasa (se tiene el caso del MITI –hoy METI- en Japón, para empezar a volear), que la redistribución de la riqueza no funciona (se tiene el caso de las socialdemocracias europeas). Se puede replicar que eso es en otro contexto cultural, que no se puede comparar, etc. A lo que puede contrarreplicarse, a su vez, que el contexto cultural es diferente porque en esos países la captura del Estado por grupos de poder es mucho menor o nula, porque existe una cultura de transparencia en las acciones, porque existe un reconocimiento del otro como parte de una idea común de país o nación. El contexto cultural es diferente pero no es insalvable: nada impide el desarrollo en las sociedades de América latina y en la ecuatoriana en particular eliminar, poco a poco, esos grupos de poder que se aprovechan del Estado en su beneficio (grupos de poder, precisamente, tan vinculados a esos empresarios egoístas a los que JCPG ha hecho referencia); nada impide desarrollar, con mecanismos institucionales e incentivos adecuados, una cultura de transparencia y de responsabilidad; nada impide, que sobre la base de una mayor participación de los ciudadanos y de una idea común de sociedad surja un concepto de país que supere esa fractura social que heredamos de tiempos coloniales y que nos impide reconocernos como iguales en cosas tan sencillas como en el trato social (donde la discriminación al diferente, sea cholo, negro, mujer, homosexual, etc. es común y afloran los complejos chupamedias e idiotas hacia personas que ostentan riqueza o aspecto extranjero –esto es una vergüenza, pero es muy real y hay un cerro de idiotas que se comportan de esta manera). No es sencillo superar esas taras, ya lo creo que no es nada sencillo. Pero me parece muy evidente que es mucho mejor intentar superarlas que perpetuarlas con la explotación laboral que tira migajas y que ampara esa discriminación, de lo que, precisamente, la carta de Karina León que motivó la entrada anterior es un ejemplo ideal. Un ejemplo ideal de lo que no debería existir en una sociedad y de lo que toda persona que se tome en serio los reclamos de un mínimo de democracia (el respeto a la libertad –pero de verdad, no de esa libertad de morondanga entre elegir ser miserable o cadáver - y de un mínimo de igualdad real) debería estar a la contra y desde su modesta trinchera, contribuir a superarlo (si es que se considera mínimamente demócrata).

P.S.: Una última cosa, que se me olvidaba en relación con esos sustitutos del cuco de cierta derecha, en el que figura de manera señera el citar a la Unión Soviética o a Cuba para criticar a los proyectos socialdemócratas (que podríamos llamar también de liberalismo igualitario). Sobra decir que esos países no son ejemplos del modelo que propone la socialdemocracia y someterlo a comparación solamente revela ignorancia o mala fe, simplemente quedarse en los márgenes haciendo el tonto sin ponerse a pensar los matices y complejidades que el pensamiento político supone.

P.S. (2).- Para pensar esos matices y complejidades en relación con el liberalismo igualitario el amigo Gustavo ofrece un artículo de Pettit (Republican Political Theory, acá) y mucho Philip Pettit, acá. (¡Gracias Gustavo!) Salud y República.

El complemento perfecto

1 de agosto de 2009


La postura liberal que le critiqué a Gabriela Calderón en esta antigua entrada encontró su complemento perfecto en esta carta que remitió Karina León a diario El Universo y que este medio de comunicación publicó ayer viernes.

A juzgar por el contenido de su carta, no sólo que la situación de precariedad de su empleada (el ganar menos del mínimo vital) no le provoca ningún remordimiento a K. sino que esta señora espera que su empleada le agradezca por permitirle alimentarse dos veces al día, observar TV y escuchar radio (¡pero qué generosa, K.! (1) Por cierto que a K. le parece mala cosa que si despide a su empleada ésta podría denunciarla -¿qué se habrá creído esta muchachita insolente?, pensara K., al amparo de su alma caritativa y su colosal desprendimiento). Lo dicho: el complemento perfecto para el cinismo y el desprecio por los otros que promueve el liberalismo alla Calderón es la “buena conciencia” de quienes lo practican, esa servil sonrisa de agradecimiento que esperan de todos quienes reciben su paga, cualquiera que ésta sea y que para mayor inri suele ser, del pastel, sus migajas.

