"'Le decían 'Pajarito'. Ejerció autoridad de gobierno
en Argentina; investido de ella, ejecutó actos que no toleran el olvido. Hacía
tiempo que se quedaba en casa, donde lo visitaban poco: solo salía para visitar
a su médico. Tal era su rutina, incluso el día de su cumpleaños 80. Ese día,
empero, un amigo extranjero, solícito, se aprestó a extraerlo de esa huraña
atmósfera. Lo recogió en su vehículo para trasladarlo a la sede deportiva de
Argentinos Juniors, club de sus amores, donde en su mocedad Pajarito fungió de
arquero de tercera división. Allí, unos amigos le organizaron una fiesta que no
omitió los placeres del licor y del baile a cargo de odaliscas turcas. El
solícito amigo, al poco tiempo, regresó a su país: nunca más volvieron a verse.
Pajarito falleció de un ataque cardiaco la mañana del 21 de junio del 2005. Su
amigo, ahora, acaso rememore con nostalgia esa noche que compartieron, sin
saber que sería la última".
Redactada en esos términos, esta historia nos induce
a pensar en un mero acto de cortesía; los hechos que la complementan, sin
embargo, la convierten en la perpetración de un hecho ilícito de
responsabilidad de un diplomático ecuatoriano. El tal Pajarito no era sino
Carlos Guillermo Suárez Mason, ex jefe del Primer Cuerpo del Ejército entre
1976 y 1979 a cargo de 73 centros clandestinos de detención, prófugo de la
justicia en 1984, antisemita confeso y corrupto en el manejo de bienes
públicos, condenado a cadena perpetua in absentia en Italia, solicitado en
extradición por Alemania y España y acusado en Argentina en diferentes procesos
de más de 200 secuestros, 30 homicidios y de la apropiación de hijos de
desaparecidos; estos oprobiosos antecedentes lo mantenían en arresto
domiciliario desde 1999.
El diplomático era el teniente coronel (r) Germánico
Molina Alulema, embajador del Ecuador en Argentina nombrado por el gobierno de
Lucio Gutiérrez a pesar de su paupérrimo currículo (jefe de Tránsito en Carchi,
jefe de Interpol en Tungurahua y redactor del texto El manual del conductor) y
de la oposición inicial de la Cancillería argentina. El 23 de enero del 2004,
Molina, en su Audi de placas CD 0027, trasladó a Pajarito a una fiesta por su
octogésimo cumpleaños; esta cortesía quebrantó las normas argentinas de arresto
domiciliario. El Canciller de ese país lo llamó a pedirle explicaciones; Molina
le reconoció el hecho, que calificó como “familiar” hacia el “distinguido”
(¡?); un poco apenado y confuso, admitió que no se apercibió de su gravedad y
que no pensó que llegaría a conocerse; le contó, incluso, detalles de la fiesta
(el Canciller no podía creerlo) como la danza del vientre que ejecutaron las
odaliscas. Para evitar una crisis diplomática, Ecuador retiró a Molina de
inmediato.
El bochornoso acto de Molina violó el artículo 41.1
de la Convención
de Viena sobre Relaciones Diplomáticas y el artículo 310 del Código
Penal ecuatoriano, que establece una sanción de un año de prisión a quienes
procuran la evasión de un detenido. El 4 de febrero del 2004, la Fiscalía
inició las investigaciones; este último 29 de diciembre, Jaime Velasco,
presidente de la Corte Suprema, llamó a juicio a Molina y ordenó su prisión
preventiva. La Suprema tiene la responsabilidad de llevar este proceso hasta su
fin; un final que prescinda de los licores y las odaliscas que una madrugada de
enero del 2004 fueron parte de este reprochable hecho que, no cobijo duda
alguna, merece la sanción que establece la ley. Si así sucede, Molina, para ese
entonces, acaso rememore con nostalgia esa noche que compartió con Pajarito sin
saber que sería el preámbulo de otras trescientas sesenta y cinco que, por
culpa de su cortesía, tenga que pasar en prisión. Que así sea.
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