Los
años ‘80: década generosa en cosas que cuando a la edad de nuestros abuelos se
las contemos a contertulios de generaciones futuras se les hará tan difícil
creerlas, como hoy se considera difícil que Mery Zamora gane un Miss Sonrisa. Si bien toda generación de abuelos
ha contado historias de ese tipo (para quien haya tenido abuelo guayaco, el que
se éste se haya bañado en el Estero, escuchado la radionovela Camay o sido hincha del Patria), la generación de
los ‘80 es especial.
Los
ochentas encierran una modernidad efímera: muchas de las cosas que en esa época
fueron tenidas por modernas se convirtieron pronto en obsoletas. Los años
ochenta fueron la época de una creciente y más incisiva penetración de la TV
(fue hasta principios de los ‘80 que Teleamazonas empezó su programación a las
11h45 con La Pantera Rosa y que Telecuatro lo hacía a las 17h00 con Mazinger),
de la difusión de nuevas tecnologías y formatos (las consolas de video y los
videos musicales) y fue, sin embargo, una época todavía pre-Internet. En lo político,
los ochenta fueron una época de transición de la política del balcón (dadme un
balcón…, que decía el patético Velasco Ibarra) a la política televisada (dadle
nuestra televisora al candidato baisano…) pero todavía una época de
manejos políticos patriarcales y llevados a cabo con herramientas rústicas o
con métodos brutales (desde la falta de infraestructuras básicas hasta las desapariciones forzadas de LFC) y una época
de consolidación del fútbol como deporte de alcance nacional (con un BSC en su
etapa de euforia coquera) y del primer triunfo sonado de
la selección nacional (con el gol de Ermen Benítez para el 1-0 frente a Uruguay
en la Copa América de Goiania ‘89).
La
emergencia de esta difusión masiva e incisiva de referentes culturales comunes
(en materia de entretenimiento, política y deporte), muchos de ellos
nacionales, muchos también provenientes del extranjero (principalmente de
Estados Unidos y de su poderosa industria de Hollywood, aunque también
de Europa –el fútbol inglés de Leslie Dickens o las transmisiones de la
Bundesliga en la que jugaban el Poroto Hässler y la Migajita
Littbarski-, e incluso de Japón –con series como El Vengador,
La Abeja Maya y Mazinger
Z) es lo que caracteriza a esta modernidad efímera ochentera que,
vista en contexto y retrospectiva, es una modernidad bizarra (bizarra, como en
inglés: ¡fuck off, los puristas!). Para mí, el video musical que mejor
representa el tono ochentero es éste que se vaticinó moderno y quedó pronto
obsoleto, para convertirse al día de hoy en bizarro: un divague de obra,
palabra e intención de un dúo italiano en una televisora holandesa cantando en
español, “vamos a la playa, oh, oh, oh” (hágase clic y acompáñese para
lo que resta de lectura):
Este
texto es un breve inventario de algunos highlights de esa modernidad
bizarra con la que crecimos el personal de mi generación. Es evidente que
algunas de las cosas que se enumeran a continuación no son exclusivas de los
ochentas: algunas duraron hasta esa época y otras se extendieron más allá. Lo
que se postula es que vivieron su declive o su auge en esos años. Esta
enumeración de ocho cosas es para pensar historias random del futuro y jugar a
complementarla. Digan ustedes:
Atari 2600: En tiempos del wii, el recuerdo
de una máquina en la que se jugaba Pong es ya jocoso. En el futuro, matarán por
conseguirse un Atari y el mejor skunk del barrio.
Baches en el camino a la playa: Contar que
el viaje a la playa era un juego de esquivar baches: que cada invierno (lo que
es decir, cada temporada playera) se destruía una vez más la carretera y se
caían los puentes, y nadie decía nada, ni siquiera había Twitter para
quejarse: eso parecerá asombroso. Las lluvias debieron ser terribles, pero
nunca tanto como la ostentosa corrupción de los ochentas (aunque el hecho de
que a la calle de mi cuadra se la haya abierto tantas veces –en vez de
planificar la instalación de servicios bien y de una vez por todas- me hace
sospechar que estas prácticas no se han extinguido).
Betaclub: Cuando ir a una tienda de videos es cada
vez menos necesario y ya de plano no lo será en el futuro, el recuerdo de un
Betaclub enternece: el formato Betamax, el rebobinar las cintas y el
devolverlas al lugar donde abriste una tiquetera. Mi película favorita del
Betaclub a media cuadra de mi casa (aunque el Betaclub pepa del Sur quedaba en
La Saiba y era el “Then-Shung” –que es nombre random, si los hay) era Top Secret: un divague en el que Val Kilmer es un
cantante de rock envuelto en la resistencia contra la dictadura en Alemania
Oriental: o sea, todo un clásico ochentero.
Control remoto con cable: Existió, para adelantar o
retroceder videos. No sé a quién chucha se le pudo ocurrir semejante cosa, ni
por qué.
IETEL: Cuando en una tertulia del futuro
alguien recuerde, por ejemplo, que en la playa tenías que caminar a una central
telefónica de IETEL para hacer una llamada (o que allí recibían una llamada
para ti y te avisaban a tu casa para que vayas a responderla) eso sonará tan
raro como sonaba en los ochentas el que hasta la llegada del Ferrocarril el
recorrido del camino de Guayaquil a Quito demoraba 14 días o más a lomo de
mula. Además, escuchar la palabra IETEL y pensar en tallarines califica como
asociación inmediata: detalle de época.
Pasadas telefónicas: Un pasatiempo que el caller-id
se llevó puesto y que consistía en llamar a cualquier hora (preferiblemente de
madrugada) con cualquier excusa estúpida (su orden del chifa, el IESS, la
funeraria) a un sujeto random obtenido de la guía telefónica, o a tu
pato de confianza, con el exclusivo propósito de joder. Llamar a la Policía
Nacional tenía el piquete especial de que ellos decían (con marcado acento
paisano) tener cómo rastrear una llamada en un minuto: putearlos durante 50
segundos y colgar era lo mismo que significaba para Los Duques del Peligro el cruzar a otro condado.
Teléfono de disco: Tenía una enorme vocación para quedar
obsoleto pronto: es, en consecuencia, el objeto más Oswaldo Hurtado de
la época.
TV a ciertas horas: En un futuro de disponibilidad de
contenidos TV a medida y a todo momento, el que uno haya tenido que sentarse a
aguaitar frente a una pantalla como la del fondo de esta
promo de La Descarga hasta que aparezca Mazinger será mirado como un
acto de crueldad. Cruel, como la inmortalidad de Don Alfonso.
P.D.- El Albán Borja, inaugurado (¿es
que podía ser de otra manera?) en los años ochenta (en 1983, para ser
precisos), con sus posibilidades casi infinitas para perderse y no encontrar
nunca la salida, es un preview del futuro. Loado sea.
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