(1) Por cierto que la empleada de K. la pasa mucho mejor (diríase, la pasa “bomba”) en comparación con los trabajadores de las maquilas que en el mundo existen. Pero es que K. no es una corporación transnacional, porque si lo fuera…

Autonomía individual

23 de febrero de 2008

Lo he dicho en varias columnas con las precisas palabras de Roberto Gargarella: tengo la firme convicción de que una auténtica sociedad democrática demanda el “fortalecimiento de nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Me ocuparé, en esta columna, de la primera de esas demandas.

La autonomía individual puede definirse como la libertad de toda persona de desarrollar su personalidad siempre que no afecte los derechos de otras personas (en palabras de John Rawls, en su célebre Teoría de la Justicia: “Cada persona debe gozar de un ámbito de libertades tan amplio como sea posible, compatible con un ámbito igual de libertades de cada uno de los demás”). Esta autonomía individual supone la existencia de comportamientos sobre los cuales cada persona (y, entiéndase, solo ella) puede decidir. El necesario respeto a tales comportamientos implica que el Estado debe proteger las libertades que permiten a cada persona vivir su vida moral plena y que, por ende, el Estado no puede imponer (ni ninguna otra persona exigirle que imponga) a una persona lo que otra u otras viven como su obligación moral (porque como sostiene el filósofo Ernst Tugendhat, “un concepto de la moralidad que no deje abierta la posibilidad de concepciones variadas de lo moral tiene que parecernos hoy inaceptable”). Suena lógico, pero muchos no lo entienden (o no quieren entenderlo).

Entre esos, unos utilizan como argumentos términos tales como “bien común”, “buenas costumbres” u “orden público” para justificar las violaciones a la autonomía individual: la vaguedad e imprecisión de tales términos lo permite. Ante tal vaguedad e imprecisión corresponde, en una auténtica sociedad democrática, que las libertades de la autonomía individual (y los derechos que las protegen) se entiendan como “cartas de triunfo” (la expresión es de Ronald Dworkin) frente a tales términos.

Otros utilizan el argumento “mayoritario”: suponen que la democracia es una “democracia de mayorías” (sea la mayoría de católicos o de coristas de ‘Patria, Tierra Sagrada’). Esta concepción “estadística” de la democracia suele violar la autonomía individual de las minorías marginadas o sobre las que la mayoría tiene prejuicios. Para propiciar el desarrollo sin discriminación de la autonomía individual se necesita de una “democracia constitucional” (de nuevo Dworkin) que, tanto en lo legislativo como en lo judicial, defienda los derechos que protegen (a pesar de las pretensiones de la mayoría) la autonomía individual de todos, incluidas las minorías.

Algunos otros (que se supone que defienden la autonomía individual) tienen una visión sesgada de la misma porque, en su opinión, la autonomía individual solo se viola cuando quien la agrede es el Estado (que para el caso guayaquileño, lo representa tanto el Gobierno Nacional como el Gobierno Seccional –léase, Municipio local) pero nunca cuando quienes violan la autonomía individual son las empresas privadas que (en connivencia con Estados débiles, como el nuestro) suelen someter a los individuos menos favorecidos a condiciones de extrema precariedad. O, en esa misma línea de análisis, algunos que se suponen defensores de la autonomía individual en todos sus extremos se ocupan solo de sus aspectos económicos: hace ocho meses exactos publiqué el editorial ¿Libertarios? , para indagar si este movimiento defiende algo distinto a otros grupos de derecha (como el agónico y patético PSC, pongamos por caso) y la respuesta es no. El nombre “libertarios”, a ese movimiento, le queda ancho.

