El
sistema es lo que se fue para justificar la ineficiencia de un
burócrata y el sistema es lo que sucede cuando se quiere justificar las
arbitrariedades de una administración. Lo primero es una vulgar excusa
para la desidia; lo segundo, es la manera en que las cosas se hacen en una
institución y que debes acatar si quieres formar parte de la misma. Así
expuestas, estas dos versiones del sistema sirven para el mismo
propósito: justificar la irresponsabilidad, aunque la segunda versión sea mucho
más preocupante que la primera, porque sus consecuencias suelen resultar
bastante más nefastas que la mera ineficacia en un trámite.
“No
soy yo, es el sistema” suele traducirse en el coloquial “yo sólo cumplo
órdenes”: ésta es la clásica renuncia a asumir las responsabilidades por
los actos que se ejecutan al mismo tiempo que sirve para legitimar el ejercicio
de la fuerza, siempre que sea necesario: en un escenario como ése, tarde o
temprano, el sistema permitirá los abusos, los atropellos, las
arbitrariedades. Esos abusos, atropellos y arbitrariedades de los que
nadie en concreto se hará cargo: ante el cumplimiento de la manera en que
debían hacerse las cosas, el responsable es el sistema: todos y nadie,
como una Fuenteovejuna, pero del mal.
En
esta versión del sistema, el espíritu de cuerpo es un atributo
principal, que sirve para mantenerlo y para no sufrir las consecuencias de los
abusos, los atropellos y las arbitrariedades que se hayan cometido. El
espíritu de cuerpo es la hermética defensa de unos a otros, sin importar de qué
es que deban defenderse: una banal falla administrativa o una desaparición
forzada, lo mismo da. Así, el espíritu de cuerpo encuentra su complemento
ideal en la apatía moral: lo que sea, con tal de encubrirse, cualquier
medio es legítimo (el secreto, la mentira, la violencia) con tal de procurarse
dicho fin, aunque el encubrimiento equivalga a la impunidad de lo atroz.
Si
esta versión del sistema se aplica en las instituciones que tienen el deber de
procurarnos seguridad a los ciudadanos las cosas pueden ponerse bastante
feas. Esas instituciones tienen armas y el uso de las mismas puede
provocar la más atroz de las consecuencias: la muerte de personas
inocentes. Si eso sucede, y lejos de investigarse sin trabas y a fondo,
pretende encubrirse lo sucedido, es porque esta perversa versión del sistema
que describo ha funcionado. En cuyo caso, hay que tener la honestidad de
reconocer que no sólo es responsable el policía que asesinó a una persona
inocente, sino todos quienes sostuvieron aquel estado de cosas en el que se
permitía que se asesine a un inocente y se procuraba la impunidad por hacerlo,
lo que implica necesariamente tanto la responsabilidad de los capos en las
altas esferas del poder como del policía que disparó el arma asesina. Por
eso, cuando en el documental Mi corazón en el Yambo, María Fernanda
Restrepo confronta a uno de los policías involucrados en la desaparición de sus
hermanos, la única justificación que éste atinó a darle fue que aquel “era el
sistema”.
Esta
historia es su consecuencia.
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