Creo, por ejemplo, que se
puede ser católico y no ser un pesado. Tener una postura como la que sostiene
el columnista de diario El Universo, Alfonso Reece:
“Tampoco
entiendo a los católicos que, en nombre de nuestra religión, se rasgan las
vestiduras por la legalización del matrimonio homosexual civil. Todavía me
acuerdo que en el catecismo me enseñaron bien clarito que quienes están casados
solo por lo civil ‘no están casados’ para la Iglesia. Y es lógico, y teológico.
Entonces, ¿cuál es el problema si cierto grupo de personas quieren tener
uniones diferentes pero solo civiles, o sea que no tienen valor canónico
alguno? Déjenles tener su fiestita en paz. Finalmente, cualquier legislación en
esta materia tiene importancia relativa, porque Eros, el más poderoso de los
dioses, se filtra por los resquicios de cualquier institucionalidad y se ríe de
torquemadas y calvinos”*.
Realmente, cuando se lo
piensa un poco, es que no se está atentando contra los derechos de los que no
somos homosexuales cuando se les reconoce un derecho a los homosexuales: el
matrimonio no es una torta, donde si uno come más, otro come menos. No es
tampoco que se nos haya impuesto obligación alguna a los heterosexuales (una
suerte de lotería que obligara a heterosexuales a casarse con homosexuales o,
Jebú no lo quiera, a practicar esa pederastia tan sacerdotal): en nada nos afecta
a los heterosexuales el que otras personas que no tiran como nosotros también
puedan empezar a gozar de los dudosos beneficiosos que les pueda reportar la
institución matrimonial.
En simple: el matrimonio
es un derecho (reconocido en instrumentos internacionales, como la Convención
Americana) y lo que se ha hecho en el Ecuador, vía una interpretación de la
Constitución (basada, a su vez, en una interpretación de la Convención
Americana) es ampliar el acceso a dicha institución jurídica, a fin de que se
sumen a ella los que quieran, sin discriminación por su orientación sexual.
Así, el matrimonio es para
quien lo desee, pues la reforma de la Corte Constitucional a nadie obliga a
casarse. Y los que tienen ese espíritu de “torquemadas”, como descrito por Reece,
si dejaran de ser metiches en la vida
de los demás y se preocuparan por sí mismos, de seguro que contribuirían a mejorar
el país (pues no joder, eso es ya una gran contribución).
Finalmente: luchar contra
la ampliación de los derechos para otros no es luchar por una causa justa. Es
ir a contramano de la historia (en este nuevo siglo, se ha adoptado ya el
matrimonio igualitario en veintinueve países) y obtener un espacio seguro en la memoria de las generaciones futuras como las vergüenzas de sus
familias.
Por ello, dejen de ser “torquemadas”.
Es por el bien de su memoria.
* Alfonso
Reece Dousdebés, ‘Torquemadas, erasmos, calvinos’, Diario El Universo, 24 de junio de 2019.
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