No pocos prejuicios, cobardías y malentendidos acechan a la autonomía individual. Precisamente de allí la importancia de entender su significado y de propiciar su justa defensa, tal como lo reclama la filosofía liberal ilustrada y corresponde en una auténtica sociedad democrática.

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¿Libertarios?

23 de junio de 2007

El término libertario es un equívoco: puede utilizarse como sinónimo de anarquista (así lo reconoce, desde 1927 y casi sin variación, el Diccionario de la Real Academia: “Que defiende la libertad absoluta, la supresión de todo gobierno y toda ley”) o puede ser la traducción de la voz inglesa libertarian y significar una doctrina política que sostiene que todas las personas son dueñas de sus vidas y que, en consecuencia, tienen la libertad de utilizar sus cuerpos y propiedades como deseen con el solo límite del respeto a la libertad de los otros. En Ecuador, se supone que un movimiento representa esta ideología. Se llama, precisamente, Movimiento Libertario.

Me tomé la molestia de leer íntegra la ciberpágina del Movimiento Libertario y encontré muchas referencias que censuran la injerencia del Estado en la actividad económica de los individuos (en materia de impuestos, de regulación de contratos, de libertad de empresa), pero pocas referencias a la libertad individual (del tipo, “ningún gobierno, grupo organizado o persona puede violar los derechos fundamentales del individuo” o “los derechos individuales giran alrededor de tres conceptos: vida, propiedad y libres acuerdos entre los individuos”, para cuya suscripción es innecesaria la denominación de “libertario”) y ninguna propuesta específica, ninguna, en torno a cuestiones que sí conciernen a los auténticos libertarians, tales como la eutanasia, el matrimonio homosexual o el derecho al aborto. Jorge Hanníbal Zavala formuló esta observación en el artículo ‘¿Y dónde están… que no se ven?’, de su excelente ciberbitácora en la que criticó el silencio del Movimiento Libertario ante la presentación de las propuestas de la Conferencia Episcopal en la Comisión de Juristas del Conesup, porque él supone que los libertarios deben ser “personas convencidas de que las intromisiones del Estado en la vida social son inaceptables y deben ser combatidas” y porque “un ideal libertario afín con el objetivismo de Rand o coherente con Nozick no puede dejar de reconocer que la intervención de cualquier Iglesia en la legislación es poco menos que atentatoria contra la libre determinación, la libertad de conciencia y el respeto a la voluntad del vecino”, dicho lo cual, concluye Zavala: “Si la ideología del Movimiento Libertario guarda cualquier parecido con lo que el calificativo de libertario significa en el mundo, estarán de acuerdo con lo que afirmo y deberían tener el valor de decirlo. Si no, son un movimiento de derecha neoliberal para los cuales la libertad individual es sagrada excepto contra la opinión de la Conferencia Episcopal, en nada diferentes del PSC, por ejemplo, y deberían tener el valor de admitirlo”. Zavala les dirigió sendos correos electrónicos a dos autoridades del Movimiento Libertario preguntándoles sobre estos tópicos. Hasta la fecha, no tiene respuesta.

Un aliado de la causa libertaria, Friedrick von Hayek, afirmó: “Si pretendemos el triunfo en la gran contienda ideológica de esta época, es preciso sobre todo que nos percatemos exactamente de cuál es nuestro credo”. Yo quisiera suponer que los libertarios locales conocen bien su credo; parecería, eso sí, que carecen de las agallas suficientes para asumirlo. Para disipar esta duda sería oportuno que nos revelen si el nombre “libertario” es solo un membrete de corte oportunista (o sea, si son simples neoliberales) o si están dispuestos a asumir como propios los ideales de la libertad hasta sus últimas y radicales (no económicas) consecuencias. Ojalá no nos suceda como a Zavala, y tengamos respuesta.