El 10 de agosto de 1809: La celebración de una mentira

25 de diciembre de 2018


En rigor, los hechos derivados del cambio de la administración en Quito sucedido el 10 de agosto de 1809 fueron mucho más una guerra civil en una Audiencia española de América que una lucha por la independencia de España en el seno de dicha Audiencia.

De hecho, esto último sí que nunca lo fue: los hechos del 10 de agosto no buscaron independizar a la provincia de Quito del Reino de España (si algo, los hacedores del 10 de agosto quisieron que Quito sea el suelo donde no resuenen “más que los tiernos y sagrados nombres de Dios, el rey y la patria”, siendo el rey, “su señor natural don Fernando VII” –eran sus fans) ni se hicieron tampoco por la Audiencia de Quito como tal. El 10 de agosto se hizo para que se reconozca la autoridad de una de las provincias constitutivas de la Audiencia de Quito, la provincia de Quito propiamente dicha, por sobre las provincias vecinas de Popayán, Guayaquil y Cuenca, que también formaban parte de esta Audiencia. 

Y en el reconocimiento de su autoridad les fue como la verga.

De ahí que haya sido una guerra civil.

Desde 1812 hasta 1822, Quito es española casi sin vacilación. Luciano Andrade Marín, bibliotecario de la Biblioteca Municipal de Quito, describió este período en el que los quiteños, tras sus esfuerzos del 10 de agosto clausurados con la Batalla de Ibarra de 1 de diciembre de 1812, “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”*. Lapidario, el Luciano.

La batalla en las faldas del volcán Pichincha del 24 de mayo de 1822 es la entrada de las tropas libertadoras (de Colombia y del Perú, representadas en la firma del Acta de la Batalla del Pichincha por un neogranadino, el coronel Antonio Morales y Galavís, y por un altoperuano, Andrés de Santa Cruz y Calahumana, respectivamente) a la ciudad de Quito, ciudad considerada un bastión realista. Es una liberación de Quito sin muchos quiteños en ella y ninguno en un puesto de mando relevante. Es decir, a Quito la dieron liberando.

Y no fue este 24 de mayo para independizar a Quito tampoco: fue para anexionarlo a la que resultó una efímera República de Colombia. La Audiencia de Quito siempre tuvo un lugar reservado (aunque secundario y periférico) en el diseño institucional de la familia bolivariana, desde la aprobación de la Constitución de Cúcuta de 1821 (a la que, por cierto, no asistió ningún representante quiteño). El día después de la Batalla del Pichincha, el 25 de mayo, cuando se arrió la bandera española en Quito, la bandera que la reemplazó fue un tricolor colombiano.

El sueño bolivariano se hizo añicos finalmente en 1830, año en cuyo diciembre Bolívar se petateó en las cercanías de la caribeña Santa Marta, en cuyas playas jugarían años después Vives con el Pibe. Ese año 1830 el militar venezolano Juan José Flores autorizó, como Jefe del Distrito del Sur, el desmembramiento de esa porción de Colombia para crear un nuevo Estado independiente llamado “Estado del Ecuador en la República de Colombia”, el que todavía (de manera nominal) declaraba su pertenencia a la república colombiana aunque tenía un pleno auto-gobierno (era una nación tímida, este naciente Ecuador, casi diríase acomplejada por su pobreza y atraso). Recién en 1835, tras la segunda Convención Constitucional celebrada en Ambato, los ecuatorianos pasamos a ser una “República del Ecuador”, a secas. En esta movida de secesión de Colombia, el antiguo territorio de la Audiencia de Quito perdió sus dominios al norte del Río Carchi, tras la derrota en la Guerra contra Colombia de 1832 y la firma del Tratado de Pasto. Un inicio de país muy como la guaisa.

Este Estado del Ecuador que fundó el militar venezolano Flores en 1830 se compuso de las mismas tres provincias (Quito, Guayaquil y Cuenca) que se enfrentaron en la guerra civil de 1809. Pero en este nuevo contexto histórico, la provincia de Quito ya no buscó imponerse, ni tomar la batuta del nuevo orden administrativo. No tenía las fuerzas para ello.

