Publicado
en GkillCity el 14 de octubre de 2011.
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A la buena memoria: cuando se trataba de una
persona afín al ideario político de quienes hacen opinión pública en esta
ciudad (persona no se ahorraba el uso de términos como psicópata, asesino,
corrompidos, cobardes, protervos, miserables, indecentes, aniñados,
prostitutas, payaso, pantalones -falta de, por supuesto-, comunistas,
atracadores, sinvergüenzas, canallas, entre otras) el discurso ofensivo no les
comportaba ninguna critica (o incluso, para una figura de la política
contemporánea, en lo que constituye -según Freud- un tránsito hacia la
civilización -ver acá, min. 5:03-7:05-, esto es, en la diferencia
que existe entre la agresión física y el discurso ofensivo, hay personas, como
el subdirector de diario Expreso, Jorge Vivanco, que no dudan en justificar la
agresión física como un acto “con vehemencia –como debe ser” -ver acá). Pero eso sí, cuando se trata de una persona
contraria al ideario político de quienes hacen opinión pública en los medios
tradicionales, el discurso ofensivo sí es reprochable, hipersensiblemente
reprochable. Deberían tener al menos, si van a exhibir esta cuota de moralismo,
la valentía de ser coherentes.
Pero
mejor haríamos en abandonar esa cuota de moralismo y aceptar, venga de quien
venga, políticos de derecha o de izquierda, el discurso ofensivo. El
derecho a la libertad de expresión que ampara el discurso ofensivo no es, por
supuesto, absoluto y hay que situarlo en un contexto en el que resulte
admisible. Lo primero que habría que decir a este respecto, es que ese
contexto excluye el discurso ofensivo que se dirija a una persona particular
que no se haya involucrado de manera voluntaria en asuntos de interés público,
la que no tiene ninguna obligación de soportar esa afectación a su reputación.
Por el contrario, los funcionarios públicos o las personas públicas o
particulares que se hayan expuesto de manera voluntaria en asuntos de interés
público tienen la obligación de soportar el discurso ofensivo que contra ellos
se emita porque “la libertad de expresión debe garantizarse no sólo en cuanto a
la difusión de ideas e informaciones recibidas favorablemente o consideradas
indiferentes, sino también en cuanto a las que ofenden, chocan, inquietan,
resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población.
Así lo exigen el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los
cuales no existe una sociedad democrática” (ver acá, Párr. 31).
Lo
segundo, es que las exigencias propias de una sociedad democrática no pueden
ser absolutas, esto es, no todo discurso ofensivo, a pesar de que se dirija a
funcionarios públicos o a personas públicas o particulares que se hayan
expuesto de manera voluntaria en asuntos de interés público, resulta admisible.
A este respecto, lo primero que habría que decir es que existen ciertos
discursos que se encuentran prohibidos: así, los discursos sobre apología de la
violencia, propaganda de la guerra, incitación al odio por motivos
discriminatorios, incitación pública y directa al genocidio y pornografía
infantil (ver acá, Párr. 21). Y lo segundo que habría que
decir es que debe distinguirse entre un juicio de valor (que, como tal, no
puede considerarse ni verdadero ni falso, ni tampoco someterse a prueba) y una
afirmación fáctica, porque sobre esta última, puede demostrarse “la falsedad de
la información” o comprobarse que se la realizó “con conocimiento o alto grado
de posibilidad sobre su falsedad en el momento de la publicación” y atribuirle,
en consecuencia, responsabilidad a su autor (ver acá, Párr. 47-48).
En
resumidas cuentas, el discurso ofensivo en materia de asuntos de interés
público (con el par de salvedades descritas) es un discurso legítimo. Lo es,
porque así son las exigencias de una sociedad democrática y porque como
sabiamente lo advirtió George Orwell, en el prólogo a Rebelión
en la granja, si la libertad de expresión “significa algo, es el
derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.
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