El nombre y el diseño institucional del naciente país así lo demostraron: Quito resignó la primacía de su nombre y “Ecuador” fue un nombre escogido por otros para no ponerle Quito a un Estado con una identidad común débil (tanto en aquel entonces, como ahora). Los tres Departamentos de Quito, Guayaquil y Cuenca que decidieron unirse y confederarse para formar este nuevo Estado tuvieron desde su fundación, en 1830, cada una de estas entidades (primero como Departamentos, después como provincias) la misma cantidad de representantes en el foro político en común (Congreso Nacional) sin relación con el número de habitantes de cada territorio. Esta anomalía de diseño que tanto perjudicó a la provincia de Quito se mantuvo hasta la Constitución de 1861, en tiempos de la primera presidencia del guayaquileño Gabriel García Moreno. Caso raro, los primeros años del Ecuador no fueron impulsados por su capital administrativa, muy débil para otra cosa que dejarse hacer**.

En lo que va a esta historia, este rol pasivo que tuvo Quito en la lucha por la independencia del dominio de un reino europeo era indigno para la capital de un nuevo país americano, así que nuestros historiadores, muy patriotas ellos, le han inventado un rol mucho más digno romantizando el 10 de agosto de 1809, diciendo que su devoción por el rey Fernando VII era una “máscara”. Es decir que estos “patriotas” de Quito buscaron la independencia, pero lo hicieron de una forma taimada. Así, a lo que ya en los hechos resulta muy indigno de heroísmo, estos historiadores le han añadido una dosis tremenda de hipocresía. Sin duda, es una revuelta aserranada.

Y es que eso es lo que fue el 10 de agosto de 1809: la revuelta de una provincia serrana que era parte del territorio de la Audiencia de Quito (la provincia de “Quito”, propiamente dicha) para persuadir a sus provincias vecinas de todos los puntos cardinales a someterse a un nuevo orden administrativo dentro de la Monarquía Española con Quito en la cúspide de este nuevo diseño… y el miserable y rotundo fracaso que Quito cosechó cuando trató de convencer a estas provincias vecinas con semejante propuesta, mismo que se lo ha disfrazado de heroísmo por historiadores que tuvieron que inventar una nación, aunque sea asentados en mitos y fábulas, en mentiras piadosas.

Así, a día de hoy, como fecha nacional, el 10 de agosto de 1809 es la celebración por el país del fracaso de la lucha política de una de nuestras provincias constitutivas (Quito), que fue aplastada de manera rotunda y sin contemplaciones por las otras dos provincias constitutivas de nuestro territorio (Guayaquil y Cuenca).

Cada 10 de agosto es, en resumidas cuentas, la recordación de un fracaso y la celebración de una mentira.

* Andrade Marín, Luciano, ‘El Ilustre Ayuntamiento quiteño de 1820 y la gloriosa revolución de Guayaquil’, en: Muñoz de Leoro, Mercedes (comp.), ‘Memorias históricas de la biblioteca municipal González Suárez’, Editorial Abya-Yala, Quito, 2003, p. 75.  
** Una evidencia de la preeminencia de Guayaquil en los primeros años de la República es el número de Presidentes de origen guayaquileño en este período de representación paritaria en el Congreso Nacional (1830-1861), que “era una clara ventaja para Guayaquil y el Austro, menos poblados que Quito” (Ayala Mora, Enrique, ‘Evolución constitucional del Ecuador’, p. 28). El número de Presidentes constitucionales originarios de Guayaquil fue de cinco (Vicente Rocafuerte, Vicente Ramón Roca, Diego Noboa, Francisco Robles, Gabriel García Moreno) y, además, se debe sumar a José María Urbina, que aunque nacido en Píllaro, hizo toda su vida política en Guayaquil, ciudad donde murió. En ese mismo período, hubo un único Presidente nacido en Quito, Manuel de Ascázubi, en un gobierno encargado que cumplió un rol de transición entre dos Presidentes guayaquileños (Roca y Noboa), que es el mismo rol que está desempeñando el inepto de Moreno por estos días.  

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